domingo, 11 de noviembre de 2007

Rosbel de los llanos.

Perdón, ¿Ud. es Rosbel de los Llanos?

Mi pregunta lo sorprendió. Frunció el ceño y desde el fondo de sus ojos negros me miró intentando descubrir algún vecino o pariente suyo.

Lo reconocí de inmediato, a pesar del overol azul que reemplazaba al poncho pampa y el destornillador que hoy blandía en lugar del inservible talero que lo acompañaba en sus recorridas artísticas.

Al advertir mi ajenidad a su restringido ámbito doméstico, se relajó y comprendió que debía ser uno de sus pacientes espectadores.

Recuperado por el alimento a su ego, trocó su rol de mecánico de barrio por el de afamado artista, y con aire condescendiente me dijo:

- Si, por qué?

El sitio del diálogo es la indescifrable frontera que divide Ramos de Haedo, sobre la Avda. Gaona. Un universo de chales y casitas bajas, pacientemente construidas. De tanto en tanto, un negocio, un tallercito.

El momento, primavera de 1975.

- Tengo a la Renoleta con un problema de colisas –dije, dando por superado mi fingido ataque de cholulismo-.

Rosbel tenía un taller de colisas. Años más tarde, cuando ya no era berreta, hice una encuesta entre mis amigos, para establecer quién sabía qué era una colisa.

Sólo uno, que continuaba siendo berreta y la anécdota de Rosbel no le había causado ninguna gracia, supo contestarme exitosamente. Es que para saber qué es una colisa, hay que haber sido propietario, como yo en ese 1975, de una auténtica “batata”.





El 4L es el Renault que mas se vendió en todo el mundo.

Hoy en día los dispositivos que sellan los vidrios del automotor no son fáciles de deteriorarse. Cuando pulso el levanta vidrios “un solo toque” de mi camioneta, pienso en lo anticuado de los vidrios con manivela y correderas, irreversiblemente arruinados, de aquélla renoleta.

A esta altura del relato, Rosbel ya había constatado que podía perfectamente ser uno de sus admiradores. Eso lo hizo entrar en confianza y abocarse con decisión a las artes de su profesión diurna.

- Uy querido! Estos vidrios así no pueden correr!

Tenía un acento típicamente porteño, con las erres bien marcadas, el seseo metálico de los viejos compadritos y ese yeísmo tan nuestro. Hablaba poco y con tono autoritario y paternalista.

De ahí que, por un momento (pero sólo por un momento) alcancé a dudar si era Rosbel de los Llanos. Éste tenía un decir decididamente norteño. Esa indefinida zona donde catamarqueños, tucumanos y santiagueños hablan de modo similar. Arrastrando las erres hasta trocarlas en yes. Acentuando las palabras graves y exagerando las eses finales. Pronunciando las más obvias afirmaciones, en todo de preguntas.

Pero al escucharlo ese día, aferrado a mi renoleta descubro que Rosbel finge su provincianismo al actuar, de modo que ya no se parece a mis tíos sino que sus versos me recuerdan una sobreactuación de Rimoldi Fraga.



Roberto Rimoldi Fraga, cultor del rosismo en los 70.

- Mirá, esta colisa la vas a tener que cambiar toda. ¿Qué modelo es este 4L?
- Sesenta y cinco.
- Creo que no hay repuestos de este modelo. Vamos a tener que adaptarle los del 4S.

Diez años tenía la Renoleta. Era un modelo de tres velocidades, costosamente reconstruido de un choque pretérito por los gitanos que me la vendieron a metros de la Av. Juan B. Justo, en plena calle. Recuerdo de aquella desventajosa transacción era el óxido que la lata de supermóvil le había tatuado en su techo, en forma irreversible.

A pesar de su década, la Renoleta había sufrido algunas mutaciones que tornaban incierta su edad, producto de las sucesivas adaptaciones similares a las que proponía Rosbel. Tenía la parrilla del 4S, con sus dos faros incorporados, butacas delanteras compradas en Warnes, obviamente, con distinto tapizado del sillón trasero, plásticos posteriores de un modelo más moderno del 4L, carburador de Fiat 1500, otras llantas, etc.

Sin esperar mi consentimiento, Rosbel pegó un alarido hacia un lugar indefinido del taller.

- Indio! Andáte hasta la IKA de Ramos y traéte un juego de colisas de 4L. Si no hay traé las de 4S!



Una genuina insigna de la IKA de Ramos.

Practicado el diagnóstico y ordenada la cura, sin preguntarme sobre las alternativas del presupuesto, Rosbel me abandonó a mi suerte, dirigiéndose a un desvencijado DKW cuyas colisas revelaban aun mas serias urgencias que las mías. Así, incorporado irreversiblemente a la liturgia de la espera en el taller, me armé de paciencia, encendí la radio sin FM marca “De Luxe” y sintonicé radio Nacional con la ilusión de escuchar algún concierto mientras me indignaba con las noticias del Diario Popular.

Allí, aburrido, comencé a familiarizarme con el taller, sus obvios posters de mujeres desnudas exhibiendo auto partes y, sobre la única pared limpia, un afiche amarillo con letras catástrofe que reza: HOY ROSBEL DE LOS LLANOS, “El Chancho Rengo”, Fasola 325, Haedo Norte. Era hora de recordar el día que sufrí la actuación de Rosbel.

