viernes, 16 de diciembre de 2011

Los Beetles.

El Hallicrafter lucía renovado. Papá había conseguido un maravilloso adminículo que por módicos $200 moneda nacional, supuestamente transformaba un televisor blanco y negro en uno de color.

En 1964 muchos porteños todavía no salían del asombro de ver, a través de esa caja de madera y en casa el rostro de los queridos artistas de la radio, películas yanquis dobladas por boricuas y mejicanos o entretenerse con series tales como “Los Jinetes de Mackenzie”, “Lassie” o “Nick Charles detective”. Sin embargo, algunos ya querían tener una televisión a color.

En realidad, nadie del barrio había visto una pero cuando íbamos al cine “Sol de Mayo” y veíamos las mismas propagandas de la tele pero en color se encendía un plus en nuestra imaginación y su aura de belleza las transformaba, acercándolas a la excelsitud.



El mítico cine "Sol de Mayo" de Nazca y Jonte. Había que levantar los pies para dejar pasar las ratas.


Por eso, cuando Papá llegó a casa con ese desconocido dispositivo que nos permitiría ver a Pepe Biondi en colores se me agitó el corazón como ahora, al recordarlo. Hubo que esperar la larga ceremonia en que se despojara de su uniforme de oficinista para que, haciendo crecer mi expectativa, se dirigiera hacia la pieza donde se produciría la milagrosa transformación.

Para romper el hielo, ya que nunca hablábamos de cosas del colegio, le conté la novedad que convulsionaba la crónica diaria.

- Papá ¿sabés quienes vienen a la Argentina? ¡Los Beatles! John, Paul, George y Ringo.

El, como la casi totalidad de su generación, detestaba “la nueva ola”. Y eso que era un hombre joven en 1964. ¡Tan solo tenía 38 años! Pero pertenecía a otra generación musical, la del Tango. Fanático de Pichuco, Pugliese y Piazzolla, veía en esa “runfla de melenudos” un deslizamiento colectivo hacia la pérdida de identidad nacional, cultural y, aunque no lo decía expresamente, varonil.

- ¿Los Beatles? ¿Acá en la Argentina? ¿Estás seguro?

En ese requerimiento privaba el sentido común más que la información. Sabía perfectamente que la Argentina era un lugar que seguramente esos músicos no conocían, ni siquiera sospechaban que existía...

- ¡Sí Papá! Van a estar este sábado en Canal Nueve. Los trae Romay.
- ¿Romay? ¡Ese es un charlatán!
- Lo dijo el otro día y está en la propaganda del Nueve. Vienen los Beatles y tocan en Sábados Continuados.
- No puede ser. No puede ser. ¿Sabés lo que cobran estos tipos? Mirá que van a venir acá… a Canal 9.



Alejandro Romay: "El zar de la televisión argentina".


Mientras reía y meneaba su cabeza, Papá terminó de abrir el paquete donde traía la novedad y parte de la intriga comenzó a develarse.

- Traéme la cinta styco y la tijera buena.

Nuestro televisor lo había comprado Papá en Casa América allá por el año 1959 con muchísimo sacrificio. Gabinete de madera lustrada, fondo de baquelita y el frente con un vidrio que preservaba “el tubo”, es decir, el cerebro y corazón del aparato. En el extremo superior derecho se encontraba el selector de canales, el “fino” o sintonizador para aclarar la visión, y cuatro botones más abajo: brillo, contraste, horizontal y vertical.

- ¿Cómo se transforma la tele en una “a color”? –pregunté-.
- Adhiriendo este celuloide al vidrio frontal –respondió Papá-.

En ese momento, el misterio debió transformarse en decepción. Pero yo era muy chico aún. Y estábamos en los sesenta. Muy pocas de las maravillas que hoy tenemos y que han dejado de asombrarnos, existían todavía.

Aquellos eran los años de la inocencia. Si Papá afirmaba que ese celuloide tricolor iba a transformar la tele, seguro que así sería.

Del mismo modo, y contrastando ese momento con otros que vendrían después, donde lógicamente los hijos empezamos a cuestionar lo que dicen y hacen nuestros padres, Papá disfrutaba esa mutua ingenuidad: la propia, porque aún sabiendo que ese trozo de plástico no iba a sortear 25 años de atraso tecnológico igual lo compró, y la mía, por creer en ese milagro imposible.

El celuloide tenía los colores azul arriba, uno entre amarillo, naranja o rojo en el medio y el verde abajo.

Una vez adherido al vidrio de la tele, la policromía quedó fijada estáticamente. Para que la realidad se correspondiera con la caprichosa atribución pictórica, la imagen debía ser -única y exclusivamente- un atardecer sobre el horizonte. El cielo azul, la tierra verde y entre esos dos espacios un ámbito tornasolado, irreal, inexistente del poniente.

