jueves, 19 de febrero de 2009

El hombre de la mañanita.

Al principio no había reparado en él. Esas mañanas de frío intenso, cuando tomaba el Sarmiento para ir al colegio estaba más dormido que despierto. A las 6:43 –o cuando quería- llegaba al andén norte de la Estación Haedo, lo que algunos días era “la máquina” y otros “la oruga”. El tren suburbano que venía de Mercedes, paraba no sé dónde y en nuestro Haedo levantaba eventuales pasajeros que venían del Ramal Temperley para llegar, sin paradas mediante, a Estación Plaza Miserere.

No sé cómo lo había descubierto. Ni tampoco la vuelta, que también zarpaba de Once sin parar hasta Haedo. 22 minutos clavados sin vendedores ambulantes, aglomeraciones en Flores o Liniers, calentito en invierno y fresquito en verano. Un lujo.


La vieja locomotora MAN Diesel.

La “máquina” o “la oruga”, es decir, la formación arriada por una MAN Diesel pintada de azul, rojo y amarillo, con seis o siete vagones marrones con puertas en ambos extremos o, a veces, el tren Fiat con forma similar al eléctrico pero con la máquina incorporada con forma redondeada, lo que la hacía similar al simpático insecto. Paraba mansamente en la estación donde un abigarrado conjunto de “garroneros” la abordábamos sabiendo positivamente que ni en el destino ni durante todo el trayecto, ningún “chancho” o guarda nos iba a requerir el pasaje. Quiero aclararque el chancho era el inspector, es decir, un guarda de jerarquía… Mientras el inspector tenía un traje azul oscuro, casi negro, el del guarda era gris. Ambos, claro está, como trabajaban cubiertos, integraban la vasta fauna “gorrera”. Incluso, en Ramos subía un diarero que tenía una gorra de guarda. Voceaba su producto de una forma inconfundible:

- Ración, crónica, diario…

Porque era "seseoso". Que alivio era verlo cuando sin boleto esquivábamos al guarda!!!

- Ah! Es el diariero de la gorra de guarda…

Pero esos problemas de escabullirse no los teníamos en el suburbano. Es que, según había informado alguien anónimo, la última vez que piden el boleto es en Moreno. Esta parada en Haedo es solamente técnica (para captar el público del ramal) y a nadie se le ocurriría pasarse del “local” –el eléctrico del Sarmiento- al “suburbano”. Con la misma perplejidad que algún incauto descubre la falibilidad de la máxima “a quién se le puede ocurrir tocar lo que no es de uno”, una banda de polizontes se daba cita cotidianamente en el anden norte para tomar con absoluta impunidad el tren prohibido, violando la norma.

Esta operación la continué realizando luego de terminar el secundario (en el glorioso Tierra Santa de Almagro), al comenzar la Facultad y, finalmente, al ingresar a Tribunales. Siempre, religiosamente, tomaba el suburbano de las 6:43. Incluso, con Carlitos Gallardo, que me acompañó en la travesía durante cuarto y quinto año, habíamos adaptado la canción de Pappo, “…el tren de la hora dieciséis…” por el “…tren de las seis cuarenta y tres…” La diferencia con el tema original era que no veníamos de estar junto a alguien para “hacerle el amor hasta el amanecer”. Importante detalle.


La Oruga o "El Fiat". Se aprecia la altura distinta del furgón.

Recuerdo que en el 74, mi primer año en Haedo, como estábamos en plena crisis del petróleo, el gobierno había dispuesto “veda” de autos con patentes pares o impares los martes y jueves. No podían entrar a Capital ni circular. La municipalidad había expedido dos obleas una con una “M” y otra con la “J” para hacerlo, y los afortunados que las poseían estaban exentos. Imagine el lector cómo habían proliferado esas “excepciones”, ya sea por amiguismo político o corrupción. En esos días de restricción, por lógica los trenes locales venían repletos, y el suburbano corría con uno o dos vagones más, siendo inversa nuestra sensación… viajábamos aún mejor.

Desde aquél 74 hasta 1980, cuando me mudé a otro barrio, años jodidos si los hubo, viajé indefectiblemente en el tren de las 6:43. Así, la banda de viajeros se fue modificando, pero sólo desde mi perspectiva, ya que en realidad todos éramos los mismos de siempre, lo que sucedía es que participábamos inconscientemente en distintos “grupos”. Lo que a mí me pasó fue especial, ya que al pasar por tres distintas “categorías” o etapas (secundario, universitario y empleado judicial), los grupos se fueron ampliando y diversificando. En 1976, por ejemplo, mi hermano Carlitos Gallardo ya no tomó más el tren. Al año siguiente lo conocí a mi querido Oscar Giménez, quién me hizo entrar a la Justicia.

Recuerdo a mucha gente que tomaba nuestro tren y a la que jamás le hablé. Uno de ellos era a quien bautizamos “El Enano de Morón”. Fue un apelativo totalmente arbitrario, ya que a ciencia cierta no sabíamos si venía de Morón. Pero era casi seguro, ya que se bajaba de un Castelar para trasbordar. Aclaro que “Castelar” era el tren eléctrico que partía desde esa cabecera y corría hasta Once “parando en todas”. Un tren medio maricón, si se quiere, ya que la “monada” venía en los rápidos o semirápidos que partían de Moreno. El enano era de Morón o de Castelar. Ahora, pensándolo bien, quedaba más contundente llamarlo “El Enano de Morón” que de Castelar y por eso así quedó.