Había sido en el club El Trébol de Haedo, una noche fría de sábado, durante una comida. Si tuviera que describir al Trébol, debería referirme a un edificio alto, que hace esquina en Fasola e Igualdad, luego llamada Actis, un general de la dictadura asesinado en circunstancias sospechosas, dado que pretendía hacer austeramente el Mundial 78. Era obvio que el crimen se lo adjudicaron a la guerrilla y que sin solución de continuidad, como sucedía con estos contemporáneos “mártires” se le adjudicaría una calle. Lo paradójico del caso es que para sepultarla en el olvido, estos personajes escogieron la calle Igualdad. También fue obvio que al asumir el Intendente Sabatella de Morón, el bello nombre de “Igualdad” volviera a denominar la querida arteria haedense.

Pero volviendo al Club, la construcción faraónica de tres plantas se encontraba inconclusa y la actividad social, tan útil en esa populosa barriada, se limitaba a los consabidos torneos de baby y, durante la noche, las mesas de póquer y pase inglés, regadas con ginebras y demás combustibles autóctonos. Eso sí, para financiar los gastos de la institución, además de la insignificante cuota social, trabajosamente recaudada, se organizaba mensualmente una cena los primeros sábados de mes, a la que el vecindario concurría con fruición reemplazando esta salida económica a otro programa mas costoso como podría ser cenar en Pizza Pop de Ramos, “El Encuentro” de Gaona y Grl. Paz o aventurarse a Flores o el Centro.



Fachada actual del querido Club El Trebol de Haedo.

Era lógico, entonces, que asistiéramos a las comidas del Trébol. Por una suma irrisoria, el menú de tipo “canilla abierta” era reiterativo con los platos de entrada (fiambre con rusa) y postre (almendrado), variando sin imaginación en el segundo (asado, tallarines, etc.), todo regado con ignotos vinos servidos en un ejército de “pingüinos”, gaseosas o, en el mejor de los casos, Quilmes Cristal de litro.

El salón principal se ordenaba con tres mesas montadas sobre tablones y caballetes, en forma de U. El espacio interior hacía las veces de pista de baile y en la cabecera atacaban los previsibles manjares la comisión directiva, sus familiares y algún vecino destacado.

Una noche de sábado, después del asado y el almendrado, y de las rifas que incluía el valor de la entrada, en un improvisado micrófono que no paraba de acoplarse, el locutor de siempre, con tono solemne pronunció inolvidables palabras:

- Se encuentra entre nosotros Rosbel de los Llanos.
- Cagamos”! –gruñé ante la mirada censora de mi Tío, entusiasta de las cenas y aficionado a esa conjunción de expresiones exaltadas que se ha dado en llamar “el gauchismo” (Félix Luna)-.

En la mesa estábamos tres primos, mis viejos, tíos y yo.

Hoy me cuesta explicar por qué concurría a las cenas del Trébol. Si bien es cierto que luego nos escapábamos a los boliches de Ramos, a jugar al Billar al Odeón de Liniers o ver otra vez Woodstock en el legendario cine Ritz, sábados a la una de la mañana, esas cenas ejercían sobre nosotros una fuerte fascinación, producto de las bromas que hacíamos sobre sus asistentes y algunos chistes pesados que armábamos con total impunidad.



La película de nuestra vida en los setenta.

Nuestra actitud era fingidamente complaciente, nos dirigíamos a las autoridades del Club con devoción, hablándoles en un tono grandilocuente con el objeto de despertar delirios de grandeza, ocultados pacientemente por nuestros interlocutores que se prodigaban en maniobras compuestas por abuso de términos elegantes mal construidos que sinceramente alentaban la represión de nuestras carcajadas.

- Sr. Presidente, que buena está la fiesta!
- Si m´hijo, es el producto de la acción decidida y coordinada de un grupo de vecinos que... (bla, bla)

Recuerdo la noche que en plano baile, en el hueco de las mesas, con un ejército de cuarentones disfrutando los acordes de un pasodoble se cortó imprevistamente la luz. Sin acuerdo previo, mis primos y yo comenzamos a arrojar panes a diestra y siniestra entre los gritos de pánico de las mujeres y algún insulto ahogado de nuestros anónimos y desprevenidos blancos. El día del apagón fue una verdadera fiesta para nuestros instintos criminales reprimidos.

Rosbel se acercó al escenario demorando su llegada para gozar aún más de lo racional los aplausos que inconscientemente le prodigábamos. Lucía su melena entrecana peinada con devoción, el poncho pampa que presagiábamos, le producía una intolerante sensación de sofocación, el talero ridículo y su barba cuidadamente pareja.

Tomó el micrófono y con un gesto de viril agradecimiento, interrumpido por un nuevo e inevitable acople, dijo con tono gauchesco:

- Muchas gracias, estimada concurrencia.

Mi mirada se detuvo en el talero. ¿Dónde lo había dejado mientras atacaba los chinchulines chamuscados?

- En un lugar de la Pampa –comenzó y lo recordé a Cervantes-.

