lunes, 16 de enero de 2012

Feliz Año Nuevo 1970. (¡Viva Libertad Lamarque!)

Una serie de circunstancias que de un modo inexplicable fueron conjugándose transformaron a ese año nuevo de 1970 en especial.

Lo más importante era que Papá no estaría con nosotros. Acuciantes necesidades económicas lo habían llevado, meses antes, a conseguir un trabajo extra, una changa, en los salones bailables de música litoraleña propiedad de Armando Nelly, el mítico creador de “Puente Pezoa” y “Para Villanueva”, entre tantos éxitos. Viernes, sábados y domingos, hasta altas horas de la madrugada, estaba encargado del buffet en una bailanta de Santos Lugares. Con esos pesitos extras Papá podía balancear la economía familiar, llegar a fin de mes y en alguna ocasión darnos un gustito extra, como el mes que me sacó en Frávega de Flores un grabador a casette, Sony TC70 que me acompañó todos los años de la secundaria. Ese 31 tendría que trabajar en el Salón Princesa, en Parque Centenario, en la gala de fin de año, a la que concurrirían las máximas estrellas del rubro: Ramona Galarza, Tarragó Ros (padre), Tránsito Cocomarola, Dalmasio Esquivel, etc.


Uno de los más destacados artistas del Chamamé regenteaba bailantas del rubro.


Tampoco estarían ese año en Buenos Aires mis primos Claudio, Albertito y Gildita, que se habían ido de vacaciones después de Navidad a Huerta Grande, a un hotel de la obra social del Ministerio de Economía o algo así y no volverían por un mes. La ausencia de mis primos transformaba a las fiestas en “cosa de grandes” ya que fuéramos donde fuéramos sería el único chico, sin posibilidad alguna de salir a la calle a jugar un fútbol, tirar nuestros propios cohetes (y no solo ver los de los grandes), o armar las bromas pesadas que le jugábamos a nuestros enemigos del barrio.

Los tíos Gerardo y Gilda también se habían ido al Hotel Hurlingham de Mar del Plata a pasar las fiestas con amigos.

El encuentro tradicional en la casa de mis abuelos estaba suspendido entonces, “por falta de quórum”. Por eso, Mamá y yo íbamos a estar solitos.

Aprovechando la ausencia de Papá, Mamá decidió recibir el año nuevo en la casa de su hermano Cacho, con Tita, la mamá de crianza de ambos.

Vivían ellos en Maza 557, la casa que me vio nacer y donde Mamá se había criado. En otra ocasión contaré las peripecias de mi vida allí y por qué Papá y Cacho llegaron a enemistarse tanto.

No voy a ocuparme puntualmente de esa cena. Mamá cocinó pollo al horno, mi plato favorito. Comimos turrón –ese duro que rompe las muelas- , garrapiñadas, pan dulce de la panadería de Boedo y México, y Sidra La Victoria etiqueta negra. Mi Tío Cacho, de gustos más sofisticados, brindaría con champagne Duc de Saint Remi, rosado y se retiraría “al centro” donde seguramente brindaría con sus amigos artistas y bohemios.

Ese departamento, el número 36 de Maza 557, estaba en altos. Quiero describir para aquél que no conozca el “Pasaje Sanguinetti” donde se encuentra, que las unidades se alinean en ese pasaje privado que unía la calle Maza con Venezuela 3532, están dispuestos en planta baja y primer piso de a pares por escalera. El nuestro, por estar en el primer piso, contaba con terraza. Esa fue la terraza desde la cual en 1955 mis papás vieron el bombardeo de Plaza Mayo. Allí mismo yo llegué a remontar un barrilete con forma de bomba y los colores de San Lorenzo hasta una de las ventanas del edificio de Virrey Liniers y Agrelo, el mas alto de todo Boedo, una cálida mañana de viento norte firme y arrachado.


El pasaje Sanguinetti, cuando no estaba cerrado era una trampa en la que caían los taxistas. Se le decía al "candidato" que un momentito, voy por dinero, y luego a correr hasta la salida por Venezuela.


Nos dirigíamos para apreciar el fresco del nuevo año y disfrutar del sonido de los petardos –en esa época no estaba tan generalizados los fuegos artificiales- mientras Cacho se cambiaba para su metamorfosis bohemia, cuando sonó el teléfono.

