martes, 26 de abril de 2011

Bula.

Bula el hechicero de una tribu, ve con malos ojos la injerencia de un médico blanco, quien con sus artes, le está arrebatando su clientela. Tarzan decide mediar, apoyando la medicina del hombre blanco, por lo cual el hechicero conjura un maleficio contra Jane, la novia del famoso hombre-mono. Tal es el argumento central de “Tarzan lucha por su vida”, de 1958 protagonizada por Gordon Scout.


La película que vio mi primo.

En esa referencia cinematográfica insólita debe encontrarse el origen del sobrenombre Bula. En aquellas tardes veraniegas de 1972, mi primo y sus amigos no tenían mejor programa para refugiarse de una lluvia que frustraba un fútbol en las canchitas del barrio, que ir al cine Rex de Haedo.

Las funciones vespertinas incluían películas de monstruos japoneses, de cowboys o, en el mejor de los casos, de Tarzán. Por ventura la excursión podía depararles el encuentro con algunas chicas que se les ocurriera el mismo pasatiempo. Pero, a juzgar por los resultados, nunca pasaba nada, ya que las minas que valían la pena, fueren del Brown o de la Inmaculada, no se iban a fijar en esa sarta de impresentables que constituían mi primo Claudio y sus amigos.

Todos ellos vivían en Haedo Sur, en el sector donde supuestamente estaba radicado “lo mejor del vecindario”. Los mas destacados eran Sergio -Abelarda-, Bruce Lee Ballesteros, el Gordo Vómito y Guillermo, llamado Bula desde la vez que vieron “Tarzán lucha por su vida” por su llamativo parecido con aquel malvado brujo.

Gullermo conjugaba en su persona un cúmulo de atributos que lo distinguían en este peculiar conjunto. Y cuando conozcan a esta jauría seguramente coincidirán en que fue un personaje de colección. La zona de andanzas del grupo se ceñía al corredor Morón-Haedo-Ramos. Cuando fui a vivir al Oeste y todos ingresábamos en la adolescencia, mi incorporación al grupo extendió su accionar a eso que llamábamos “el Centro”, fundamentalmente los cines de la calle Lavalle.

Al conocerlo a Bula ya se había diplomado de freak con todos los honores y bastaba verlo para darse cuenta que todo lo que se había dicho de el era insuficiente para describirlo.

Pero pasemos a describir a algunos de los integrantes de la barra. Abelarda era un sujeto alto y robusto, de poca o casi nula habilidad con el balón, cuya única virtud rescatable era el gusto por la música rock, especialmente el sinfónico que en aquel entonces encarnaban Yes, Zeppelin, el primer Genesis y algo de Queen. Su seudónimo provenía del dragón que domaba ese personaje de Alberto Olmedo –el Mago Ucraniano- en “No toca botón”.

Abelarda tenía una habilidad de dudoso gusto; se jactaba de poseer records de cantidades de unidades de alimentos consumidas. Veinte empanadas, cuarenta huevos duros, equis platos de ravioles, milanesas, etc. Un día, en Banchero Centro pude constatar que no mentía. El solo se comió dos grandes de muzzarella con total naturalidad, desafiando nuestras conversaciones escatológicas para desalentarlo. Y eso que, se jactaba, no estaba compitiendo...


Banchero Centro, lugar de muchas de nuestras andanzas.

Años después, cuando estaba en la Facultad, un compañero que vivía entre Padua e Ituzaingó, contaba tener un amigo que también era famoso en su zona por haberse devorado 27 milanesas. No me acuerdo su apelativo, pero si su aspecto sobrenatural que aprecié al conocerlo, luego del desafío que concertamos mi compañero y yo en nombre de esos fenómenos que sin saberlo estábamos representando, con la premisa de constituirse en el campeón devorador de platos de ravioles de la Zona Oeste.

El desafío concitó a atención de implicados –de Ituzaingó/Padua y de Haedo- como también de circunstantes y curiosos que esa noche observaron a los dos energúmenos devorar en sendas tandas, veinticuatro platos de ravioles con tuco (de la peor calidad) que se servían en el boliche de La Curva.

Confieso que cada tanda de platos aumentaban mis nauseas, sobre todo por la forma antisocial que poseía el invitado, engullendo a dos carrillos bocados sonoramente, ya que seguramente ni sus padres ni en el colegio que supongo asistió, se le informó que los seres humanos mantenemos la boca cerrada en el acto de masticar.

Abelarda, comparado con el ogro paduense, perecía un señorito español. Su técnica se basaba en la velocidad para atrapar los ravioles que uno a uno, acertaba sin desviar su pulso, en el centro exacto de la pasta, con mecánica precisión. La dinámica que imprimía a cada movimiento, instantáneamente me hizo recordar a “Harpo Marx” en “Room service” (aquí se conoció como Servicio de Hotel o “El hotel de los líos”) cuando capturaba una a una las arvejas de un plato, una habilidad circense inigualable.

La escena pantagruélica se completaba con las exclamaciones de las hinchadas de cada titán. El nuestro, Abelarda, debía reprimir los ataques de risa que le afloraban cada vez que contemplaba su amigo Bula. Un raviol adentro, un tic de Bula, un plato terminado, un gesto de asco potenciado por el ya de por si difícil rostro de Bula. Si en aquél entonces hubiera habido las facilidades que hoy existen para filmar cosas, incluso con teléfonos, el evento registrado habría ingresado a la sala de la fama de youtube. Seguramente los gestos de Bula habrían generado las mejores reacciones de hilaridad, superiores a la justa misma.

Al llegar al plato 23, mi amigo y yo, supuestamente los más sensatos del grupo nos miramos con intención de detener la prueba. Primero, por la salud de los dos. Realmente se los veía mal, con una transpiración que intuíamos fría y los ojos desorbitados. En definitiva habíamos sido nosotros los que perpetramos el encuentro bizarro y cualquier incidente que se suscitase encontraría nuestra primitiva responsabilidad. Segundo y si se quiere peor, porque se estaba haciendo tarde y muchos asistentes estaban defeccionando. Como el encuentro se iba a solventar con el aporte de todos, cada ausencia hacía aumentar la cuenta por barba.