El poema era un melodrama gauchesco atemporal propio de los peores momentos de “Chispazo de Tradición”, programa que tuve la ocasión de escuchar en los frecuentes intervalos que se producían en mi esencial telemanía, cuando alguna válvula –siempre la mas cara- del Hallycrafter pedía tregua.

El rancho-tapera habitado por el viejo paisano y su nieto. Un perro. La desgracia de una vida resignada y miserable. Un discurso del tipo “Donde van, no los veis galopando, los últimos gauchos, para dónde irán...”

Era indudable que Rosbel asumía el rol de uno de esos últimos gauchos. Y no tuvo mejor idea que “ir” para Haedo... La canción continúa: “Van boleando al aire sus negras melenas, rotas las espuelas, roto el chiripá...”

- Con razón –pensé- Rosbel tiene bajo el poncho un jeans comprado en “Eduardo Sport” segunda selección y las botitas símil gamuza –espuelas y chiripás rotos-.

Pero el talero...

En un momento del poema, creo que cuando se muere el perro o el viejo le miente al niego sobre su salud terminal, evitando la mirada de mis primos, para que no se produzcan tentaciones incómodas, me pongo a analizar una a Numa las caras de los más cercanos comensales. Ojos enrojecidos que delataban la inminencia del llanto, caras de atención que sublimaban la pertenencia al publicitado “Ser Nacional”, algún parroquiano inquieto por el pingüino nuevamente vacío...
Rosbel entraba pacientemente al clímax. Los versos repicaban sobre el auditorio y el silencio se había vuelto intenso. Hasta el acople ensordecedor se había rendido ante la solemnidad de la desgracia que con morbosidad se nos comunicaba.

Con el rostro crispado y agrietado por las arrugas, el recitador concluía su labor. Fue allí donde para cerrar una frase, conjugada entre alaridos y golpecitos sobre el micrófono que denotaban un descontrol de saliva al pronunciar las “ges”, hizo una pequeña pausa para captar la emoción del público que mi primita interpretó era el ansiado fin. Así, con la vehemencia de quien espera algo muy preciado para sencillamente continuar con lo que realmente le importa, mi prima comenzó a aplaudir cuando todavía no era hora. Fue una sola palmada fuerte y seca, que hizo añicos la atención del auditorio y turbó a Rosbel, quien esperaba coronar una actuación brillante.

Lo ridículo del “sapo” gatilló nuestra carcajada tan inevitable como reprimida. Todo se arruinó. Rosbel clavó su mirada con fobia asesina sobre mi, que había lanzado un gritito histérico apenas un segundo luego de la palmada y descontrolado mi carcajada con una desinhibición difícil de explicar. Mis primos me secundaron.

Muchas cabezas giraron para identificar a los díscolos. Muchas fantasías asociaron nuestra reacción con las desgracias del Viejo. Éramos la “antipatria”, los que queríamos lo foráneo, los “nuevaoleros” que enterraron el folclor y el tango.

Alguna mente trasnochada creyó que simpatizábamos con la guerrilla, que atentábamos contra la celeste y blanca, etc.

Pero afortunadamente el auditorio se reprimió y Rosbel concluyó su poema entre frenéticos aplausos, vivas, abrazos y, obviamente brindis.

Mi Tío, ceremonioso como siempre, se acercó al improvisado escenario y ofreció una copa del intomable vino al recitador, ya eufórico. Hugo otras presencias en esa y otras noches del Trébol. Pero sólo recuerdo a Rosbel.

Y ahí me encontraba yo. En la “querencia” de uno de los “últimos gauchos” que probablemente haya tenido algún encuentro con Fernando Ochoa –don Bildigerno- o el criollísimo payador “Pachequito” cuyo nada autóctono nombre –Cayetano Daglio- lo acercaba más a Nápoles que a la llanura pampeana.



Así hubiera querido ser realmente Rosbel de los Llanos.

Rosbel hizo un trabajo perfecto con mi Renault, delatando que los suyo era el destornillador, mas que el talero.

No volvimos sobre el tema Rosbel de los Llanos que ambos dimos por superado por inconducente. Teníamos ambos, nuestro propio “ser nacional” en ese momento. El suyo, los muchos pesos que me costó el arreglo. El mío, seguir reparando ese auto arruinado.

De pronto, al salir del taller, recordé como terminó aquella noche de Rosbel. Al salir del Club, comenzó a llover copiosamente. En el tumulto estaba el gaucho todavía talero en mano, pero no había “flete” a la vista, solamente un Rastrojero destartalado que costó hacer arrancar.

Me dirigí, empapado a la Renoleta acercándola hacia donde estaban los míos. La lluvia no cesaba y un verdadero río se filtraba por los vidrios empañados. Todos estaban enojados conmigo por la falta de respeto al artista. Por eso, para romper el hielo, no tuve otra alternativa que decir, buscando la compasión de los presentes:

- Este auto tiene un problema de colisas.


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miércoles, 7 de noviembre de 2007

Pupé.

Creo que fue mi primo Randolfo el que me dijo que Alejandro Apo había sido el marido de Pupé. Que loco! Un tipo al que admiro tanto pudo haberse cruzado en mi vida cuando no era famoso, sino sencillamente alguno de los afortunados que andaban con la Pupé.