Un "Castelar".

También estaba “El Tobiano”, pero yo no sabía que así lo llamaban. Recién hablé con él cuando me uní al grupo de los que viajábamos a Tribunales, con Giménez y compañía. Yo lo tenía visto al Tobiano y creo que, incluso, en alguna ocasión compartimos puteadas cuando por boletería se informó que el tren venía con atraso.

Otro que viajaba era “El Conde Agra”. Le pusimos ese apelativo porque en el Barrio Envión, donde vivíamos con Carlitos, tenía ínfulas de mandamás, pero el pobre era un bancario de mala muerte que se la rebuscaba haciendo horas extras a la mañana. Por eso tomaba nuestro tren, y nadie le daba bola.


Entrada a un monoblock del barrio Envión de Haedo.


Pocos haedenses saben que el Barrio Envión fue inaugurado por el gran Arturo Illía.

Pero el personaje por antonomasia de ese viaje era “El Hombre de la Mañanita”. Nunca supe su nombre completo. Ahora, en este preciso momento que escribo, recién recuerdo que se llamaba Eduardo y tenía un apellido italiano, Pichafuoco, Torteletti o Mangiapanne, algo así. Viajé innumerables veces con él, me contó toda su historia, su larga trayectoria como maquinista ferroviario, pero no recuerdo si alguna vez me dijo cómo se llamaba. Si recuerdo su nombre fue porque en algún relato, refiriéndose en una conversación con terceros se autoidentificó así.

Yo mismo lo había bautizado secretamente como “El Hombre de la Mañanita” por esa bufanda color verde loro que llevaba todas las mañanas para guarecerse del temible viento que imaginábamos, viajaba raudo por el corredor ferroviario desde la pampa hasta lo más interno de nuestros huesos. ¡Qué frío sufrimos aquellos días!

En mis tiempos de estudiante, como buen berreta, el único saco que tenía –un blazer de sarga- servía de indumentaria en las cuatro estaciones y si había que abrigarse, entonces solo tenía un pulóver o la vieja y querida camiseta de frisa. “El Hombre de la Mañanita” lucía un sobretodo gris –esos que tenían los guardas- y su bufanda verde.

Yo lo había relojeado como un personaje raro, de esos que un poco dan vergüenza ajena, con esa pañoleta impresentable. Me preguntaba cómo un hombre grande tenía la caradurez de salir con semejante prenda llamativa. Hoy, y luego de haberlo conocido bien, me explico. Solamente tenía esa “mañanita” para protegerse de un frío que le hacía un daño terrible, ya que había sido operado del corazón. Después supe que por esta operación hacía tareas livianas y que tenía “tratamiento psicológico”.

Técnicamente lo que él usaba no era una “mañanita”. Esta es una prenda femenina que usaban nuestras abuelas en los inviernos (y otoños fríos) de antes, ya que estaba tejida con lana, con volados y en forma de “capita” cubriendo como un mantón de manila o una chalina, los hombros de la mujer.


Una auténtica "mañanita". Nada que ver con lo que usaba nuestro héroe.

Venía del lado Norte de Haedo, como yo. Algunas veces lo encontraba caminando para la estación en la encrucijada de Alberto Vignes y Juan B. Justo, viniendo por esta última calle. Como mi recorrido se iniciaba en Primera Junta y la hora de llegada del tren era siempre la misma, no era extraño verlo.

En invierno no había nada como viajar en la oruga. Especialmente, en el furgón de la oruga, ya que estaba justamente arriba del motor diesel que la impulsaba (el tren era reversible y la parte de adelante o “cabeza de la oruga” a veces venía como furgón de cola). Allí nos subíamos fumando y departiendo. Casi siempre, mientras viajaba solo, en ese momento del día era el único que utilizaba para estudiar. Otras veces dormía. Pero una vez, me tocó estar en el furgón con el “Hombre de la Mañanita”. Le hablaba a otro ferroviario en voz muy fuerte (luego supe porqué), y su voz era amanerada, como sus gestos. Su verbo era muy extendido. La gente de antes usaba mas palabras que nuestra actual “juventud simpsoniana” de 300 vocablos, incluso este hombre que apenas había concluido “sexto grado” y se comía las eses. Acompañaba sus aserciones formando un ángulo de 90º permanentemente con su muñeca derecha.

Allí –al verlo- até cabos. Claro, con esa “pañoleta verde”… no podía ser sino maricón. ¡Que garrón! Por esas cosas tontas que uno tiene de pibe y de berreta, de discriminar sin saber por qué, estuve meses evitándolo.

El tren suburbano volvía de Once a Haedo en el horario de 14:15. Justo unos minutos después de la hora en que salía del colegio. Entraba por un potrero baldío enfrente de Segba, es decir, al revés que todo el mundo que abordaba su tren desde el último vagón, por los andenes que dan hacia las calles Sarmiento, Pueyrredón y Bartolomé Mitre.


Mi entrada "clandestina".

Por esta entrada clandestina una memorable tarde Iglesias lastimó en una pelea a la Yegua Domínguez. Fue un combate injusto. Todos los compañeros sin saber por qué instigamos a los dos y el encuentro se realizó indefectiblemente en ese amplio baldío que yo secretamente utilizaba para filtrarme hasta la Estación, saltar las vías (con sus respectivos “terceros rieles”) y acceder a la máquina que volvía.