Era Doña Eugenia que invitaba a Tita, suponiéndola sola, a su casa para brindar por el fin de año. Doña Eugenia o, como todo el barrio la conocía, “la carbonera”, era una de las vecinas más caracterizadas de la cuadra. Su apelativo obedecía a la obvia circunstancia de ser la mujer del carbonero, cuyo nombre no recuerdo por las razones que explicaré.

Pocos metros antes de llegar a la esquina sudeste de Boedo y Venezuela, entre un solar ocupado por una tribu gitana y la cartelería del barrio, se encontraba la carbonería. Allí se compraba, además de leña y carbón, papas y cebollas al granel. Y esto no es algo fuera de lo común para la época, ya que según tengo entendido en otros barrios también la venta de carbón y papas solían venir en combo.

Dije que no recordaba el nombre del carbonero. Eso es así por un par de razones. Yo lo había bautizado “Drácula” por su parecido con el personaje de Bram Stoker pero en la versión de Lon Chaney padre. Hago esta aclaración en homenaje a lo que siempre me decía Papá, que Lon Chaney hijo (el que hacía de hombre lobo en los cincuenta) era un payaso, que el que valía era el padre, en esa máxima del cual era devoto de que “segundas partes nunca fueron buenas”.

Pero también su nombre real se desvaneció en la memoria barrial por efecto de cómo lo llamaba su propia mujer: Rufián. Rufián de acá, rufián de allá; todo el tiempo cuando le dirigía la palabra en forma directa o al referirse a él en tercera persona lo llamaba “Rufián”.

Todo aquél que no había sentido esos nada agraciados apelativos –Drácula o Rufián- conocía a nuestro héroe sencillamente como “el carbonero”. De allí que su nombre haya pasado definitivamente al olvido.

La carbonería no tenía nada especial en su arquitectura que me impida describirla someramente y con éxito. Edificio de dos plantas, en altos la casa familiar a la que se accedía por sendas escaleras que conducían por extremos a una especie de balcón-terraza que miraba al “patio” central. En bajos, adelante, la carbonería propiamente dicha, ámbito sórdido, polvoriento y siempre en penumbras, ideal para imaginarse a un Drácula ávido de sangre agazapado tras una pila de bolsas de papas. Era lógico que en un despacho de carbón todo estuviese sucio. Pero en este caso particular casi podría decirse que la roña poseía allí un templo dedicado a su culto. Hasta la propia Doña Eugenia solía decir medio en serio y medio en broma:

- En mi casa no hay cucarachas, faltaba más. Se las comen las ratas.

¡Y eso sí que era cierto! En más de una ocasión yo mismo constaté que entre los resquicios de la leña apilada asomaban sus cabecitas ratas de pelo gris muy oscuro, cuya presencia siempre oculté a Mamá quien le tenía un terror patológico a los roedores.

La puerta de la carbonería era alta y de dos hojas, casi un portón que otrora permitía a los carruajes entrar para aprovisionarse. Por eso, tras un amplio patio adoquinado al que se accede inmediatamente y sobre el fondo de la propiedad, se encontraban cuatro obsolescentes caballerizas a cuyo interior y pese a mi curiosidad lógica, nunca adquirí el coraje de ingresar.

El carbonero se expresaba con monosílabos y sonidos onomatopéyicos que intentaban describir significaciones. Un sonido grave para expresar disconformidad o queja. Un leve zumbido para la felicidad al dirigirse al boliche o el turf. Un gruñido similar al de Largo de los Locos Adams ante cualquier interacción con su mujer Doña Eugenia, depositaria de todo su odio y rencor. Drácula tenía una expresión deteriorada por el tiempo, los fríos matinales, el esfuerzo de la estiba, el tabaco, su afición burrera carente de suerte y pericia, el alcoholismo de bebida blanca y, sobre todo, el maltrato de su mujer.


Lon Chaney (Sr.), el hombre de las mil caras. Era igualito al carbonero.