Y lo pongo así, Pupé, como suena. Bien en porteño, aunque creo que siendo un término francés y bien femenino, debe agregársele una e final más. Uds. me entienden. Si fui berreta cabe escribirlo así, como suena, como lo decíamos en el barrio.

Ahí va la Pupé. ¡Que buena que está!

Aunque esa era para mis primos, que me llevan media docena de años. Yo, a lo sumo, podía aspirar a la hermanita mas chiquita de la Pupé. Que pintaba para Pupé o que, solo Dios lo sabe, algún día podía llegar a estar mejor que la Pupé.

Fijáte que estuve a punto de decirle a Alejo, esa noche en el Chacarerean Theatre, cuando vimos su espectáculo con el Turco Sangurjo, si era cierto que se había casado con la Pupé y, peor aun (creo que fue por eso que no le dije nada), que la dejó porque había tenido un desgraciado desengaño amoroso.

Algo de cierto debe haber, ya que Alejo siempre habla de Villa del Parque. No estoy arrepentido de no haberle preguntado. Con todo lo que lo quiero a Alejo (y el no lo sabe), por ahí le hubiera amargado la noche o… hay cosas que no deben decirse.

O no. Tal vez, el efímero recuerdo de haber tenido entre los brazos a la Pupé, algún tiempito (e incluso compartiéndola con un desconocido de Devoto o, peor aún, del Centro), bastaba para arrancarle una sonrisa nostálgica. Los porteños somos así, nacidos para sufrir, y en el sufrimiento muchas veces encontramos un morboso placer que tranquiliza nuestras conciencias, o nos hace sentir mas maduros. Todo un tango.

Alejandro Apo. Según rumores pudo haber tenido a la Pupé:

Pero permítanme hablarles de cómo era la Pupé. Alta, siempre bien vestida, perfumadita, caminaba por esa vereda de Juan A. García taconeando fuerte, tanto que sonaba un silbato imaginario y el fútbol vespertino se suspendía solamente para verla pasar. Mis primos decididamente estaban dispuestos a cometer la peor de las locuras por ella y yo, que estaba promediando mi primario, debía conformarme con escuchar sus fantasías con la misma fruición que las pitadas de Particulares que lograba escamotearles en la vereda de Don Castilla.

Mi Abuela le había puesto a la madre de la Pupé un apelativo que ayuda a imaginar de qué clase de gente estamos hablando: la Anchorena. La Vieja solía ponerle apelativo o sobrenombre a todas las personas del barrio, y casi siempre con un dejo hiriente o burlón, propio de su origen napolitano. El Negro, la Pacha Mama, el Papa (por Don Clemente, el técnico de televisores del barrio que saludaba, según ella, como Juan XXIII), el Bebi, Don Neif (el turco del garaje) y la odiada Yarará, que atendía la huevería de enfrente. Recuerdo una tarde que se armó flor de bronca cuando me mandaron a comprar unos huevos a lo de la Yarará. Crucé con la plata apretadita en mi puño derecho y con mucha educación le dije: “Señora Yarará, me manda mi abuela por una docena de huevos...” Creo que esa misma tarde, luego de recibir los coscorrones de rigor aprendí qué era una yarará. A partir de allí, la familia tuvo que comprar los huevos en el Mercadito Nazca.

La Anchorena pasaba orgullosa por nuestra vereda. ¡Faltaba más, con esas tres hijas! Una mas linda que la otra. Finas, vestidas como si todos los días tuvieran una fiesta de quince pero en un salón... Porque, amigos, en ese barrio, las fiestas de quince eran berretas. Se hacían en las casas y los pibes estábamos siempre a la expectativa por saber dónde había una para colarnos impunemente. Nuestra geografía llegaba hasta el pasaje El Domador. Hasta allí se nos podía identificar, pero más allá, yendo hacia Jonte, éramos seres anónimos capaces de cometer cualquier tropelía, desmán o macana, sin tener que sufrir el escarnio del chimento para que nuestros padres ejercieran la vindicta en interés de terceros.

Si había un asalto o cumpleaños, nos convocábamos frente al lugar y con unos papelitos sorteáramos quién sería el primer infiltrado. Una vez adentro, oh casualidad, nos encontrábamos siempre donde estaban los sanguchitos y las masas.

Por eso, según me imagino, Pupé y sus hermanas iban a fiestas de Salón, quizás en Villa del Parque o, lo máximo, en el centro de Flores. Alguna casona vieja con gente bacana.

Pupé tampoco iría a bailar a “Zodíaco” en Juan B. Justo. El boliche –en altos de una estación de servicio “Isaura”- al que había que ir con corbata y pelo corto. Hasta había un “peluca” en la vereda que te hacía el servicio cuando el chancho no te dejaba pasar por la melena. Allí iban las chicas del barrio y Pupé decididamente no lo era. Era una Anchorena que, por motivos inexplicables, nos regalaba su presencia a los pobres plebeyos, para que algún incauto se enamore sin ningún tipo de esperanza y luego repitiera aquélla frase de Borges: “…para ti desgraciado, porque en el mundo hay una única mujer y ella no te ama, ella no te ama”.