Una serie que cambió las costumbres de las riñas en el colegio.

La Yegua Domínguez practicaba “artes marciales”. Era la época de la serie Kung Fu, de “Operación Dragón” protagonizada por “Kato”, luego conocido y famoso por su verdadero nombre, Bruce Lee, y muchos pibes, sobre todo los que tenían tiempo y alguna moneda, iban al gimnasio a practicar karate y esas boludeces.


Bruce Lee. Te partia al medio.

Supuestamente estos “conocimientos” que poseían los hacían “temibles” ya que por esa condición te hacían saber que tenían la “trompada prohibida” y otras giladas del estilo. El hecho es que la Yegua e Iglesias –luego conocido como “El Sanguinario”- tuvieron un entredicho muy pelotudo que, palabra va, palabra viene, terminó en la consabida cita a duelo.

Todos le dijimos al Sanguinario que tuviera cuidado, que la Yegua estaba bien preparada, que sabía karate, kung fu, cipalquido o alguna de esas sandeces. Claro, lo habíamos visto a Kato amasijar a treinta tipos al mismo tiempo. Pero la Yegua no era Bruce Lee.

El combate comenzó puntual, a la salida del colegio. Se formó una ronda de todos y en el centro, cara a cara, la Yegua y el Sanguinario. La Yegua se plantó de kung fu, medio en diagonal, ojos rasgados (como si fuera oriental), con un brazo extendido y la mano izquierda apoyada payasescamente sobre el mentón. El Sanguinario lo miraba fijo a los ojos, con semblante teñido de impavidez. Tenía el pelo enrulado y un aspecto general que recordaba al hermano de Kojak, el detective Stavros.


El sujeto de la derecha, Stavros, muy parecido al Sanguinario Iglesias.

La Yegua pegó un grito agudo que nos sobresaltó a todos y tiró una patada, medio perfilada a la altura de los flancos de su oponente. Fue al pedo. El Sanguinario giró instintivamente hacia su derecha, más por el cagazo del grito que por efecto de una táctica defensiva y, sin quererlo con su brazo izquierdo, asió la pierna de la Yegua quien cayó aparatosamente al suelo. Allí, con un instinto criminal que esbozó tempranamente y luego confirmó en su vida posterior (estuvo preso por robo de automotor), el Sanguinario tomó una de las miles de piedras que había en el suelo y, sin pensarlo, la utilizó como una herramienta paleolítica contra la cabeza de la Yegua. El chorro de sangre que emanó del fallido émulo de Quan Chan Caine, me inspiró inmediatamente para ponerle in situ el seudónimo que acompañó a Iglesias hasta el día que fue expulsado del colegio.


Nada que ver la Yegua con el pequeño saltamontes...

Minutos después, de la nutrida concurrencia quedamos dos o tres y fue Canuto Merlo, quien finalmente lo acompañó a Saavedra 15 para que le cocieran el mate.

Una tarde lo encontré solo al Hombre de la Mañanita en el tren que volvía del centro. Era un mediodía soleado, de primavera. Yo lo había visto un par de veces en esa formación, pero estaba con otros ferrocarrileros, hablando de sus cosas, por lo que creo que no había reparado en mí. Pero esa tarde estaba sólo y me vio naturalmente, por lo que no pude evitar saludarlo en silencio. Al escabullirme hacia el fondo del vagón, el Hombre de la Mañanita gentilmente me dirigió la palabra y allí no pude evadirme. Pensé: Zas! El trolazo me va a apurar.

- Hola! Vos viajás siempre a la mañana en el Mercedes…
- Si, si… ¿cómo le va?
- Y vas al colegio en el Centro, viviendo en Haedo?
- Es que acá están mis compañeros y el año que viene termino…

Yo ya no era un pibe y no tenía por qué tenerle miedo a que me encare un topu. Años antes, en la esquina de Billinghust y Bmé. Mitre, justo a la hora de entrada del colegio, se paraba un marica esperando conseguir un pebete del Tierra Santa. Te pedía fuego u ofrecía cigarrillos. Una vez, unos chicos de cuarto o quinto año, lo sacaron cagando a los piedrazos y el ñato nunca más pintó.

A los dos minutos de empezar a hablar con el Hombre de la Mañanita me di cuenta que no era un mal tipo ni tenía intenciones jorobadas. Me contó lo obvio, que era un ferroviario que trabajaba en las oficinas de Plaza Miserere y que vivía en Haedo Norte, datos que yo conocía perfectamente por su tono de voz elevado y la mañanita verde que se divisaba desde centenares de metros, precisamente, en el norte de nuestra ciudad. Tenía una conversación amena y muy coherente. Las pláticas ferroviarias tienen un disparador permanente y variable. Es el paisaje que va motivando distintos temas, de acuerdo al recorrido del tren. Si uno pasa por delante del Instituto de Haedo, por ejemplo, recordará algún accidente en la zona. La llegada a Liniers desata los temas de fútbol, al divisar el estadio del Fortín. Flores tiene mucha relación con temas de putas, telos o boliches bailables. En Caballito comienza el túnel y la oscuridad llama a la reflexión y el silencio.


Plaza Miserere. En estas oficinas trabajaba El Hombre de la Mañanita.