Su única escapatoria, una verdadera “evasión” con melodía piazzoliana, era el Bar del Polaco. Un lugar emblemático para quien escribe estas líneas porque allí fue, en esas coordenadas que conducen las arterias Boedo y Agrelo, donde tuve mi primer contacto con el mal. Ya se que es una perogrullada sostener una vez más que los niños del pasado poseíamos una mayor candidez que los que nos sucedieron. Pero en los ejemplos es donde esta máxima se confirma. Una mañana de sábado, Tío Cacho y yo fuimos a desayunar al Bar del Polaco. Sus amplios ventanales se levantaban y trababan como ventanas de tranvías dejando entrar la fresca brisa de verano que corría de sur a norte por una Avenida Boedo de doble mano. La Cíndor y un paquete de Bay Biscuit –ese azulcito que venía con dos unidades- era lo mío. Apoyé los biscochos en el alfeizar de la ventana mientras saboreaba la leche y ¡zas!... un transeúnte que se dirige hacia México vio la ocasión y me las arrebató. Mi impavidez y la tardía reacción de mi Tío completaron la escena. Fue, sin duda alguna, la primera injusticia que sufrí en mi vida: allí conocí la maldad humana.

Ese era el bar donde Drácula concurría cotidianamente a aflojar sus tensiones. Un billar todo quemado por cigarrillos y dos o tres mesas de jugadores de dominó o tute cabrero. En el rincón más lejano y recóndito del salón, al abrigo de una bombita que nunca funcionó permitiendo resaltar su aspecto tétrico, encontrábase el carbonero, apurándose una sexta Llave en vaso chico con un golpe de muñeca de perfección mecánica, una fuerte aspiración para “ventear” el vaho de alcohol y cerrar los ojos como el perro Patán con su galletita de premio, con una expresión de placer solo comparable con el gol en una final del mundo contra Brasil o Inglaterra.

Estábamos una tardecita de invierno en el bar con mi Tío (un menor no podía ingresar solo a esa clase de bares en 1969) cuando se produjo el escándalo. El carbonero estaba semidesplomado en “su” mesa del bar cuando entró Doña Eugenia hecha una furia con un sobretodo en la mano.

- ¿Qué hacés Rufián? ¿Te volviste puto? –atronó su grito que opacó el estridente sonido de las piezas de dominó impactando en las mesas de mármol-.

Drácula levantó su mirada, condicionada por las Llaves que poseía en su haber y atónico replicó:

- ¡grrmmnnhhrrr!

Su codo resbaló por el borde de la tapa de la mesa aumentando involuntariamente el sonido de su interjección. Todo el bar suspendió sus quehaceres. El Polaco se paró junto a la caja como si su instinto le marcara que ante toda gresca hay que proteger el bordereaux. Uno de los jugadores de billar pegó una pifia descomunal, ya que el grito de Drácula percutió en sus nervios como un golpe de electricidad; la pifia casi le hace levantar el paño con el taco de billar escena que me hizo recordar a Wallace Beery en Stablemates (Carne y Uña con Mickey Rooney). El tano Migale, verdulero de la cuadra, tiró un 3 de salida en la ronda del tute y levantó la bronca del gomero. El farmacéutico Sarandria, que semanalmente me torturaba con sus inyecciones, se alteró tanto con la escena que optó por levantarse e irse (sin pagar), aprovechándose de que el Polaco no podía decirle nada, al fin y al cabo era el farmacéutico y por tal razón todos los que estábamos en ese bar, incluido Drácula, podíamos necesitar de él en el momento menos pensado.


Vereda par al 400 de la Av. Boedo circa 1970. Sobre la esquina con Agrelo, la Farmacia. Casi al llegar a la esquina con Venezuela, al fondo de la imagen, se encontraba nuestra carbonería.


- ¡Contestame! ¿Te volviste puto, Rufián? ¡Te llevaste mi tapado, Rufián hijo de mil putas!

El pobre Drácula, urgido por abandonar la carbonería donde era moralmente flagelado por su señora esposa, había salido raudamente sin advertir que en lugar de portar su raído sobretodos gris se había puesto el tapado con cuello de piel, preciada posesión de Doña Eugenia.

- Tomá Rufián y venite ya mismo para casa.

Imaginen pues como podía llegar a ser el estado de ánimo de esa persona. Humillado en público por su propia mujer, medio alcoholizado y puesta en duda su sexualidad.