En aquéllos años de mi preadolescencia todo pasaba con mucha rapidez. La hermana de alguien se casaba. Algún pibe tenía un hermanito. Fulano se había emborrachado y los viejos lo tuvieron que ir a buscar a la 43. Yo todos los días aprendía cosas nuevas. Cada día que pasaba imaginaba intensos romances con mujeres reales o las de la tele. Pero nunca pude imaginarme besándola a la Pupé. Si era de mis primos...

Mamá la conocía bien a la Anchorena. Las dos eran maestras y, quien sabe fue por eso que se tenían cariño y respeto. Eso me abrió, inesperadamente, las puertas de la casa de la Pupé. No era un gran misterio imaginarse como era, por la sencilla razón que todas las casitas de García al 3100, como la de los pasajes El Peregrino, Los Andes, El Domador e Indio (hoy Elpidio Gonzalez) eran exactamente iguales. Casas edificadas en épocas de Yrigoyen que luego se vendieron y paulatinamente fueron reformándose.

Las "casas baratas" de antaño valen centenas de miles de dolares, hoy:


En aquellos años 60 eran muy pocas las casas que habían sufrido reformas. Hoy día, queda una o dos casas originales. El resto no difiere de cualquier barrio de Buenos Aires, como Ortúzar, Villa Urquiza o, incluso Devoto. Se edificaron sobre el esqueleto del “barrio de casas baratas”, suntuosos chalets o duplex modernos.

Mis primos estaban desesperados por saber cómo era por dentro la casa de la Pupé, como si esa secreta revelación sirviera como fetiche para acercarse a ella, algún punto de inicio para una eventual conversación, que conduciría a una cita, a tomar algo a Gran Park o ver alguna película en el Sol de Mayo de Nazca y Jonte. ¡Un disparate! Si hasta un mamón como yo se daba cuenta que la Pupé ni siquiera aceptaría una invitación para Flores. Al Centro, pensaba para mis adentros. Es una mina para llevarla al Centro.

Y con coche.

Pero ya en aquél entonces algo me caracterizaba, el don de la negociación. Si obtenía cierto dato posta para que pudieran entablar alguna conversación, aunque sea un “buenos días”, podía pedir algo. Por ejemplo: poder pasar todas las tardes con ellos en la vereda de Helguera y escuchar las cosas que le decían a las minas, escuchar sin tapujos alguna conversación reservada (el manual de cómo apretarse una minita en el asiento de la rueda del colectivo) o, lo máximo, poder ir al Pablito Podestá a ver una película prohibida, sin que ningún acomodador me pidiera documentos.

Elegí una gilada. Que me lleven a jugar al fútbol a la canchita de Banderines, arriba, de puntero derecho. Además, algún faso entero, quizás.

Y así, con el ánimo puesto en algo que yo consideraba mi ingreso oficial “a la barra”, entré a la casa de la Vieja Anchorena, con Mamá y, tamaña sorpresa, estaban las tres hermanas (una mas linda que la otra), que me trataban como el Nene sin saber que tras mi ingenua sonrisa se emboscaba un siniestro plan que terminaría con la Pupé seducida irreductiblemente por el mayor de los Segura.

¿Qué podía tener yo en común con esas chicas tan finas? Mi relación con las mujeres, en ese entonces, se limitaba a obtener impunemente alguna ventaja de una rusita de la esquina que estaba perdidamente enamorada de mí. Me hacía los deberes, regalaba galletitas Manón (mis favoritas) y, cuando faltaba, venía a casa a decirme qué había dado la Maestra. O mi vecinita Patricia quien con su hermana me hacían jugar al Papá, con jueguito de te y todo, pero como a mí no me gustaba (en realidad estaba enamorado de su prima Ana María), al final me hacía el loco o el cabrero y me rajaba a hacer un fútbol.

Las galletitas "Manón". Mamá solía comprarme un paquetito como premio por aceptar ir al colegio:


Además, Berta, Patricia, su hermana Fabiana o, en menor medida Ana María, eran chicas como uno, accesibles, de barrio, no como Pupé y sus hermanas. Fíjense que hoy, varias décadas después, recuerdo perfectamente los nombres (e incluso los rostros) de estos personajes y, sin embargo no puedo recordar los de las dos hermanas de Pupé.

Cohibido. Así estaba frente a esas tres estrellas de la tele. Para mí Pupé era como Nora Cárpena (mi secreto amor hasta que irrumpió en la pantalla Paula de Daktari, por quien de noche no podía conciliar el sueño), y las otras dos como el Hada Patricia de la revista Anteojito, un bomboncito! Estaban allí, frente a mí, pero no me parecían palpables. Así y todo -movido por el interés de mis comitentes- rompí el hielo y pude ingresar al patio, mientras la Anchorena y Mamá departían en el comedor.

Paula de Daktari fue la fuente de mis primeros insomnios:


Fue allí donde descubrí la forma en que uno de los dos Seguras grandes podría realizar todas sus ilusiones. Una pileta de lona, rectangular, verdecita con los ángulos para sentarse, colmada de agua cristalina, presta para arrojarse como Ron Ely en Tarzán (todos los días a las 19 hs. por canal 13) Pero con una particularidad muy especial... en su interior una nutria.