Fue por ese motivo que imponiéndome al griterío de todos cuando acababan el plato 23, grité “empate histórico”. Todos respondieron a la consigna e incluso los paduenses, en una actitud magnánima de su parte, intentaron elevar las manos de ambos contendientes como si se tratara de una pelea de Titanes en el Ring. Al principio, el ogro y Abelarda aceptaron el veredicto impuesto por aclamación, pero poco después, el nuestro se reveló y gritó al mozo:

- Ma qué empate histórico… traéme un flan con crema!!!

El segundo personaje destacado era Bruce Lee Ballesteros. Mi primo le había puesto su significativo apelativo por una razón completamente desvinculada con la sana lógica.

Ballesteros era un pibe bastante bien parecido, un par de años menor que nosotros, que se ufanaba de su éxito con las chicas y los sábados infaliblemente concurría a los boliches de Ramos. Alto, de tez muy blanca y pelo crespo renegrido con tendencia a peinarse “a lo afro”, lo recuerdo montado en impecables zapatos de plataformas y un sobretodo negro casi hasta el suelo. Estoy hablando de 1975 pero su look semejaba al e un Robert Smith (The Cure) o el primer Cerati; para que me entiendan, un dark.

Lejos de ser un aficionado a las artes marciales, hipótesis plausible de su apelativo, su andar poco deportivo, revelaba un cierto origen que para nosotros en ese momento y desde lo berretas que éramos, lo asimilaba a una supuesta “aristocracia”. Se decía que el padre era juez, secretario o fiscal de algún juzgado –eso creímos haber escuchado de labios de Bruce Lee- aunque a ciencia cierta pudo haber trabajado en una repartición pública cualquiera, incrementándose luego con la fantasía colectiva la importancia de esa función. En una de esas era ordenanza, chofer o limpiaba los baños, pero todos estábamos convencidos que era un “personaje”.

¿Por qué lo llamábamos Bruce Lee? Porque su única virtud válida consistía en poder pronunciar largas frases con el aire de un profundo eructo. Tanto se había aficionado a esa práctica, que sinceramente no recuerdo su verdadera voz. Las muy pocas veces que tenía algo que decir era con un largo eructo. Incluso, pese a que su limitada inteligencia lo compelía a expresarse con monosílabos, se esmeraba por encadenar conceptos muchas veces inconexos y extenderlos artificialmente al solo efecto de demostrar su enorme capacidad de hablar eructando.


En esa época lo conocíamos como "Kato".

Cuenta la leyenda que una noche, caminando la banda por una avenida Don Bosco todavía de tierra, Abelarda y mi primo intentaban infructuosamente recordar el nombre del protagonista de “Operación Dragón”:

- Ese…el que hacía de Kato en “El avispón verde”…
- Si, el chino que te caga a palos…
- ¿Chino o coreano era?
- ¡Puta! ¿Cómo se llamaba?

Y a unos cinco o seis metros atrás, intentando no arruinar sus pulcros zapatos, Ballesteros saldó la duda:

- Bruuuuuuuuuuuuuuuuussssssss Liiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

Descargó todo el aire aspirado al efecto y potenciado en las miríadas de burbujas que ingirió en casa del Tano “Pinchapoco” (léase Spicciafuoco), cuya madre nos proveía de legítima coca-cola en su mansión de Luzuriaga.


Una esquina del querido barrio de Luzuriaga.

Lo peor de Bruce Lee era su fanatismo antisemita. Como buen ignorante profesaba odio racial y religioso. Y no sabía explicar el motivo de sus deleznables sentimientos. Yo que desde pibe me manifestaba como defensor de las minorías, intentaba rescatarlo de semejante aberración:

- Pero ¿Qué te hicieron? ¿Por qué los odiás tanto si son buena gente y muy sufrida?-. En vano trataba de llamarlo a la reflexión.

Lo único que pudo explicarme provenía del padre, el supuesto juez. Odiaba a los judíos y por eso él también los detestaba.

Pero el colmo de su ignorancia lo experimentamos una noche cuando nos dirigíamos al centro, Para ahorrar unas monedas decidimos bajar del tren en Once e ir caminando por la Avenida Corrientes. Era viernes por la noche y confieso que mis amigos no estaban muy acostumbrados a moverse por lugares alejados del aguerrido Oeste. Ni bien caminamos un par de cuadras fue Bula el que lo vio y dio el aviso de alerta, especialmente dirigido a provocar a Ballesteros:

- ¡Uy Dios! Mira el ñato ese. ¡Eh! ¡Bruce Lee!, ¿que me decís del coso ese?

Se trataba de un judío ortodoxo, con impecable traje negro, sombrero de ala ancha, larga barba y dos trenzas a lo largo de sus orejas. Bruce Lee obró instintivamente como un pointier que avizora a su presa, y dirigido cual rayo cruzó la calle Lavalle y se paró frente al pacífico transeúnte.

Pensé lo peor. Un incidente con intervención policial, la noche en la comisaría, corte de pelo y paliza. En vano todos, menos el bruto de Bula, intentamos evitar un agravio. Pero no fue necesario. Bruce Lee ya estaba lejos de nuestro alcance y miraba fijamente al rabino cara a cara, a pocos centímetros, como midiéndolo para el cabezazo. Sin embargo, no le pegó ni lo insultó. Con una voz alta, clara y sin inflexión eructil le gritó:

- ¡Viva Diooooosssssss!

El destinatario de tan insólito “insulto” bajó la mirada y devolvió el grito con una gentil reverencia. Luego siguió su paso como si nada hubiera sucedido.

Bruce Lee lleno de satisfacción volvió al grupo y con un eructo pausado de tono marcadamente fanfarrón reflexionó:

- ¿Viste como lo basurié al judío ese?

Todos admiraron mi paciencia cuando intentaba explicarle que justo le había resaltado lo que todas las religiones monoteístas tenemos en común.

- Si querías insultarlo le podrías haber gritado “Viva Cristo”, “Viva la Virgen”, “Arriba la Hostia”, etc, pero no viva Dios, ¡animal!

Contrariamente a Bruce Lee el apelativo del Gordo Vómito era tautológico. Este sujeto, que vivía en la calle Alegría de Haedo Sur tenía un don escatológico… vomitaba cuando quería.

Era uno de los ejemplares favoritos de mi primo, que admiraba esa absurda virtud. Siempre me hablaba de él.