Así quedó en mi memoria la imagen de Drácula. Y pese a mi corta edad despertó un sentimiento de lástima de similar magnitud al desprecio que comencé a dispensarle a esa tal Doña Eugenia.

Tita contestó la noche esa de fin de año.

- Lo que pasa Doña Eugenia es que estoy con Porota y el Nene.

Del otro lado seguramente le contestaron que no importaba, que los vecinos ya se estaban reuniendo como todos los años en la carbonería y que ella estaba muy contenta de que “la Maestra”, como solía llamarla, pudiera honrar con su presencia esa bizarra reunión.

Así fue que nos encaminamos hacia el lugar. No pude evitar hacer una referencia a la nocturnidad y la presencia de Drácula. Era la primera vez que lo veríamos de noche. ¿Sería su aspecto tan tétrico como cuando salía del Bar del Polaco, erguido y disimulando una soberana borrachera?

Tanto Mamá como yo no teníamos muchas ganas de participar en esa bizarra celebración. Pero por distintos motivos. Mamá por el miedo a las ratas y yo por mi carácter hosco, jamás superado, que me impedía disfrutar cualquier evento con la presencia de extraños. Al llegar se nos representó una postal que solo años después pude comparar al ver la película Viridiana de Luis Buñuel. Aquella escena apóstata donde un conjunto de lumpenproletarios intentaba asemejar la Última Cena. Así, dispuestos en una mesa compuesta por tablones y taburetes, se disponían los vecinos de Boedo. Y en el lugar del figurado Cristo, en el centro de la postal, Drácula apoltronado tras media docena de botellas de cerveza y sidra, en silencio, como en su propia misa alcohólica, soportando las permanentes alusiones, ahora en son de burla, que le profería su mujer, la carbonera.


Viridiana. Visión satírica del clericarismo formal de la burguesía española en tiempos de Franco.


- Hooooola Doña Tita, Poroooota. ¡Trajieron al Nene! –exclamó Doña Eugenia con un timbre de voz similar al de Jorge Luz, en su inefable personaje casualmente llamado Porota-

El nene era yo. Mas me hubiera valido desaparecer de la faz de la tierra cuando sentí esas decenas de pares de ojos posarse sobre mi presencia. Estaban allí amigos y no tanto del barrio y otros desconocidos. Por orden de conocimiento los recuerdo: el verdulero Migale solterón y solitario (hoy seguramente clasificado como candidato a salir del placard); el gomero, la gomera, el gomerito y la gomerita; los papás de Miguelito, es decir el dueño del taller mecánico y su mujer que era hermana del colorado Facio, un número siete que habrá jugado unos diez partidos en la primera de San Lorenzo allá por 1966; los dos muchachos de la cartelería, el ruso de la mercería de Agrelo y Boedo y su mujer que daba título al negocio –Casa Mary- junto a su hijo –futura Casa Tony de Boedo y Quito- y su hermanito un muchacho down; el doctor Sarandria y su mujer (por extensión, la farmacéutica); Rosalda Boezio y sus padres –ella bailaba en el ballet ibérico de mi Tío-; Mari, una señora que vivía sola en una pensión y que después alquiló una pieza en la casa de mi Tío; la mamá del maestro Bonomi de San Antonio y otros tantos que no recuerdo.

Mamá y Tita se sentaron frente a los anfitriones y allí, nuevamente, Doña Eugenia empezó su diatriba contra el pobre carbonero.

- Hombres, pero lo que se dice hombres, son los del biógrafo, ¿no es cierto Doña Tita? No estas porquerías –afirmación que efectuaba girando su cabeza y ojos como esos muñequitos que se ponen en la luneta de los autos pero sin va y viene, solo cabeceando hacia su marido-.
- No diga eso Doña Eugenia, que su marido es muy trabajador.
- ¿Trabajador éste? El Rufián este no sirve para nada. Se la pasa siempre en curda el muy Rufián.