A Pupé su padre le había regalado una nutria. Ya tenía el valioso dato original y distintivo que favorecería la comunicación. El objetivo estaba cumplido. Solamente restaba que mis primos hurgaran en el Lo Se Todo la vida de las nutrias, sus costumbres, alimentación, etc., para que, sin tapujos le cerraran el paso a la Pupé en plena Nazca un viernes a la tarde, entre cientos de personas y le dijeran, por ejemplo, con este trozo de quebracho tu nutria puede afilarse los dientes...

Impresionante. Hasta a mi me hubiera dado bola! ¿Cómo está la nutria? ¡Amo a las nutrias! ¡Que animalito más simpático! No sabía que tenías una nutria, que lindas, no?

Era imposible no obtener una respuesta. Faltaba solo poner el lugar y la ocasión, algo sencillo para esos vagos que no tenían otra cosa que hacer que imaginar situaciones para abordar mujeres. La diferencia era que esta no era una mina cualquiera, de esas que te aceptaban ir al corso de Cuenca o dejarse besar libremente en los jardines de Agronomía, estamos hablando de la Pupé, un vino fino –ningún Talacasto- que merecía un trabajo muy prolijo...

Pero yo estaba bien confiado que alguno de mis dos primos, seguramente Norberto, el que nació el mismo día que yo, pero varios años antes, bien pintón y con la labia que Dios y el tiempo me supieron entregar a mí también, el seguro ganador de ese preciado premio Gordo de Navidad.

Les confieso que el animalito era muy simpático y a los pocos minutos olvidé mis cavilaciones, e incluso la posibilidad de llevarme yo algún billete ganador de Reyes con cualquiera de las hermanitas... dos cosas estaban claras. Mi amor irreducible por Ana María (también imposible) y la pasión que despiertan en mí los animales. Quise inmediatamente tener una nutria.

Así, logrado el objetivo, esa misma noche me dirigí hacia la vereda de Don Castilla donde mis primos y una banda de ilusos “rebeldes sin causa” mataban su ocio hablando de fútbol, boxeo, autos y mujeres. Como el portador del secreto mas preciado me acerqué a Norberto y, sin despertar sospechas, supo allí mismo el éxito de mi misión.

Como si estuviera revelando la trama del retorno de Perón con su avión negro y todo, sin preámbulos mandé: Pupé tiene una nutria.
Siempre quise ser como Simon Templar:


Al principio, la revelación no causó efecto alguno. Tal vez, mi sobredosis de “El Santo”, con Roger Moore había desarrollado una imaginación conspirativa superior a la del común. Solo se trató de unos instantes de incertidumbre. Inmediatamente y al unísono mis primos advirtieron que la novedad era valiosa y al ver cómo se iluminaban sus ojos, comprendí como internamente procesaban frases repentizadas similares a la que ya describí. ¿Así que tenés una nutria?

¡Una nutria!

La nutria de Pupé:


A todo esto tanto mis ilusionados primos como yo, que ya había obtenido un “adelanto” (dos Particulares 33), desconocíamos ciertos aspectos de la trama que, a la postre, resultaron fatales para la obtención de un final feliz de nuestra conspiración.

Poco tiempo de instalado el animal exótico en la casita de los Anchorena, llamó tanto la atención su simpatía como su afición por destruir sistemáticamente el mobiliario, zapatos, patas de mesa, etc.

El primero en reconocer el error fue el padre quien, como había sucedido meses antes con el Papá de Osvaldito con un pingüino que le había traído del sur, comenzó inmediatamente a pergeñar un plan para deshacerse de la nutria. En el caso del pingüino era totalmente evidente. Sufría horrores el verano porteño y vivía entre pedazos de una barra de hielo que permanentemente se le renovaba en la bañadera del baño. Pero la nutria se había adaptado perfectamente. Trepaba por la escalera, se filtraba en la pequeña trastera que todas nuestras casas tenían sobre el techo de la cocina, destruía los zócalos, y muy especialmente tenía predilección por la valiosa alfombra del living de los Anchorena.

Una locura del padre de Osvaldito; regalarle un pinguino magallánico:


Mientras tanto mis primos habían cambiado su habitual vestimenta. Ya no andaban con las zapatillas Flecha azules medio básquet o los jeans marca “Far West” remendados a mas no poder. Tampoco ostentaban las remeras de gimnasia o la camisita leñadora. Todos los días, a la hora que se calculaba volvía la Pupé a su casa del Instituto (nadie sabía qué clase de instituto era), salían a caminar por García desde Helguera a Nazca ida y vuelta frenética y reiteradamente, para abordarla y preguntarle por la nutria. Y lo mas extraño que los dos, Norberto y Randolfo, sacaban a relucir sus mejores pilchas: los Lee importados (de Uruguay) y los mocasines de Guido!

Pero la Pupé era una Anchorena. Era difícil imaginársela trepada al ómnibus 84, el 210 o cualquier transporte público (salvo un taxi, claro está). Casi siempre la traía algún señor y en coche, circunstancia que daba pábulo al rumor entre las malas lenguas del barrio, polarizadas entre mi Abuela y la Yarará, sobre la clase de “instituto” al que concurría.