- ¿Sabés que Bula es amigo de un pibe que vomita cuando quiere?

Lo hacía sabiendo que hay algo que no tolero. Ver una persona lanzar. Puedo soportar la contemplación de cualquier cosa, en la tele o en la vida real; sangre, gente masacrada, accidentes ferroviarios (en Haedo son muy frecuentes) pero se me revuelve el estómago al ver un ser vivo vomitar sea un gato o un cristiano.

Una tarde nos dirigíamos a Luzuriaga, Bula, Abelarda, mi primo y yo, cuando mi primo divisa al gordo vómito maltratando una pulpo ya desinflada. La reacción fue inmediata. Claudio le suplicó:


Una auténtica pelota Pulpo.

- Gordo, gordo, mostrale a mi primo, vomitá.
- Para, para, dejá que no quiero ver nada de eso…

Y el resto del grupo le alentaba.

- ¡Dale, gordo, dale, vomitá!
- No puedo… no tengo nada en el estómago…
- Dale gordo no seas maricón, ¡vomitá!

Y mucho no se hizo rogar. Una señora estaba regando el jardín y el gordo le pidió la manguera. Se la puso en la boca –calculo- unos tres minutos. Por un momento pensé que estallaría como un globo.

En forma inmediata y automática se colocó en cuatro patas, sobre el césped de la vereda y con un mecánico movimiento de cuello y cabeza, expelió un líquido viscoso de color amarillento. La repentina sensación de asco me provocó una arcada. Recordé en ese instante la broma del Tio Gerardo una tarde en la Recova de Luján:

- Después de la arcada…una lanzada…

El gordo, entusiasmado por el aplauso de la barra y viéndome a mí como estaba, gritó exultante:

- ¡Tengo más, tengo más!
- ¡Otra! ¡Otra! –como en un recital le pedían los otros.

El gordo echó nuevamente la cabeza hacia atrás pero esta vez de pie. Y seguramente inspirado en la joven Regan –Linda Blair- del Exorcista, le apuntó a Bula quien encontrándose contra la pared, empezó a convulsionarse y gritar preso del pánico.

Fue la primera vez que vi Bula con un brote.

Es hora de concentrarnos en nuestro personaje central. ¿Cómo era Bula? Mediana estatura, pelo rubión muy lacio (casi seguro hoy estará pelado), peinado con raya al costado, tez muy blanca que con el sol se vuelve rojiza, ojos claros, nariz prominente…

De movimientos compulsivos, los más llamativos resultan ser sus variados y acompasados tics.

Siempre me pregunté si las personas que tienen muchos tics poseen algún tipo de problema psiquiátrico o son solamente nerviosos. También entró en mis cavilaciones la hipótesis de que les faltó alguna vitamina de esas raras con letras desconocidas como la J o la N que por no haber sido administradas en la edad indicada genera una incontinencia inexplicable de reflejos y movimientos compulsivos.

Un guiño de ojo, una ceja que se eleva, la comisura del labio que mecánicamente se desplaza hacia un costado o el movimiento completo de la cabeza hacia cualquiera de los puntos cardinales.

A Bula seguramente, de comprobarse esta imaginaria relación, le faltó medio abecedario de vitaminas, porque la conjunción de tics que el solo en su persona acumulaba lo llevaba al punto extremo de ser imposible jugar con él un partido de truco.

¡Tenía más señas que cartas! Ancho de espada, siete bravo, el garrote, uno o dos tres, tanto y, al mismo tiempo, ciego, sin cartas…

En algunos momentos que supuestamente eran de tensión, por ejemplo, frente a la eventual llegada del chancho, se le activaban todos los tics y se transformaba en una mezcla de Michael Fox con el inicio de una crisis epiléptica.

Quiero aclararles que por aquél entonces –años 74 y 75- yo desconocía personalmente qué era un ataque de epilepsia. Había visto alguna película o serie de TV donde se representaba una crisis epiléptica, pero nunca había sido testigo de una real. Por eso, en la barra bromeábamos con Bula sugiriéndole que se hiciera ver, no sea cosa que en alg´n boliche, por ejemplo en Crash o Stadium Bailapple de Ramos una mina de 5 o 6 puntos le diera bola y de la emoción se le despertara una epilepsia dormida.

Recuerdo ahora que una tarde, en el Barrio Envión II, me topé por primera vez con este singular hecho. En nuestro Bloque, que tenía seis departamentos, vivía en el primer piso una maestra riojana llamada Carmen, cuarentona largo ella, atractiva para quienes son aficionados a las morochas del interior y que vivía sola y muy reservadamente. Nuestra entrada –departamentos 7 a 12- por impulso de Papá y otro vecino al que llamábamos “El Tachero” por obvias razones, se comportaba como una verdadera comunidad. Una o dos veces por mes nos reuníamos en la terraza para compartir un asado amenizado con folclore. Mi presencia en esas reuniones obedecía a razones menos difíciles de explicar. Una de las vecinas, de esas que suelen confirmar la ilustre “ley del embudo” me fascinaba y sin saber lo que hoy se conoce como “histeriqueo” me miraba con ojos que yo intuía como permisivos. ¡Que bueno hubiera sido ser un “pata de lana”! Sin embargo, cuando en una ocasión la tuve a tiro, muy amablemente me cortó el rostro.


La entrada del bloque 2 del Barrio Parque Envión II. La primera ventana de planta baja que se ve, era mi habitación.

Así que todos nos comportábamos como una gran familia y no resultó sorprendente que una tarde de siesta veraniega Carmen tocara el timbre de nuestro departamento de planta baja para pedir desesperadamente ayuda. Estábamos con Mamá mirando la tele o tomando mate –no recuerdo- y largamos todo en auxilio de nuestra vecina que lloraba desconsoladamente. Al entrar a su departamento en el piso del living había un muchacho joven, unos tres o cuatro años mayor que yo, solo ataviado con su slip con convulsiones similares a las de Shemp Howard pero sin girar y emanando una baba espumosa, con ojos desorbitados.

- Es epiléptico –dijo Carmen-.

Sinceramente no pude hacer mucho salvo tomar mi bicicleta e ir raudamente a por el padre de un amigo del barrio que era médico. Nunca olvidaré el papelón que protagonicé luego de superada la crisis cuando ya distendidos todos, acostado el paciente y remitido el médico, le pregunté a Carmen sin fingida ingenuidad:

- Carmen, ¿es tu hijo?