Pero "El Hombre de la Mañanita" tenía un eje temático esencial. Su larga experiencia en el Ferro Carril Oeste, primero; luego en el nacionalizado Sarmiento. Su profesión era nada menos que maquinista, es decir, la mejor de todas. No era un pelotudo que estaba encerrado en una garita levantando señales. O un buchón que pedía boletos. Manejaba esos convoyes que surcaban el conurbano oeste bonaerense, aplastando giles, suicidas o apurados tontos que pasaban las barreras bajas. Había conducido todo tipo de trenes, incluso las locomotoras a carbón, como la que, en diagonal, unían Villa Luro con Pompeya, en la actual traza de la Perito Moreno.

- Esa era una zona embromada. Una vez, recuerdo que el tren había atropellado a una mujer y los pobladores pusieron grasa y jabón de la ropa en los rieles. Cuando pasó mi locomotora empezó a patinar hasta detenerse, y los vecinos nos querían linchar… Tuvieron que venir los cosacos a salvarnos…

Eran anécdotas copadas.

El viaje, ese primer viaje, se hizo corto y ameno. Pero, por las dudas, me hice el que me quedaba en el centro de Haedo, para no tener que caminar esas cuadras hacia la calle Directorio, donde vivía.

Al día siguiente, ya naturalmente se acercó y comenzamos a hablar. Con suerte advertí que el resto de los conocidos no reparaban en nuestra conversación, pese a la forma en que hablaba o su tono de voz, superior al resto del común. Eso me tranquilizó y pude con libertad superar el prejuicio. En realidad, siempre me gustó, como nato historiador que soy, hablar con gente mayor. Compulsar los recuerdos de los hechos que no he vivido, de primera mano, vistos por sus protagonistas.

Mamá conocía de mentas al Hombre de la Mañanita. Vivía en una casa de madera, la única, con alambrado oxidado y sus enredadas madreselvas, en la esquina de Directorio y Tapalqué. ¿Cómo lo conocía? Porque era famoso en el barrio. Vivía con su madre, una viejita escapada de un cuento medieval, toda arrugada y con un pañuelo en la cabeza, muy sorda, al que el Hombre de la Mañanita le gritaba:


En el solar donde vivía el Hombre de la Mañanita, Directorio y Tapalqué, se edificó un lujoso chalet.

- Esa Yegua. La Yegua de su nuera, nunca viene a visitarla.

Todavía recuerdo la risa de Mamá cuando le conté la operación del Hombre de la Mañanita o, mejor dicho, sus impresiones. Había tenido una intervención a corazón abierto y antes de que le hiciera efecto la anestesia recordaba:

- Y me metieron en el quiro-fano (así, sin acento y separado) y un dotor se apareció con una luz en la frente, como si fuera un minero.

Un minero. Cómo se reía Mamá con el quiro-fano y el minero…


Esto debe haber visto el Hombre de la Mañanita cuando fue operado del corazón.

Volviendo al tren, otra mañana de mucho frío vino la máquina corta, con dos vagones menos. Luego de la corrida de los que se jugaban por entrar en los últimos vagones, a duras penas pudimos ubicarnos en la puerta.

Para aquél que no viajó en un suburbano, la puerta, al cerrarse, arrastra una plataforma que deja cerrado el hueco de la escalerita. En ese lugar, en verano, se dejaba la puerta abierta y el pasajero podía sentarse en uno de los dos escalones y recibir la brisa del mejor aire del conurbano bonaerense, el de la Zona Oeste.


Así son las puertas del vagón del suburbano.

Esa mañana fría, agolpados en el acceso al vagón, unos veinte tipos como sardinas en un espacio de un metro por tres, esperábamos los veintidos minutos para llegar a Once, dentro de todo calentitos por la aglomeración, pero molestos por la incomodidad de no poder sentarnos o fumar.

En una de esas, traído por una marea humana, una persona en muy malas condiciones es conducidos justamente donde nos encontrábamos nosotros. Lo traía, en vilo, el mismísimo "Hombre de la Mañanita". Era un tipo de edad tirando a viejo, canoso, mal entrazado, de aspecto sucio. Se quejaba en silencio. Su cara denotaba un fuerte dolor.

- Aire! Aire, para esta persona, por favor! –pedía con voz de enfermera, la enfermera esa del gesto de “silencio hospital”, se me ocurría, "El Hombre de la Mañanita"-.


Una imagen que se hizo famosa en todos los hospitales del País.

Giménez, persona de bien y hombre solidario por excelencia hizo el espacio necesario corriéndome a mí, que tiré la bronca en silencio.

- Venga amigo. ¿Qué le anda pasando? –inquirió Giménez-.
- Me siento mal. Muy mal.
- ¿Dónde le duele?
- Acá, acá –y se tocaba, para alarma de todos, la zona del cuore-

Todos, conocidos y extraños, nos miramos. ¿Qué iría a pasar si el hombre se moría? Una vez, en el taller de Las Flores y Acacia, el de Julio y Julito, un tipo se murió de un ataque cardíaco. Las malas lenguas dicen que fue cuando Julio le dijo que había que hacerle motor al Kaiser Carabela del finado. El caso es que el tipo se descompuso frente a diez personas y nadie atinó a hacer nada. Además, el teléfono mas cercano –que era público- quedaba a cuatro cuadras, dentro del almacén que a esa hora de la siesta, estaba cerrado.