El resto de los programas quedaron notablemente distorsionados. La cara del locutor de canal once, Armando Repetto en “El Reporter Esso” azul, roja y verde no resistía el más mínimo análisis. Tampoco se veía con algún sentido Pepe Curdeles, abogado jurisconsulto y manyapapeles entre tambaleantes movimientos, pasando del verde al rojo sin solución de continuidad. ¡Nadie tiene un traje con esos colores! Mucho menos un letrado que aún beodo, argumenta ante un tribunal de justicia.



Pepe Curdeles en acción. En Tribunales hay varios...


La única serie que se adaptaba moderadamente al nuevo entorno era “Imperio del Oeste” que siempre se desenvolvía en el ámbito rural y al aire libre.

A mamá los colores la mareaban. Su pensamiento racional la llevaba a rechazar la precaria instalación.

Pero mis cavilaciones por aquellos días pasaban por otro lugar. La llegada de los Cuatro de Liverpool.

Como en casi todas las cosas a esa edad y salvo mi sanlorencismo de nacimiento, muchos de mis gustos, aficiones y preferencias se debieron a la prédica y ejemplo de mis primos Randolfo y Norberto. Pero en materia musical, mi mentor era Norberto.

El fue el primero del barrio en tener el primer simple. Love Me Do. Y solo por eso yo lo consideraba un experto.

Una de las cosas que los grandes odiaban más de los Beatles era el estado de histeria generalizada que provocaba en las mujeres. Gritaban permanentemente tomándose la cabeza, tapándose la boca o arrojándose al suelo. A mí me gustaban esas mujeres con peinados globo, cortas faldas y ojos bien pintados, totalmente descontroladas.

Sinceramente, no podía disociar esa belleza colectiva de la música de los cuatro, su entonación perfecta y los movimientos coordinados y espasmódicos cuando ejecutaban los temas bajo la cortina de un grito agudo e interminable proferido por miles y miles de circunstantes femeninos.

Los Beatles eran precisamente eso. Música y gritos. Una estética de rebeldía que venía desde muy lejos. Gritos y canciones, expresados en un idioma que no entendíamos pero –para despertar el desagrado de nuestros mayores- se transformaba en algo deseable, tan prohibido como exquisito.

Por eso, estaba yo tan expectante por ver cómo llegaban al País los adalides de nuestra rebeldía. Papá ironizó.

- No te das cuenta que dicen que el avión llega al Aeroparque. Si vinieran de Londres tendrían que arribar a Ezeiza.

Era algo muy sutil para que fuera razonado por un niño ilusionado.

Todo empezó el viernes con el arribo de nuestros ídolos. Al día siguiente, iban a estar en el programa de Antonio Carrizo. Romay no quería dejar nada librado al azar y su meta –obviamente- era tener a la mayor cantidad de público pendiente de la pantalla de su canal.



Antonio Carrizo conducía "Sábados Continuados". Aquí con el gran Jorge Luis Borges.


En todas las tandas publicitarias, con fotos de los cuatro, pero especialmente de Paul, atronaba la voz del propio Romay:

- Exclusivo por Canal 9. Looooooossss Bítllllllleeeesss -dicho así, como suena, acentuando bien la i.
- ¿Ves? ¡Ves que es cierto! Vienen nomás!

Pero Papá multiplicaba su escepticismo:

- Es mentira. Una burda mentira. Esta gente tendría que ir presa por jugar así con el público.

Lo que para mi ya era una duda, para él era una certeza. Estaba seguro de que tendría razón. Y no se despegó de la tele para constatarlo.

En el aeroparque de Buenos Aires comenzó una conexión "desde exteriores". Allí, y sin que nadie la convocare, una multitud se hizo presente. En aquél entonces podía despedirse a los viajeros desde la terraza del aeropuerto, donde varios cientos de fans agitaban banderas, pancartas, pañuelos y arrojaban papelitos.

El griterío de las chicas tapaba la voz del movilero. Calculo que a esa altura de la trasmisión, Romay ya había adquirido la cabal conciencia de lo que sucedería si efectivamente Papá tenía razón.

Yo creo que lo que lleva a cuestionar la sabiduría de los padres en determinada época de la vida es esa suerte de imposición jerárquica que a uno le hacen sentir cuando es chico. Ese “¡viste que tenía razón!” que suena como una puñalada.

Y fueron precisamente esas cuatro palabras las que pronunció Papá cuando de un avión de Pluna bajaron los que se suponía eran los Beatles. En ese momento crucial, el animador seguramente instruido por los responsables de la trasmisión, cambió el eje discursivo e imponiéndose al agudo grito de los asistentes dijo:

- Señoras y señores, acaban de arribar a Buenos Aires los Beetles Americanos.



Los cuatro impostores. Hasta llegaron a editar un disco...