Bula no era epiléptico. Sufría de alguna secreta y muy curiosa enfermedad que la ciencia todavía no había descubierto. Sus movimientos compulsivos, la forma de gesticular y su permanente comportamiento reactivo –como esperando un golpe o un empujón- lo llevaba a estar siempre hiperkinético. Otro de los apelativos que tenía Bula era “Mosquito”, por una canción de los Doors “No me moleste mosquito, Why don't you go home, No me moleste mosquito, Let me eat my burrito”, dado el carácter molesto del carnaval de tics, ademanes y saltitos que permanentemente daba.

Otro de las características de Bula era su innata capacidad para escupir. Lo hacía permanentemente, incluso en espacios cerrados. Recuerdo a mi Tía Aída pegándole con un diario luego de estampar un esputo de moderado tamaño en la pantalla de una lámpara del living de su casa. Lo hacía instintivamente y realmente no se daba cuenta. Una vez, en el Gran Rex de Haedo, al que íbamos para disfrutar del berreta aire acondicionado y por eso nos sentábamos en la pullman se sintió en el medio de una de terror una voz aguardentosa gritar:

- ¿Quién está escupiendo de arriba y la reputa madre que lo parió?

Había sido Bula, pero sin darse cuenta.

Mi primo, hábil para destacar estas insólitas virtudes de Bula, lo incitaba a establecer las distancias mayores de escupitajos. Con un piolín de dos metros medíamos los tiros de Bula. Cuatro metros. Cuatro metros y medio…

Una mañana en la terraza de mi bloque en Envión, estábamos Bula, mi primo, mi gran amigo Carlitos Gallardo y yo, mirando los ejemplares que pululaban por los pasillos. El Ente, la Baguala, el Conde Agra, Chanchoval, Barbalace, la Vieja Curcuncha, Cuchuflaito, etc. Cada uno de ellos merece un cuento. Ahí nomás, y seguramente por la compulsión de Bula de escupir y escupir, Carlitos arrancó un garzo y sin quererlo lo lanzó dos o tres metros más lejos que nuestro héroe.

Allí mismo, mi Primo organizó la justa. Y no hubo caso, una tras otra vez, los pollos se Carlitos volaban como balas trazantes, mucho más lejos que los de Bula. Los términos de Claudio fueron lapidarios:

- Bula. Lo único que sabía hacer y ya fue superado…

Creo que esa tarde veraniega de Haedo Norte, nuestro protagonista cruzó la Rivadavia sumido en una profunda depresión.

Una tarde en Luzuriaga descubrimos otro punto débil de Bula. ¡Le tenía miedo a la oscuridad! Sucedió una nochecita de invierno en casa del Tano Pinchapoco. La madre nos tenía cariño porque estaba acomplejada con el desvarío de que el hijo –por lo muy pelotudo que era- no tendría amigos. Nosotros nos juntábamos con el Tano por la magnanimidad de la Vieja y por otra razón que después contaré. Siempre que la tarde pintaba aburrida, a alguno se le ocurría…

- ¿Y si vamos a lo del Tano? Seguro la Vieja nos prepara unos sanguchitos.

Y así era. No eran los triples de la Perla de Haedo, pero la Vieja tenía una mano para los sándwiches…

Esa tarde estábamos jugando al TEG, tomando coca helada y especiales de crudo y queso mientras de improviso todo Luzuriaga se quedó sin luz. La reacción de todos fue lógica. El consabido grito UUUEEEE o algo parecido y los pasos apurados de la Madre de Pinchapoco, temerosa que le rompiéramos algo, ya que poseía unos adornos muy finos y una vitrina de cristal.


Todavía se juega al TEG. La película Kamchatka lo hizo famoso.

Fue afortunado que el apagón durara unos pocos segundos. Al volver la luz lo vimos a Bula, arrinconado en el ángulo de la habitación, en posición fetal, con sus dos manos presionándole ojos y orejas temblando de miedo.

Todos rieron, pero a mí me dio un poco de miedo. Es difícil describir la sensación que tuve en ese momento. Antes de este episodio pensaba que Bula era un tipo raro, que incluso presumía o aumentaba sus defectos para hacernos reír. Algo así como una forma de hacerse notar. Pero en realidad, la reacción de esa tardecita fue la de una persona enferma. Y peligrosa…

En realidad la barra de Haedo se mofaba de Bula. Casi permanentemente se transformaba en el centro de atención, por las cosas que hacía, pero también por lo que decía. Se sabía que quería ser contador como el padre, porque era bueno para las matemáticas, que era hincha de River –hecho que en aquellos años era desalentador, ya que no salían campeones desde 1957 y siempre entraban segundos-, que tenía gustos musicales camaleónicos (lo seguía a mi Primo en eso), y que de política no sabía absolutamente nada ni le interesaba.

Muchas veces pegaba alguna palabra ocurrente o destacaba defectos de un desconocido lo que desataba la hilaridad, pero nuestra risa no podía desconectarse de el. Una broma dicha por cualquiera no era tan graciosa si no salía de los labios de Bula. Incluso, cosas que realmente no eran tan jocosas se transformaban en ello, por que de él provenían.

Algunas veces era grosero y acudía a la escatología para vengarse de nuestras recurrentes bromas. Recuerdo una noche muy peculiar, que fuimos todos al Centro y decidimos comer en Banchero. Comimos innumerables pizzas. Bula estaba preocupado porque era de poco comer y como la cuenta la dividiríamos a la romana, estando Abelarda había que compensar tratando de comer lo máximo posible. Para impedir que todos comiéramos, Bula empezó a hacernos reír con pavadas, hablando de cosas espantosas, ejectando flatos, etc. Incluso hacía muecas indescifrables que sumaban voluntariamente movimientos de los músculos faciales a los ya naturales tics instintivos que poseía de fábrica. El resultado lo acercaba a aquél desaparecido actor cómico Ismael Echeverría, el “Bombo Tehuelche”, que hacía muecas y muecas indescifrables como si tuviera una cara de goma o de gomaespuma plástica. Yo no pude seguir comiendo por la risa y por el asco. Abelarda si.


Una cara muy similar a la de Bula: el Bombo Tehuelche.