Tener un Kaiser Carabela en 1974 era poseer certificado de berreta.

Afortunadamente el tren iba a horario, con buen crucero. Giménez abrió la puerta y entró un frío similar al de la película “El día después de mañana”, esa que los tipos se congelan en el helicóptero y se caen a la mierda. El pobre hombre recibió ese frío de golpe. Si era cardíaco, seguro, con ese masazo de frío, moría sin contemplación. Pero no. Y el aire no le hacía nada. Yo, que alardeaba de cursos de primeros auxilios aprobados, sugerí que cerraran la puerta, un poco por la salud de ese señor y otro por la de todos.


Al abrir la puerta del suburbano, entraba un frío polar.

Constantemente Giménez alentaba al enfermo.

- ¿Se siente mejor? Ya estamos llegando. Cuando llegue el tren lo llevamos a la enfermería. O mejor llamamos a la Asistencia Pública –hoy SAME, antes CIPEC-
- Ay!!! Ay, me duele!!!

Mi amigo me miró firme a los ojos como diciendo, “este se me muere y llegamos tarde al laburo”. Yo pensé como estudiante de Derecho “hay causa por fuerza mayor”.

En una de esas, cuando la máquina ya afloraba del tunel, el hombre empezó a gritar y, entre medio de esos quejidos no pudo disimular un estrepitoso ruido intestinal. El flato atronó nuestro impávido silencio, sólo acompasado por el tatán tatán del tren. Un olor nauseabundo y casi tóxico invadió nuestro ya insalubre ámbito.

- Ah!!! Era eso!!! –remató Giménez-

Dentro del pool cotidiano de viajeros podían presentarse situaciones jocosas. Uno de los anónimos acompañantes era un gordo colorado que siempre estaba bien empilchado y perfumado. Era medio parecido al Ñoño del Chavo.


El gordo era muy parecido al personaje mejicano.

Solía llevar un ataché de cuero tipo cocodrilo, muy bacán, que atenazaba en sus manos como si portara las claves de la bomba hache. A mí se me había puesto en la cabeza que era un alto ejecutivo de una multinacional, que para pasar inadvertido viajaba en el transporte público y así evitar que la Orga o los bichos colorados del errepé lo secuestraran por alguna cagada que seguro se había mandado con los obreros. Puras fantasías. Por ahí el tipo era empleado de una funeraria o ayudante de portería y le gustaba vestir bien. Tal vez en el maletín transportaba baratijas que vendía en Tribunales u otra repartición pública.


Un lujoso maletín.

Hoy, pensándolo mejor, supongo que sería visitador médico o “agente de propaganda médica – APM”. Estos trabajadores de cuello y corbata que asesoré en su sindicato unos años atrás, se caracterizan por su presencia (APM = autos, pilchas, minas), aunque es difícil que un laboratorio le proveyera una valija (léase elemento de trabajo donde se portan las muestras gratis) de tanta calidad como la que tenía el gordo.


El símbolo de los visitadores médicos es la valija. Por ello, cariñosamente son llamados "valijas".

Este personaje era un tipo callado, medio asqueroso, que no se daba con nadie y por eso Giménez, Nito Velázquez y demás miembros del grupo “Tribunales” aprendimos a odiarlo en silencio.

La anécdota que seguidamente contaré data de una época en que venía la oruga todos los días y era pleno verano. Obviamente nosotros viajábamos en el furgón, con las puertas abiertas, para que corriera el aire fresco de la mañana por nuestros cuerpos, purificándolos. Claro está que viajar en el furgón tenía una única dificultad: el andén del suburbano es más bajo que el del eléctrico, dado que la máquina y la oruga tienen puertas a esa altura, a pocos centímetros del nivel de las vías. Pero el furgón del Fiat está más alto, casi a un metro y pico del suelo, por lo que lleva una pequeña escalerita que hay que trepar, persona por persona, para poder subir. Nosotros siempre subíamos últimos para estar junto a la puerta, disfrutar del viento y bajar primeros para tomar el colectivo 5, al llegar.


En esta foto de la Estación Haedo se aprecia la diferencia de altura entre los andenes del eléctrico y el nuestro, a la derecha.

El gordo colorado siempre estaba unos cinco minutos antes de las 6:43, bien peinado a la gomina, esperando nuestro tren. Nunca te miraba a los ojos, por más que cotidianamente estuviéramos allí, en su paisaje; no te devolvía la mirada, siquiera por educación con el propósito de evitar el reflejo de un “buen día…”

Una mañana de mucho calor, vino la oruga bien puntual. Subimos pacientemente al furgón como todos los días. Como el tren venía “corto”, nuestro ingreso quedó a la altura de la puerta norte de la estación, enfrente de la desaparecida pizzería de la calle Mons. De Andrea (hoy Héroes de Malvinas), la del Sportivo Haedo para quien conoce la zona oeste. Subimos todos y creo que fue Raul Turcot el único que reparó en la ausencia del “lechón colorado”, seudónimo semioficial que estábamos consolidando a partir de una iniciativa propia.

Cuando terminaba de sonar el pito de la oruga y ya la formación rompía su inercia, apareció corriendo el gordo, todo despeinado y bañado en sudor, con su coqueto maletín. Se ve que había visto pasar al tren y venía corriendo desde vaya a saber dónde para alcanzarlo. Lucía un traje de verano color cremita bien planchado. Cuando intentó subir al furgón se confió en nuestras caras conocidas. Pensé para mis adentros…

- Ah gordo comilón, ahora me conocés!