Demudado, observo la cara de cuatro sujetos de pelo negro largo que sin ninguna duda no eran John, Paul, George o Ringo. Los cuatro -que no eran de Liverpool sino del Liverpool de Montevideo- miraban a una multitud que rompiendo las vallas de seguridad se abalanzó sobre ellos, pero no con el propósito de pedirles autógrafos y besarlos sino, lisa y llanamente, para lincharlos.

Lo grotesco de la situación era ver los forcejeos en la pantalla multicolor de mi tele. Las espaldas rojas y verdes de las chicas impunemente defraudadas. Una pancarta azul intentando impactar en uno de los uruguayos impostores. Y como última toma la abrupta aparición de la señal de trasmisión del canal azul, roja y verde.

Luego vino una larga perorata de Papá sobre lo que es cierto e incierto, falso y verdadero, posible o imposible, caro o barato, etc., planteado en términos tan antagónicos y dialécticos como el blanco y negro del televisor que él mismo se había encargado de negar con ese burdo celuloide de 200 pesos.

Triste, porque es feo cerciorarse de que uno ha sido engañado, atiné a refugiarme en la compañía de mi primo Norber. El se encontraba, en la calle jugando al fútbol con su amigo Richard, ajeno a los acontecimientos que provocaban mi pesar.



El único "Liverpool que pudieron haber conocido esos sátrapas.


Al verme tan acongojado, suspendió una volea que la trayectoria de la pulpo le exigía realizar y con tono de preocupación inquirió:

- ¿Qué pasa Ale? ¿Algo malo?
- ¡Cómo! ¿No te enteraste? ¡Los que vinieron no eran los Beatles!

Mi queja, ingenua y sentida, pronunciada en el límite del llanto, obró como teatral pie para que detonara su carcajada. Su risa no me dolió. Era (y es) una de las risas mas familiares de mi vida, esas que uno tiene impresas en la huella auditiva. Contagiosa, juvenil, carente de maldad.

- ¿Pero no te habías dado cuenta? ¿Cómo iban a venir los Beatles? Acá, ¿a la Argentina?

Había repetido lo mismo que sostenía Papá; pero el tono era distinto.

Tras cartón, me tomó del brazo y me dijo.

- Vení, vení que tengo algo para vos...

Y entramos juntos a su casa de El Peregrino 3115, pero con una peculiaridad: siempre se ingresaba por un patio trasero techado y convertido en cocina-comedor, pero ese día, para mi perplejidad, entramos por la puerta principal y, luego, a la sala más importante, el living, donde lucía un enorme gobelino cuyo paisaje ahora mismo podría describir. Allí estaba el combinado Ranser. Norber, compungido seguramente por haberse reído de mi supuesta desgracia, había escogido ese lugar para decirme algo.

Para mí, estar en ese sitio vedado para los chicos y frente al aparato que solo se utilizaba en ocasiones muy contadas como fiestas o reuniones familiares, poseía una significación sacramental. Estábamos casi en penumbras, ya que las ventanas y puertas del living estaban cerradas y solo una tenue claridad se filtraba por los pliegues de las celosías. Abrió la tapa del combinado y, con extremo cuidado, lo encendió en el modo tocadiscos. Extrajo un simple de los Beatles.

Era, como se imaginarán, Love Me Do, con la cobertura original de los cuatro de traje y corbata, muy serios mirando al espectador.



Cuando los escucho pienso en mi primo Norber.


Como en una ceremonia Norber ensartó el disco en el pick up, activó el automático y, con moderado volumen, quebró ese silencio ritual la armónica de John.

- Love, love me do.
- You know I love you.
- I'll always be true.
- So please, love me do.
- Whoa, love me do.

Los ojos de ambos se entrecruzaron y la melodía nos impulsó a ensayar un tenue meneo que como si fuéramos uno el espejo del otro, activó la sonrisa compartida.

Concluyó la ofrenda con una sentencia que a esa altura constituía una obviedad:

- ¡Estos son los Beatles y no los payasos esos!

Mi silencio poseía un dejo de resignación que mi interlocutor supo comprender. Por eso con mano cuidadosa y ralentando cada movimiento para crear un ambiente de suspenso casi intolerable, colocó el sencillo en su funda y generosamente me lo entregó diciendo:

- Tomá Ale, para que nunca más te confundas. Estos son los Beatles.

No se si Norberto sabía que en casa no teníamos tocadiscos. Pero si mi imaginación había servido para ver la tele a todo color con el celuloide de Papá, todo era posible. Love Me Do estuvo guardado por años, hasta que me compraron el wincofon. Todo ese tiempo giró imaginariamente en mi cabeza, sin que púa alguna trasigue sus surcos monoaurales. Ello sucedía cada vez que veía a mi primo. Y sigue sonando en este preciso momento.

Dos cosas aprendí de aquella fallida visita de los Beatles a la Argentina. La primera, que uno puede ver las cosas con el color del celuloide que se proponga ver escuchando la música de su corazón. Y la otra... que te quiero Norber, te quiero mucho.

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