Pero esa noche nos trajo una sorpresa descomunal y tuvo a Bula nuevamente como protagonista.

Luego de esa agitada noche, volvíamos en el Sarmiento. El tren venía medio vacío pero nuestra costumbre de no sentarnos nos hacía parar en las puertas que trabábamos rigurosamente para eludir aromas indeseables. Bula era un experto traba-puertas. Pero en esa ocasión, para curiosidad de todos, permanecía quieto y callado. Ningún tic. La cabeza tiesa, sin ese característico desplazamiento hacia un lado y otro. Las manos asidas hacia el frente y extendidas, como si imaginarias esposas revelaran su condición de detenido. Incluso, una palidez inquietante.

Bruce Lee Ballesteros intentaba, en vano, recitar bajo el impulso de un único y largo eructo, la frase que escuchábamos en la cancha “Si su piloto no es aguamar, no es impermeable, lo puedo asegurar, su piloto, es impermeable, si es piloto, a-gua-mar”. En algún intento llegaba a “asegurar”, otro “su piló” o, tramposo, llegó a decir “meable”. Salíamos del túnel para Caballito, y en esa andábamos cuando me percaté de la impavidez de Bula. A él le gustaba mucho la habilidad de Bruce Lee que mas arriba comentáramos; por eso me sorprendió que no estuviera a su lado, alentándolo e incitándolo a comprimir o aligerar palabras hasta completar el objetivo.

Recordé la escena en lo del Tano. Años después, muchos años, cuando me enteré que a un pobre muchacho que lo apodaban “Pantriste” lo habían acusado de balear a unos compañeros de colegio, cansado de las cargadas –“ahora se me va a respetar”, dicen que dijo luego de descerrajarle un par de balazos mortales a su ocasional bufón-, me acordé de Bula. Bula debió balearnos varias veces. Y tenía toda la psicología para hacerlo.


A Pantriste se lo lleva la gorra.

Pero esa noche estaba quietito, amurado junto a la puerta del tren que se rehusó a abrir. Mi preocupación llegó al extremo de acercarme y sin jugarle chanza alguna o amagarle un empujón para preguntarle qué le pasaba. Su respuesta fue lacónica.

- Me estoy cagando.

La cara de la que emanó esa contundente frase revelaba un dramatismo sin par. Hace muchísimos años, a mediados de la década del 60, los vagones del Sarmiento, esos trenes japoneses que todavía siguen trasigando las vías del Oeste, poseían un rudimentario baño. Se trataba de un compartimiento al comienzo del vagón, con una peligrosísima letrina que sin ningún tipo de mediación física o química, permitía que los seres humanos evacuaran aguas menores y mayores en cualquier punto del trayecto. La única restricción a este antihigiénico procedimiento era, bueno es recordarlo, no utilizar el baño en las estaciones.

Algún memorioso recordará que en el fondo del tenebroso agujero, podían verse los inocentes durmientes y las piedras que niños de todos los confines ferroviarios alguna vez utilizamos en nuestras recurrentes rencillas barriales. Circularon varias anécdotas que como leyendas urbanas intentaban justificar la razón de la clausura de aquellos baños del eléctrico. Que en los baños viajaban los colados. Que no se respetaba la prohibición de defecar en las estaciones. La peor –confirmada por el Hombre de la Mañanita- era que un individuo al frenar bruscamente la formación, trastabilló y atascó una de sus piernas en la letrina y al caer al fondo el golpeteo de los durmientes le seccionó su pie.

El caso es que esa noche Bula tenía una opción muy desgraciada. Bajarse en Flores o cualquier estación intermedia para aventurarse a algún bar perdiendo luego entre 45 minutos y una hora para volver a tomar otro tren, por un lado, o –por el otro- aguantarse hasta Haedo.

La desventura de Bula fue inmediatamente atisbada por la barra. Mi primo, con esa risa burlona que siempre lo caracterizó, intentó profetizar:

- ¡Eh Bula! ¡A ver si te cagás encima!

Todos rieron. Bruce Lee, en perfecta voz eructil ensayó muy claramente:

- Tiráte un lance. Por ahí es un pedo.

Pero Bula no contestaba. De vez en cuando apretaba muy fuerte los ojos, como si estuviera por recibir un cachetazo del Padre, de esos que uno cuando es pibe se tiene que aguantar sin chitar. Lo que sorprendía era verlo quietito. Ni un solo tic. Las manos sudorosas.

Así llegamos a Flores y le dije:

- Aguantá Bula. Solo faltan Floresta, Vélez Sársfield, Villa Luro, Liniers, Ciudadela y Ramos.

Era algo que sabía perfectamente. E incluso lo puso peor, ya que denotaba la gran distancia que separaba su infausta situación del momento esperado de aliviarla.

Cuando llegamos a Villa Luro sus labios finitos permitieron que un hilo de voz me confesara:

- No doy más. No puedo aguantar más.

Allí, quien sabe si para consolarlo o para precipitar un drama cuyo mal final todos presentíamos, lo persuadí para algo que resultó ser una pésima idea.

- Bula, vamos al vagón del medio. Cuando lleguemos a Haedo bajás al túnel y estás bien cerca de la pizzería. Ahí le decís al Viejo que querés pasar al baño y punto.

Y así pasó Liniers, Ciudadela y Ramos. Cada estación yo le repetía la sentencia. Y de ese modo, subía su ansiedad. Los otros pibes nos miraban con los ojos vidriosos de una risa contenida.

- Ya falta poco, ya falta poco –aventuré a decir cuando una luna llena permitía ver el dibujo del Instituto de Haedo-

Los consabidos golpes del cambio de vías indicaban que llegábamos a Fasola. Bula se sobresaltó, realmente había efectuado un esfuerzo sobrehumano. De pronto, todos los tics se le activaron, como si se tratara de un muñeco mecánico al que le colocan pilas nuevas giró 90º y colocó sus dos manos en el vidrio de la puerta.

- ¡Tranquilo Bula! ¡No corrás! –atiné a decirle-.

Pero fue en vano. Al abrirse las puertas Bula tomó un torpe envión, como si estuviera en una largada de carrera de embolsados, y al enfilar para el túnel que, según mis exactos cálculos estaba justo frente a nuestra puerta, se quedó quieto emulando las víctimas del rayo del Capitán Frío. Había aguantado estoicamente 35 minutos de viaje y sus impulsivos movimientos finales precipitó el peor final.