A uno y otro extremo de la puerta estábamos Giménez y yo. Un par de pasos adentro Nito Velásquez y su hijo, el ordenanza del 9. El gordo corrió emparejando al tren para tomarlo a lo que diera lugar. Giménez, por lejos el más sensato de todos, le dijo:

- No lo haga! No suba, por favor!

Yo, secretamente, palpitaba el accidente. Suponía que el gordo al poner el pie en la escalerita trastabillaría e irreversiblemente caería bajo las ruedas del tren. Además, pesaba como 100 kilos y a esa velocidad sus tobillos no resistirían el esfuerzo.

"El Hombre de la Mañanita" pegó un grito agudo. Un noooo largo, estridente, similar a esos que suelen lanzarse en las peleas de conventillo entre mujeres, en la antesala de la riña a arañazos y arrancadas de cabello. La situación de estrés, la inminencia de la caída del gordo sumado a ese grito digno de “Sábados de Súper Acción” me hizo desplazar el cuerpo hacia fuera. Y yo, que había pensado no tocar al pertinaz pasajero para no ser partícipe siquiera involuntario de la tragedia, instintivamente estiré mi brazo, del cual el gordo se afirmó. Mi grito no fue tan cinematográfico:

- No maestro, no subás que me tirás abajo…

La situación, que segundo a segundo se había puesto insostenible, activó a mis amigos que frente al peligro de verme caer a mí del tren, lo agarraron al gordo como un paquete, entre todos, de pelo, brazos y ropa hasta bien adentro del furgón. Cuando recuperó la vertical, el gordo se dio cuenta que en el forcejeo había perdido el preciado maletín que, milagrosamente fue rescatado por un ferrocarrilero igualito a Panía –compañero nuestro de 2º año que imitaba perfectamente al celador Pracchia: “señores, se callan…”-. Le dijo con señas que se quedara tranquilo, que el maletín quedaba en Estación Haedo.

Giménez, la voz de la reflexión, le espetó con tono severo:

- Pero hombre, que hizo! Casi me lo tira al pibe.
- Disculpe. Perdón a todos. Lo que pasa es que puse el pie en la escalerita y quedé colgando…

Por aquéllos días de 1978, el Sarmiento estaba arreglando las vías. Lo hacía por etapas. Cuando llegaba a la zona de obra bajaba la velocidad casi a paso de hombre o paraba. Ahora el arreglo abarcaba el tramo entre las estaciones Villa Luro y Floresta.


La estación Floresta, hoy.

Mientras tanto, el gordo intentaba recomponer su aspecto. Tenía las marcas de nuestras manos en el saco cremita, las rodilleras del pantalón sucias y lo peor, algo que nadie quiso decirle. En la espalda un soberano pisotón que en el fragor de su recuperación le había zampado el mismísimo "Hombre de la Mañanita" no se sabe si para impedir que cayera por la borda o de bronca, por haberlo hecho pegar ese grito tan desdoroso.

El hombre, salvado por la gente que durante meses ignoró, se frotaba las manos, miraba hacia atrás, mientras la oruga a sus buenos sesenta o setenta kilómetros por hora iba dejando atrás Ramos Mejía. Había llegado la hora de la venganza y, para ello, me anoté sin que nadie me lo pidiera.

- Quédese tranquilo mi viejo. El tren casi siempre se detiene antes de llegar a Floresta. Allí se baja, y vuelve en el local.
- Mi maletín! Mi maletín! –balbuceaba el gordo-.

Mi candidato estaba sicológicamente preparado para el verdugueo. Giménez, vivo y perspicaz, se dio cuenta de mi maniobra cuando reiteré.

- Para… el tren para antes de Floresta, tranquilícese. Ya va a ver cuando llegue el momento.

Y un toquecito más, para hacerle la cabeza.

- Además, en la Estación Haedo le van a cuidar bien sus cosas.

Nito, Raúl y el pibe se miraban entre ellos y sonreían. Ahí nomás terció Velázquez.

- Tiene razón el pibe. Ni bien empieza a detenerse el tren Ud. baja la escalerita y al parar baja como si estuviéramos en la estación.
- Ustedes no saben lo que llevaba en el maletín! –habló obsesivamente-.

El hecho es que durante todo el viaje, estación por estación, yo le recordaba que el tren se detendría. Giménez, luego de mi última recomendación y ya pasando Liniers me dijo entre dientes y con una mirada que nunca le había visto:

- Dejalo tranquilo al hombre que se va a tirar de cabeza! No seas chiquilín!

El tema es que luego del silencio a que me vi obligado a observar el aire se cortaba con una tijera. Una vez que llegamos a Villa Luro con un tono paternal (o mas bien maternal, no sé), "El Hombre de la Mañanita" le dijo:

- Cuando lleguemos a la zona de obras Ud. se larga del tren. Nosotros lo ayudamos.

El tipo al escuchar la experimentada voz del ferroviario se aprestó a su hazaña final. El tren venía fuerte, pero casi llegando a Floresta pegó un tirón para adelante, señal que el maquinista frenaba. En ese momento, la cara del gordo era una mezcla de ansiedad y desesperación. Quién sabe qué tendría en el maletín! Estaba yo en esos pensamientos cuando inmediatamente después del tirón le grité mirándolo firme a los ojos:

- Vió! Ahí para!