En determinado momento la permanencia de la nutria en casa de los Anchorena se tornó insostenible. Había ingresado en el dormitorio de los padres y arruinado un juego de Maple cuya fama había despertado la envidia del barrio. Así y todo, la Pupé continuaba ejerciendo la defensa del animal y prometiendo resarcir los innumerables daños que cotidianamente ocasionaba. Pero llegó el límite.

Como la estrategia de mis primos no funcionaba, al cuarto picado que integré el equipo de la barra como puntero derecho (incluso marcando algún gol, muy festejado), me apiadé de ellos y decidí hacer algo mas para ayudarlos. De ese modo, mandé a Mamá a tomar el te con la Anchorena y, sigilosamente, infiltrarme en la casa. Fue una buena idea pero, lamentablemente, extemporánea.

Los acontecimientos se precipitaron de modo agorero. La nutria había sido desalojada cuando destruyó la pileta de lona, otro preciado bien de la Pupé. Desconsolada ésta comprendió el carácter antisocial del bicho quien terminó en el zoológico de Buenos Aires, no muy lejos del pingüino magallánico de Osvaldito.

Todo chico de los sesenta quiso tener una pileta de lona en su casa, como Pupé:


Mientras terminaba de procesar la novedad, era ignorante que en ese preciso momento, mi primo Randolfo ataviado como Elvis de las primeras películas y cigarrillo en mano, pudo abordar a Pupé en la esquina de Cuenca e Indio. Fue un momento fatal. Ella solamente pudo escuchar la palabra “nutria” antes de irrumpir en llantos. Mi primo, que desconocía lo sucedido, se dejó dominar por la incertidumbre y en lugar de ensayar un salvador consuelo del cual aun podía extraer algún provecho, optó por un desconcertante mutis.

Pupé siguió su camino y recién pudo cesar su llanto gracias a las medidas palabras de Mamá justo de vuelta para casa. Fui testigo del tierno momento y, en lugar de quedarme patitieso como Randolfo me pude llevar el sabor salado de las lágrimas de Pupé que aun humedecían sus mejillas. Fue un premio consuelo.

Pasó mucho tiempo para que volviera a jugar en Banderines y exactamente un año sin fumar (un descuido de un Tío mio). Pupé nunca mas nos registró, seguramente por la vergüenza que le provocaba suponer que la habíamos visto llorar.

Continuó trayéndola a casa un Rambler boca de pescado de un tipo de mucha guita. Seguro que no era Alejo Apo.

Para olvidar a la nutria, nada mejor que un buen auto:


Carta de Randolfo cuando supo que estaba escribiendo un cuento llamado Pupé:
Querido Alejandro: Te agradezco la devolución de mi saludos, y te juro que quedé enganchadísimo con la posibilidad que me envíes tu cuento titulado PUPE.

Si mal no recuerdo es el nombre de una vecinita que teníamos por allá por los sesenta en Juan Agustín Garcia 3151. Y si hago un esfuerzo más, la recuerdo hermosa, radiante, inocente en su edad y época histórica.

Pertenecía a una familia de estatura más bien baja, padre, madre y tía, de muy buenos modales todos. En el patiecito que daba a la calle tenían una figura de Cristo en mosaico y un banco de cemento, lugar en el que la tía de la familia rezaba todos los días, no te sabría decir exactamente a que hora, pero sin la menor inhibición.

Con Osvaldito cada vez que pasábamos nos inspiraba un silencio respetuoso, aquella mujer entregada en cuerpo y alma a la oración y al rezo. A la madre de PUPE, le decíamos "la maestrita", apodo que seguramente nació de la proverbial capacidad napolitana para rebautizar a los vecinos de Mama Carlota. Lo cierto es que esta familia, incluida PUPE gozaba de un prestigio poco común en aquellas épocas: no se ocupaban de los demás.

De todos modos mi querido Alejandro te diré, que en cualquier historia que se involucre a PUPE, no debe quedar ausente su contracara o la Sancho Panza de PUPE que era MARIA INES hija menor de la familia llamada LOS ANCHORENA. PUPE y MARIA INES formaban una dupla como Bochini-Bertoni, Sanfilipo-Boggio, Onega-Más.

Si tenés ganas mandame tu cuento que ya en su título me recordó a una ninfa-niña del pasado. Esa cuadra del tres mil cien de García tuvo varias duplas que hicieron historia en su amistad y andanzas. Vale el recuerdo para quién fuera y es ahora de cuerpo ausente el mejor amigo que tuve y siempre nos consideramos como los hermanos que no tuvimos, y a quién vos conociste bien: OSVALDITO PARRILLA, quién a pesar de su declarado fanatismo por el Azulgrana de Boedo, me siguió como fiel escudero por los estadios más primitivos para ver a River. Imaginate la entrañable amistad que nos unía. Lamentablemente lo perdí de vista hace algunos años por su cabeza loca, y no pierdo las esperanzas de que la vida lo devuelva a su hermano y amigo.

Perdoname Ale esta digresión; seguro que lo de PUPE, me disparó el recuerdo del tipo que más quise en mi vida. A veces de manera increíble como todas las imágenes que uno recupera del archivo de la memoria, algunos gestos de mi hijo Emiliano me recuerdan tanto a Osvaldito que me largo a reír de buen gusto y después le tengo que explicar algo que para él apenas significa.