El verdadero Capitán Frío.

- Me cagué –confesó ingenuamente-

A partir de allí fue un verdadero carnaval. Por la Av. Rivadavia todos caminábamos una vereda atrás del atribulado Bula tapándonos la nariz.

Así fue que mi idea sobre Bula quedó completada. Seguro que era un verdadero psicópata, capaz de reaccionar violentamente ante cualquier contrariedad. No era normal que un ser humano soportara las tremendas cargadas que le propinábamos. Un día iba a estallar y eso necesariamente sucedería de un momento a otro.

A punto estuvo de suceder aquello, una tarde –otra vez- en lo del Tano Pinchapoco. Este sujeto poseía algo que ejercía sobre nosotros una enorme fascinación. El abuelo había sido ferroviario, como muchas familias de Haedo y Villa Luzuriaga. Pero además a lo largo de su extensa vida había constituido una maravillosa colección de trencitos de juguete, de todas las clases imaginables. Trenes de Europa, EEUU, antiguos, modernos, a vapor con carbonera, eléctricos, etc. Hasta tenía una formación de Ferrocarriles Argentinos, con la diesel roja y amarilla y los vagones marrones. Atrás, el alcahuete pintado de naranja.

El abuelo de Pinchapoco albergaba tamaño tesoro en una habitación destinada al efecto, con un extenso entramado de vías ferroviarias, montañas, ciudades, túneles, puentes, estaciones, pasos a nivel, guardabarreras, etc. Y las formaciones se guardaban en unos muebles con cajones. Cada cajón con vías donde se albergaba ya formado cada tren. Nunca he vuelto a ver nada igual.

El día de la reacción final que confirmó mi diagnóstico sobre la extrema peligrosidad de Bula tuvo lugar en ese emblemático lugar, la casa de Luzuriaga.

Todo, como en una obra teatral berreta, se fue conjugando de modo tal que el desenlace de nuestra maniobra cuasidolosa nos conduciría inexorablemente al Instituto o, en el mejor de los casos, a la Comisaría de Haedo. Un hecho de sangre, un daño, denuncia por escándalo, llamado de ambulancia por ataque cardíaco, brote epiléptico, etc. La imputación sería abierta. Se nos iría la mano, seguro. Sin embargo, el hecho despertaba en nosotros un morbo que se nos presentaba irresistible.

¿Cómo reaccionaría Bula ante la aparición de un espíritu burlón? Era la época de la película “El Exorcista”, ya citada anteriormente. Como recordamos, el drama comienza cuando Regan juega al huija en soledad y despierta un espíritu maligno que desencadena la malvada posesión. La preparación de la broma a Bula se inspiró en la película, y en el hecho de que nuestro héroe nos confesó que no pudo soportar su argumento y se retiró del cine muy conmovido.


Una inolvidable película que Bula no pudo terminar de ver.

En lo de Pinchapoco además de nosotros había otros chicos y chicas. En algún momento de la tarde y de un modo subrepticio –nosotros no podíamos ser “los de la idea”-, Abelarda propuso:

- ¿Y si jugamos a la copita?

Las chicas se prendieron inmediatamente. Laura, una piba de San Justo que a todos nos gustaba, se encargó de preparar las letras y números. Pinchapoco le pidió a la madre una copita azulada que el viejo utilizaba para clavarse su ginebra diaria por prescripción médica y antes de irse a dormir. Claudio y yo mirábamos a Bula que permanecía indiferente a toda esa preparación.

Llegó el momento inicial. Y como no podía ser de otro modo, los encargados de mover el enigmático adminículo que satisfaría las inquietudes de la concurrencia, seríamos mi primo y yo discretamente autopostulados al efecto.

Al principio hicimos deslizar la copa de un lado hacia otro, formando imaginarios ochos sin tocar letra alguna. El vidrio de la mesa aseado hasta el cansancio por una Sra. Pinchapoco fanática de la limpieza y la carga energética de esa copa tan trasigada por el padre, se me imaginaba en el momento, producían ese lógico efecto. Alguno de los presentes que creía firmemente en la veracidad del procedimiento, indicó:

- Ustedes dos no sirven porque lo están tomando en joda.

Tenía razón. Con mi primo habíamos planeado no mirarnos porque al primer cruce estallaría una mutua carcajada. Pero lo de la copa enloquecida era cierto. Se movía por el plano sin escribir nada. Ese es su recorrido lógico, no escribir nada, claro está. Fue necesaria la advertencia del espectador para que, como una orden invisible, sendos índices rompieran toda resistencia sobre natural para dirigir la copa a las letras consabidas.

- ¡Ge! –gritaron todos cuando los dos mandamos a ese destino a la copa.
- U –otra letra.
- I –y atronó Bruce Lee una larga i con su peculiar forma de comunicarse.

Hasta ese momento, ya fuera porque estábamos evitando vernos, ya porque queríamos proporcionarle cierta solemnidad al juego, habíamos llevado la copa muy despacio hasta las tres iniciales letras.

Luego recordé que siempre hay un tarado que le pregunta el nombre al supuesto espíritu y, suponiendo que ello disminuiría el efecto de nuestra broma aceleré los movimientos de un modo firme y decidido. Mi primo captó mi intención y como perfecto colega de reparto me acompañó en la riesgosa función.

- Ele, ele, e, erre, eme, o… ¡Guillermo! –taladró mi tímpano derecho Noemí, la mejor amiga de Pinchapoco, una chica de Atalaya mas fea que vomitar haciendo la plancha-.
- Guillermo –replicaron todos y esta vez se destacó el timbre de voz de Abelardo, confabulado en la broma.

Allí, y ayudado por el fantasmagórico efecto que causaba la luz de una Tiffany original que pendía sobre la mesa y la rueda de asistentes, como un espectro afloró entre sendos hombros de atentos testigos, un rostro demudado de Bula.

Para impedir una intervención que quebrara su hechizo acuciado por el anuncio inesperado de su nombre, intervine con fingida solemnidad.

- ¡Un momento! ¡No griten, carajo, que se detiene la copita!

Muy suavecito se le escapó a mi primo una exhalación aguda al ahogar una carcajada que nos delataría.