Fue una reacción fatal. Sin esperar nada y como si se tratara de una película de cowboys, el gordo saltó del tren. Los rieles reposan sobre durmientes formados sobre el terraplén lleno de piedras que, a su vez, surcan el espacio entre dos profundas zanjas. El gordo rebotó contra las piedras, cayó sobre su flanco izquierdo y rodó por efecto de la inercia imposible de amortiguar con sus 100 kilos. Afortunadamente para él, su generosa capa de grasa hizo menos rigurosa su rodada hacia la zanja que, repleta de verdín, renacuajos y demás desperdicios, lo estaba esperando. Giménez me tomó del brazo y dijo:

- Pero qué hiciste, animal, se tiró!
- Si. Es un boludo. Yo no le dije que bajara ahora.


Imagine el lector cómo cayó el gordo desde semejante altura y en movimiento.

Y como por arte de gracia el tren se detuvo por completo. Y un buen rato. El suficiente para verlo salir al gordo de la zanja, con el pelo mojado, hecho una piltrafa.

"El Hombre de la Mañanita" concluyó:

- Qué mal día para este hombre. Menos mal que no le pasó nada!

La anécdota de la mañana, aunque graciosa, tenía su costado amargo. ¿Qué hubiera pasado si el Ñoño me tiraba debajo de las ruedas de la oruga? Estuve pensando todo el tiempo en eso mientras realizaba mis tareas en Tribunales. Como era mi tarde libre, 13:30 clavadas salí corriendo, tomé el 5 para tomar la máquina de las 14:15. Solamente la podía tomar los jueves, ya que ese día era el único que no cursaba en la Facultad. Obviamente no tenía boleto para subir al suburbano, y ya no entraba por el baldío de Segba sino por la entrada principal de la Estación.

Me las había ingeniado para entrar con la credencial de la Obra Social que, vaya a saber por qué razón tenía un cartel bien visible que decía CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA NACION. Ese era el pasaporte que desdorosamente mostraba a los guardas y estos, con el cagazo que le tenían a todo lo que pudiera vincularse con lo estatal, me dejaban pasar e incluso alguno me hacía la venia.

Así fue que esa tarde, otra vez, me encontré con "El Hombre de la Mañanita". Lo vi cabizbajo, mucho más triste que lo de costumbre.

- ¿Qué le anda pasando?
- Nada. Pensando.
- Pero ¿se siente bien? Lo veo pálido, de mal semblante –le dije muy preocupado, por su operación del corazón-.
- No. No es nada. Lo que pasa que lo de esta mañana me hizo recordar algo muy feo que me pasó.

Los casi cuatro años que habíamos compartido viajes y charlas todavía ofrecían para mi un secreto guardado. Algo que "El Hombre de la Mañanita" había sabido ocultar mas allá de sus innumeras anécdotas que me pasearon por cuarenta años de historia cotidiana.

El sol tórrido que pegaba sobre las opuestas ventanas proyectaba una nube de partículas que transformaban la escena en una invitación a la nostalgia. Enfrentados, en el primer asiento del convoy, nos aprontábamos a compartir la peor de las anécdotas de mi interlocutor.

- Resulta que hace unos cinco años, cuando estaba destinado en el Ramal a Lobos, en la Estación Ferrari subía, hasta Merlo, un pibe así como vos, un estudiante secundario.
- Bueno, Maestro, que ya no soy un pibe estudiante…
- Si. Tenés razón. Lo que pasa es que cuando nos conocimos lo eras, igual que él. Que Ricardito.


El ramal Lobos. El tren de nuestro protagonista corría entre Merlo y Las Heras.

Por un momento nuevamente volvieron los fantasmas sobre la sexualidad del "Hombre de la Mañanita". ¿Qué habrá pasado con ese Ricardito? Pero fue por un momento, dado que lo consideraba un hombre de bien, un señor, incapaz de mandarse un moco como el que algún mal pensado supondrá.

- Ricardito era un pibe bárbaro. Estudiaba en la Escuela Técnica de Merlo y su gran deseo era ser ferroviario. Todas las tardes tomaba el Las Heras de las 13:28 para llegar bien a Merlo y entrar al colegio en el turno tarde. No era un buen estudiante y en su casa tenía problemas.
- ¿Qué tipo de problemas? –inquirió el abogado en ciernes-.
- La madre, que lo había tenido de soltera, estaba casada con un tipo desagradable. Una porquería que le pegaba a ella y al muchacho.
- ¿Pero cuántos años tenía el pibe?
- 14. Recién iba a segundo año de la escuela técnica.

En aquellos años, un pibe de 14 años no era como nuestros actuales adolescentes. Hoy, si un “padrastro” te quiere levantar la mano en Ferrari, Libertad o cualquier pueblito del segundo cordón, el “nene” agarra un fierro y le emboca al coso ese cuatro o cinco corchos en el balero.

- Entonces se subía a la máquina con el foguista y yo y compartíamos el viaje todas las tardes. A la ida y a la vuelta. Se sentaba en los controles y yo lo dejaba manejar el regulador y en cada paso a nivel tocar el silbato de la MAN.
- Que bueno! Yo nunca subí a una máquina. Debe ser espectacular!
- Y a Ricardito también le fascinaba. Tanto, que algunas tardes me pedía permiso y se quedaba todo el viaje. Primero hasta Merlo y de allí a Las Heras, con su vuelta. Y calculando con precisión el viaje donde tenía que tomarlo como si hubiera ido al colegio, bajaba en Ferrari para ir a su casa.