Allí como si su paciencia se hubiere colmado y forzándose para despojarse de esa sensación de “vergüenza ajena” que uno siente cuando debe darle una lección a una persona, Tita miró firmemente a los ojos de la carbonera e inquirió:

- Doña Eugenia. Por favor. ¡No le diga rufián a su marido! Es una palabra muy fea ésa.
- Pero mire la cara que tiene. Cara de rufián…
- Dígame Doña Eugenia ¿sabe Ud. qué es ser rufián? –Tita entraba en un terreno muy resbaloso, capaz de arruinar la celebración-.
- No. La verdad que no.

Y con la sabiduría de la gente de otro tiempo, en lugar de poner en ridículo a su intelocutora, Tita remató:

- Si lo supiera no lo repetiría nunca más. Créame Doña Eugenia, nunca jamás le diría así a su marido.

El silencio que se produjo fue abruptamente interrumpido por una sidra descorchada por Migale cuyo corcho, por jocoso designio del azar impactó –créase o no- en la testa semierguida del bueno de Drácula –a esta altura su figura era enternecedora-, sin que éste se diera cuenta alguna de ello como tampoco de la defensa de Tita.

Pasado el mal trago y como si nada hubiere sucedido continuó la conversación.

- Clark Gable. ¡Ese sí que era un hombre! ¡Qué prestancia! ¡Cómo abrazaba! –retomó la mujer del gomero.
- A mi me gusta Alain Delón. ¡Qué ojos! –opinión de la gomerita, mucho más cercana en el tiempo.
- Nadie como Tyrone Power. Para mí, el hombre perfecto… o Robert Taylor, aunque era demasiado lindo para ser hombre –opinión de la madre de Rosalda-.
- A mi me gustan los italianos. Marcello Mastroiani, Ugo Tognazzi, Victorio Gassman –dijo la farmacéutica, haciendo honor a su prosapia de la Italia del norte-.

A esta altura, como imaginarán, yo estaba totalmente aburrido. La bronca entre Tita y la carbonera se había desvanecido. No había un solo pibe entre los presentes, apenas dos chicas, las nietas de la vieja de Casa Mary que eran más feas que un gol en contra en tiempo de descuento. Tenía unas ganas locas de aventurarme hacia las escaleras que conectaban el patio de la carbonería con las habitaciones de los carboneros, en altos. Me hacían recordar las peleas del Zorro contra el Sargento García, el Cabo Reyes o el Capitán Monasterio.


Así eran las escaleras de la carbonería.


Mientras tanto, Drácula bebía sidra en un vaso tipo florero. La mirada perdida hacia un punto fijo y con un imperceptible meneo producto del alcohol. Nada lo perturbaba salvo cuando distinguía entre el griterío, los cohetes y las charlas de mujeres la voz de la suya, como si contara con un sensor especializado en detectarla con el único propósito de aumentar su odio. Incluso en una mención que hizo Doña Eugenia, tan solo un gemido de aprobación cuando se mencionó a John Wayne, vi claramente como los ojos de su marido se entrecerraban en una clave implosiva que auguraba un violento final a nuestra excursión a la carbonería.

La intervención del verdulero Migale despejó cualquier duda que sobre él anidaba en el ambiente. ¡Qué tenía que meter la cuchara en una conversación de mujeres!

- De todos los que nombraron se olvidaron de Rock Hudson –dijo en una época que nadie sospechaba que ese varonil actor moriría décadas después de sida-.
- ¡Es un imitador de Cary Grant! –saltó una mujer de las que no conocíamos-.

Cuando se mencionó a Cary Grant y casi por obligación, tuvo que hablar Mamá. Era su ídolo máximo. El hombre del que se había enamorado perdidamente desde su juventud y el que según ella poseía todas las virtudes para definirlo como el más buen mozo de todos los tiempos.


Para Mamá, el único.


- Cary Grant hay uno solo –se limitó a decir despertando en mi un sentimiento contradictorio de bronca y comprensión.
- Ustedes son jóvenes –terció Mary, la futura inquilina-. Por Rodolfo Valentino hubo mujeres que se suicidaron.
- Y Carlos Gardel… ¿Por qué no hablan de Gardel que es argentino? –dijo, en clave chauvinista la rusa de Casa Mary.

Fue en ese momento que me levanté y mientras me dirigía con desfachatez hacia la escalera que la voz de Doña Eugenia se impuso en la conversación.

- Te diste cuenta Rufián –y lo zamarreaba como un pelele-. ¿Escuchaste bien?