Los ojos de Bula se clavaron en la copa, como intentando descubrir el fraude que con pericia estábamos perpetrando. Fue inútil. Nuestros dedos se apoyaban sutilmente en el borde del pedestal de la copa, cuya concavidad impedía ver que en realidad la dirigían nuestras yemas, causándose un efecto en el centro que parecía no tocarla ni encauzarla.

En aquél entonces yo no usaba anteojos, y con la parte superior de mi campo visual contemplaba las reacciones de nuestra víctima. Como en esas secuencias de “Enciclopedia en TV” donde se mostraba cómo se abría una flor o se producía el atardecer cuadro por cuadro, la cara de Bula iba pasando de su mueca habitual de papanatas a la más acabada significación gestual del pánico.

- ¡Hache!
- ¡O!
- ¡Y griega!... ¡Hoy!

Todo estaba en su lugar, como la escena crucial de Carrie, magistral encuentro de Brian de Palma y Stephen King. Bruce Lee había tomado posición junto a la llave de luz para apagarla al completarse la tercera palabra. Ya se perfilaba Abelardo tras la figura de Bula, con una cara de Peter Loore presto a tomarlo del cuello con el cinturón que sigilosamente se había sacado, en el momento indicado.


Urdimos entre todos una escena digna de Carrie.

- ¡Eme! Guillermo hoy mmmmm… -dijo Vómito y casi arruina la joda-.

Fuerte sentí la patada de mi primo. Había que cerrar ya, antes de la reacción de cualquiera.

- O, erre, i…

La vocecita de Laura completó la frase:

- ¡Guillermo, hoy morís!

A partir de allí se desató un pandemonium. Todo mezclado. La oscuridad. Un fuerte grito de Bula difícil de describir. Sillas cayéndose y uno o dos vasos rotos. La carcajada nuestra, estridente por lo contenida. Un aullido de dolor exhalado por Abelarda. El atronador e interminable mooooooooooooooooriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiissssssssssssssssssssss de Bruce Lee, eructo patrocinado por Coca-Cola. Faltó sólo que el Gordo vomitara para completar un panorama desastroso.

Cuando hubo terminado esa exhalación estomacal que, a la postre, se impuso sobre todos los ruidos en su extensión y gravedad, y aparentemente Abelarda –golpeado por Bula- había retirado el cinto del fingidamente condenado, se escuchó un grito desgarrador:

- ¡Prendé la luz o rompo todo!

Allí irrumpió la pobrecita dueña de casa quien apenas pudo balbucear lo inevitable:

- ¡Pero chicos! ¿Qué pasó?

Ballesteros prendió la luz y, tan ubicuo como ladino, desapareció de la escena. Alcancé a escuchar que desde afuera intentaba decir algo en su idioma bizarro. Al retornar la visual todo parecía casi normal, con una única salvedad. Bula tenía en sus manos una enorme fuente de cristal de murano con la que amenazaba destrozar el cristalero de la casa.

Al verse ridiculizado frente a todos, intentó recomponerse e, instado por una lógica batería de tics que se desencadenaron ni bien quiso relajarse, produjo un movimiento convulsivo de tal entidad que prontamente repercutió en sus brazos. Estos perdieron fuerza y de un modo inexplicable se le escurrió el vistoso centro de mesa al piso estallando en mil pedazos.

No pudimos volver jamás a lo de Pinchapoco. Perdimos para siempre los sanguchitos y la coca que nos preparaba la vieja y nunca más volvimos a ver a esas deliciosas morochitas de San Justo, Constructora y aledaños que tan tiernamente solían tratarnos.

Lo más injusto de todo esto es que le echábamos la culpa a Bula de esta desgracia.

El tiempo fue pasando y ya no nos veíamos con la frecuencia de cuando todavía cargábamos a cuestas con nuestra adolescencia. Muchos de nosotros empezamos la facultad y todos (porque todos habíamos sido criados así), todos trabajábamos.

Bula estudiaba Económicas. Las conversaciones se habían vuelto un poco más formales. Qué estábamos estudiando. Cómo eran los profesores. Estaban buenas las minas de la facultad. Yo, por ejemplo, trabajaba, estudiaba y militaba en una peligrosa clandestinidad.

Muy poco tiempo y menos ganas de diversión, teníamos en ese año 1976 para repetir las locuras que he contado. La sociedad entró en un cono de tristeza difícil de explicar. O al menos yo tenía esa percepción, que estaba metido en un lugar que me permitía tener una visión distinta a la del resto.

Pero Bula seguía siendo algo especial. Cada vez que lo veíamos se nos encendía algo. Era imposible no cargarlo, no reírse de alguna de sus pavadas. Incluso, a mi personalmente, me servía de terapia ante tanto momento jodido que estábamos atravesando, ¡volver a la época de nuestras bromas!

Fue así que de vez en cuando íbamos a comer una pizza o juntarnos para escuchar música y recordar las cosas que hacíamos de pibes. En esa andábamos, cuando nuevamente surgió la idea de hacerle una joda importante, tal vez la postrera.

Bula vivía en la calle Emilio Castro entre Murias y Constitución, pleno Haedo Sur. La calle Murias sale justo a la llamada “curva de Haedo”, un recodo que se forma en la Av. Rivadavia entre la Estación del eléctrico y la vía que va a La Plata. Pero Murias curiosamente es en la cuadra inicial, una calle sin salida. Recién renace pasando Emilio Castro para transformarse, luego de cruzar Don Bosco en la querida calle Cuba de Villa Luzuriaga. Viene a cuento esta larga descripción cartográfica para entender la magnitud de esta nueva broma que les contaré.

Para ir a su domicilio Bula tenía dos caminos. Bajar del tren, ir hasta el fin del andén, pasar por la curva , bordear la vía a San Justo por Remedios Escalada de San Martín y doblar luego por Emilio Castro hasta su casa, lo que significaba caminar una extensión de casi cinco cuadras o, cortar camino. La cortada Murias desembocaba al fondo en un terreno baldío con salida hacia Castro, por lo que atravesando los matorrales de esa propiedad abandonada llegaba a su casa caminando una cuadra y media.


En este mapa se ve la cortada Murias.