Ya habíamos salido del túnel y entrando a Caballito, con el sol a pleno. Luego del lógico encandilamiento pude apreciar que por las mejillas del "Hombre de la Mañanita" se deslizaban sendas lágrimas.

- Una tarde me confesó que quería irse de su casa, que ya no aguantaba más esas golpizas.
- Pero Ud. le tenía que haber dicho que hiciera la denuncia –le dije inútilmente, dado que la anécdota rumbeaba inexorablemente hacia un final no feliz y todo lo que yo dijera no tenía valor alguno-.
- Si. Ya lo se. Pero en ese momento le dije lo contrario. Le dije que estudiara, que cumpliera con su deber y aguantara la situación por su madre.
- ¿Y entonces?

El tren nuevamente amainaba su marcha para pasar a paso de hombre por Floresta, como a la mañana, cuando el Ñoño se dio el chapuzón. "El Hombre de la Mañanita" hizo un profundo silencio, como si hubiera decidido no seguir contando su triste secreto. Respiró profundo, pasó sus gastadas manos por el rostro humedecido un poco por la emoción y otro por el calor y, sobreponiéndose, continuó:

- Me hizo caso. Casi llegando a fin de ese año, cuando le entregaron las notas, sabía que iba a repetir el año. Entonces fue cuando me habló de entrar en Ferrocarriles, pero no podía, por su edad, porque no tenía familiares ferroviarios… Yo le dije que esperara unos años, que cuando tuviera los 18 yo iba a hablar con algunos amigos, pero su desesperación no admitía demoras.
- ¿Qué pasó, entonces? –era yo el que estaba ansioso por conocer el final de la anécdota-
- Lo peor. Me echó en cara de que no lo ayudaba.

En ese momento giré la cabeza hacia mi derecha y por la ventana opuesta se divisó la silueta siniestra del Instituto de Haedo, con sus historias de tragedias, accidentes y muerte.


El Hospital Interzonal de Agudos Dr. Luis Guemes.

- Durante una semana Ricardito no tomó más el tren. No lo vimos y con mi foguista nos preguntamos sobre qué habrá sucedido. Yo no sabía nada de él. Ni su apellido, ni donde vivía. Apenas sabía que iba a la ENET de Merlo, y cuando terminaba mi turno ya no había nadie a quien preguntarle.
- Seguro que se rajó…
- Ojalá!

La clínica Tachella, el solar donde supo estar el Tobogán Gigante de Haedo, el ruido seco de las vías que entrecruzándose indicaban la llegada a nuestra Estación.

- Fue la última vez que me subí a una máquina. Justo a las 13:30, recién salíamos de Ferrari con mucha claridad y un calor espantoso y veo a los cincuenta metros tendido en la vía a un transeúnte. Hago sonar una larga bocina pero sé que es inútil. Cuando alguien se acuesta sobre la vía es porque ya tomó una decisión. Por eso hice la maniobra de frenado. Imagináte. Ese convoy arrastraba ocho vagones repletos de personas y para pararlo bien hacen falta más de doscientos metros y cuadrando ruedas. Igual lo hice, con mayor presión que la indicada en el reglamento, a riesgo de arruinar material, porque hay algo adentro mío que no puedo manejar y es esto de atropellar una persona.
- ¿Alguna vez había pisado a alguien? –pregunté como un idiota, ya que la respuesta era lógica en un maquinista de 40 años de profesión-.
- Infinidad. Muchas veces. Muchos accidentes y suicidas.

El tren estaba detenido. Pero "El Hombre de la Mañanita" y yo permanecidos sentados. No porque pensáramos continuar viaje hasta Moreno o Mercedes, sino porque en silencio sabíamos que ese tren suburbano recién partiría a los 20 minutos de llegar a Haedo, cuando combinara con el Temperley. Fue el tiempo indispensable para que confirmara lo que estaba suponiendo.

- La máquina no pudo detenerse pero muy despacio arrolló al pibe, porque era un pibe el que se había matado. Mi compañero atinó a decir eso: “Es un pibe… es un pibe”.
- Era él –le ahorré la triste confirmación-
- Bajé de la formación y cuando hice pie en el terraplén algo interno mío me hizo perder el equilibrio. Fue cuando ví que tenía la cabeza seccionada.


Luego de un accidente ferroviario solo hay desolacion.

Ya no quería oír más. Por eso, lo tomé del brazo (fue la primera vez que lo toqué) y ayudé a incorporarse. "El Hombre de la Mañanita" se puso de pie; en un mismo acto dijo lo que seguidamente relato y se desvaneció.

- Caí bajo el terraplén como hoy ese infeliz, rodé y quedé junto a su cabeza. La cabeza de Ricardito.

El Guarda me ayudó a trasladarlo a la jefatura de la Estación donde le dieron agua fresca. Solamente me decía una y otra vez que soñaba todas las noches con la cabeza de Ricardito, con los ojos abiertos, mirándolo. ¿Por qué no me dejaste ser ferroviario?


Así era la máquina del Hombre de la Mañanita. Con ella soñaba Ricardito y luego aquél terminó siendo la pesadilla de nuestro personaje berreta.

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