Drácula salió de su letargo y allí todos pensamos lo peor. Interrumpí mi marcha y en un tercer escalón, para ver el seguro soplamocos que el viejo le zamparía a su insolente esposa. Puse toda mi atención en el pobre carbonero.

- ¡A vos te hablo Rufián! ¿Viste los tipos que hay en el mundo y yo me tuve que ligar a un rufián como vos?

Esta vez fue la carcajada del Gomero la que se impuso sobre la leve respuesta de Drácula, seguramente en ese dialecto inentendible acicateado por el alcohol y el agobio de las horas que llevaba despierto.

- ¡Ha visto Doña Tita! Ya ni siquiera reacciona.

Era cierto. El hombre permanecía allí sentado, mirando la nada. Por un momento pensé que estaba chequeando si entre la leña había una rata enorme que segundos antes yo había visto salir en procura de una miga de pan dulce. Todo se desvaneció. Ya no hubo reacciones y las conversaciones se apagaron. Como en un silencioso acuerdo todos los presentes nos disponíamos a volver a nuestras casas. Era como un alivio colectivo ante tanta tensión. Seguramente también los roedores experimentaban una sensación similar, ya que cuando todos nos hubiéramos ido la larga mesa invitaría a un segundo festín para ellos.

Mi juego del Zorro parecía frustrado. Ya Mamá me había lanzado dos miradas de esas que te dicen “preparáte que nos vamos”.

En una de esas, y teniendo como fondo el murmullo de cuatro o cinco conversaciones fraccionadas por grupos, Drácula se levantó. Contrariamente a lo que suponía caminó erguido y sin vacilación alguna en completo silencio. En su mano derecha portaba con disimulo una botella de Sidra Real prácticamente terminada. Yo me encontraba en la escalera opuesta a su camino, de lo contrario me habría apartado de su paso, tal era la cara de asesino serial que poseía.

Doña Eugenia, indiferente a esta escena, continuaba pujando por John Wayne. Tan enfrascada estaba en su porfía que no advirtió el pequeño empujón que le propinó Drácula al pasar a su lado. Tal era el desprecio que le tenía que no pudo reprimirse el pobre carbonero. En mi imaginación me sentí una especie de Van Helsing que le atestaría al Nosferatu su mortal golpe de estaca en el corazón en ese balcón terraza que ya el hijo del innombrable comenzaba a acceder por la escalera opuesta. Así, jugando, me deslicé escaleras arriba con una imaginaria cruz hacia el carbonero. Tan absorto estaba éste en sus pensamientos que no advertiría mi ingenua diversión. Pero su paso se aceleró y ya se encontraba en el medio del balcón cuando apenas había yo reaccionado. Por un momento pensé que la baranda de maderas despintadas y podridas no toleraría su peso ya que bruscamente se apoyó balanceando su cuerpo hacia delante sin que nadie, salvo yo, se diera cuenta de sus actos.

Así fue cuando una mirada contagió la otra y en pocos instantes todos observaban a Drácula asomado al balcón. Muchos pensaron que se suicidaría. Solamente una determinación de ese estilo podría redimirlo. Persistente en su indiferencia y ajena a la impavidez del conjunto atronó en clave trágica la voz de la carbonera:

- Waaayne –gritó meneando eléctricamente su cabeza y el sonido reverberó entre la leña-.

Por un solo segundo llegué a pensar que el viejo era en realidad el oscuro príncipe de las tinieblas e impulsado por un odio ancestral se lanzaría desde el balcón convirtiéndose en vampiro para clavar sus colmillos en el apergaminado cuello de Doña Eugenia extrayéndole su agria sangre hasta la última gota. Pero no. Mi imaginación no pudo confirmar tamaño acto de justicia. El carbonero se balanceó hacia atrás y con su mano derecha como una catapulta lanzó la botella de sidra que se hizo mil añicos contra la mesa y gritó clara y estridentemente, como un desahogo ante tanta adversidad y confesión de un sueño muy sentido de su parte:

- ¡Viva Libertad Lamarque!

Y se dirigió satisfecho a sus aposentos.


Dijo Calderón (y lo habrá pensado el carbonero): "¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son".

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