Una de las charlas “formales” que tuvimos fue precisamente esa. Bula nos contó que llegaba como a las diez y media de la noche a su casa y “cortaba camino” por el baldío del fondo de la calle Murias. Ahora mismo constato en el google maps que en el lugar hay dos hermosas propiedades con sendos frentes hacia el “cul de sac” de la calle Murias hacia el norte y hacia Emilio Castro con vista al sur. Es decir que en ese entonces, eran dos terrenos.

Casi instintivamente y por una deformación que me provocaba la militancia, le pregunté si no tenía miedo de atravesar a esa hora los dos baldíos. En realidad “mi miedo” no era a algún “chorro” o “patotero” que se emboscara en el lugar para robar o violar una chica. En esos tiempos si pasaba alguna patrulla militar (o patota de algún “grupo de tareas”) y te veía entrar a un baldío podía presuponer que estabas en algo raro y te podían detener.

Pero Bula no tenía la más mínima idea de lo que estaba sucediendo y le parecía normal adentrarse a esos tenebrosos parajes con tal de ahorrarse unos míseros minutos y poder comer y acostarse para la jornada venidera.

Así fue como se fue urdiendo la idea. Claudio y yo nos emboscaríamos en el terreno de la calle Murias y esperaríamos a Bula para que, disfrazados con unos trapos blancos, nos hiciéramos pasar por fantasmas. De solo pensarlo nos agarraba un ataque de risas, de esos que te empieza a doler todo, la cara y la panza, aflojándosete las piernas, hasta el grado de sentirte mal.

- ¿Te imaginás la cara de Bula?
- Jajajaja. Con lo supersticioso que es… tiene que ser un día de luna llena así nos ve bien.

Mientras nos reíamos internamente me imaginaba qué podía llegar a decirle al milico que nos sorprendiera disfrazados de fantasmas en una ciudad como Haedo, rodeada de destacamentos y bases militares, en plena noche, como dos verdaderos boludos.

Así fue como paso a paso la idea fue tomando forma. Nos robamos sábanas viejas de casa. La mía la usaba Mamá para planchar y durante años estuvo preguntando qué había sucedido con ella. Le abrí dos agujeros para los ojos y con una piola me la ceñía en el cuello. Así me veía en el espejo agitando las manos al compás de un sonoro buuuuuu.

En aquellos tiempos no existían los disfraces y máscaras de terror que ahora usan los pibes para Halloween. El 31 de octubre pasado en mi barrio cerrado me golpearon la puerta cuatro nenitas disfrazadas de brujas.

- Dulce o truco –me gritaron.

Yo, que no sabía de que se trataba el asunto, recordé la saga de Michael Myers y les di unos sugus rasposos. Pensándolo bien, la sábana esa era tétrica, pero para Bula seguro era aterradora. Yo hubiera preferido un disfraz del siniestro Barnabás Collins, héroe de “Sombras tenebrosas”, un programa que se pasaba en canal 9 a las doce de la noche. Pero, como dije antes, estábamos en 1976. Para disfrazarse había que pedir permiso en la comisaría.


El gran Barnabás Collins.

El día que habíamos escogido era un viernes. Bula salía de la facultad a las 22 y llegaba a Haedo en el tren de las 22:50. Caminando desde la estación hasta el baldío de la calle Murias tardaría aproximadamente unos cinco minutos. Nosotros, para mayor seguridad nos convocamos diez minutos antes de su paso. Sacamos las sábanas y una vez disfrazados de fantasmas nos emboscamos en sendos arbustos que enmarcaban el sendero que Bula y otros vecinos de Haedo habían formado a lo largo de los años.

La noche estaba clara y muy fría. Yo pensaba, siempre paranoico, qué sucedería si en lugar de Bula apostaría a pasar algún policía o milico que viviera en Emilio Castro y tuviera la costumbre de pasar por el sendero. ¿Cómo se explicaría en mi “ámbito” haber caído por tamaña boludez? ¿O si Bula viniera con otras personas? En cualquier caso la consigna sería levantar la operación y escondernos.

Pero las circunstancias fueron perfectas para la joda. Como un relojito, a las once menos cinco apareció Bula portando en su brazo una carpeta con las cosas de la facultad. Venía caminando por el sendero con una placidez indescriptible, incluso mirando la noche estrellada que invitaba a cualquier cosa menos estar en ese lugar frío y húmedo todo embarrado. La claridad lunar era tal que podía ver con nitidez los ojos de mi primo e, incluso, adivinar que estaba conteniendo una carcajada como yo. Desde ese momento nuestras miradas se activarían y cuando uno saltara con la burla el otro acometería a Bula desde atrás.

Sin embargo algo indescriptible pasó. Los ojos de los dos se fueron apagando y cuando mirábamos a nuestra víctima que se encaminaba al momento crucial una fuerza interior nos impulsó silenciosamente a quedarnos quietos.

Bula pasó entre los dos y nunca supo que habíamos estado allí. Incluso, unos pasos más adelante, sabiéndose solo, descerrajó un sonoro flato que tampoco nos hizo reír, tan asolados quedamos ambos por la pasividad y el fracaso de la joda.

Unos minutos después nos incorporamos y sin mediar palabra alguna nos despojamos de los inútiles disfraces. Lo único que atinamos a decir fue…

- ¡Pobre Bula!

No hubo falta de coordinación. No es que se presentó un malentendido que implicaba que uno esperaba que el otro comience el asalto y el otro pensara lo inverso. Fue totalmente conciente la omisión. Como si una fuerza poderosa y sobrenatural nos hubiera impuesto el deber de no cometer tamaño improperio. Mi primo y yo sabíamos que un exceso en la joda podía haber activado una reacción impredecible.

- Tenés razón. Mirá si se nos moría ahí mismo.

Y con el frío de la noche y las horas restadas al apacible encanto de mirar TV o leer un libro calentito en casa, nos fuimos cada uno por su lado. ¿Habrá sido que tomamos conciencia de que habíamos crecido?

¿Qué fue de la vida de Bula? Nunca más lo vi. Supe que se había recibido de contador, casado y que tenía una nena. Es decir se había hundido en el pozo ciego de la normalidad. Tal vez hasta haya perdido sus tics.

Para recordarlo como realmente era y sumergirme en aquellos años berretas, hice una cosa muy sencilla. En el video de Córdoba y Mario Bravo compré “Tarzán lucha por su vida”.

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