Bueno Ale yo también me acuerdo muchas veces de Gene, de Monona, de aquellos días que como bien decís pasaron como flechas disparadas a un futuro que es hoy.

No te olvides que circunstancias de la vida, quizás no elegidas por nosotros, nos llevó en momentos diferentes a mirar el mismo techo de la misma habitación, techo cuyas manchas de humedad se convertían milagrosamente en duendes nocturnos para proteger el sueño de los niños.
FELIZ AÑO NUEVO, PARA VOS, PARA NORMA, PARA SUS HIJOS, PARA LOS QUE YA NO ESTAN, PERO QUE NUNCA MÁS LOS OLVIDAREMOS.

Randolfo Segura.



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lunes, 5 de noviembre de 2007

Navidad de 1968.

¿Qué es el espíritu navideño? En algún lugar, una película o revista leí que algo así denominado era lo que invadía a una población los días de fiesta brindándole virtudes que en el resto del año se guardan como el árbol de navidad.

Espíritu navideño es, según pregona la incierta fuente, un hálito de bondad que por obra y gracia de vaya a saber quien, lleva a saludar al otro deseándole “felices fiestas”, “buen año”, etc., incluso a seres que odiamos entrañablemente o sabemos que nos envidian.

Allá por 1968 las cosas eran menos complicadas, por lo menos para mí, que esperaba estos días con alegría, ya que comería pollo al horno y junto con mis primos iríamos por esas calles de Villa Santa Rita tocando timbres, pateando tachos y arrojando papeles quemados a los buzones. Además, estaban los cohetes…

Las fiestas eran el ámbito de reunión de la familia. Cuñadas y concuñadas que disimulaban sus internas aversiones, en una especie de tregua las suspendían, para que los hermanos pudieran, en armonía, pasar una “Noche de Paz, Noche de Amor”

En esa conjunción ritual, aglutinante y hegemónica, los Segura, mi abuelo (el Tata) y Doña Carlota, actuaban como un polo de atracción más poderoso, desplazando a familias de yernos y nueras.

De hecho, la Nochebuena era la fiesta de los Segura, igual que la llamada “Noche Vieja” o 31 a la noche. El resto de los abuelos, tíos o hermanos eran homenajeados el 25 y el 1º. Incluso, en algún caso, alguien “de la otra familia” como mi Tío Cacho, podía estar una Nochebuena “nuestra”. Pero siempre, el que se sentaba en la cabecera de la mesa familiar era el Tata, como patriarca indiscutible de la familia.

El Tata era un personaje casi intocable para el resto de los mortales. Siempre ubicable en dos lugares, junto al mueble de la radio sentado, casi acodado y fumando sus deliciosos Particulares Gran Clase –sin filtro-, algunas chalas genuinas o mascando coca, el gran remedio para todos los males.

El otro lugar del Tata era la puerta de entrada. Dos pilares altos y una reja verde cuya pintura dataría de los cuarenta, también cigarrillo en mano, observaba un inexistente tráfico por la calle Juan A. García.

Desde 1951, cuando había obtenido su jubilación en Agua y Energía Eléctrica, vio pasar desde un privilegiado sitio, todos los acontecimientos que conmovieron al País y el mundo. Junto a la radio-mueble-tocadiscos (combinado) escuchó la muerte de Evita, el bombardeo a Plaza de Mayo, los fusilamientos de José L. Suárez, Frondizi, Laica o Libre, azules contra colorados, Illía presidente, el “avión negro” que traería a Perón, etc. También, al viejo le apasionaban los misterios, como el caso “Penjerek”, con sus implicancias políticas y machacante sordidez.

Recuerdo que fue el Tata, en el primer día global (Mc Luhan) el que vino de adentro con la noticia del asesinato de John F. Kennedy. Así puedo recordar como la inmensa mayoría de los que vivimos aquél 22 de Noviembre de 1963 qué estaba haciendo cuando supe de la noticia. Jugando en la vereda al fútbol, obviamente.

El Tata y su combinado eran el nexo entre la placidez de García y Cuenca con el resto del planeta.

Mis tías en la vereda de J.A.García circa 1950:


En ese 1968 tenía 73 años, pero su pelo cano, los bigotes también nevados, sus facciones aindiadas –aunque de tez profundamente blanca- muy arrugado, le daban aspecto de un hombre muy mayor. Catamarqueño de Belén se ufanaba, muy racista él, que sus comprovincianos eran los únicos del Norte que tenían piel blanca. En realidad, ese aserto se cumplía estrictamente en sus seis hijos, aun cuando sus genes estuvieran mezclados con la sangre “africana” de mi abuela napolitana. También los “primos” que venían de Catamarca a la obligada pensión en casa del Tata, no eran “cabecitas negra”.

Lo que el Tata sostenía era una Ley, verdad revelada. Años después, cuando tuve el placer de estudiar Derecho Romano, encontré en la figura del paterfamilias algo similar a lo que significaba para todos el Tata.

De pibe, mi carácter díscolo y revolucionario me llevó a contradecirlo en dos oportunidades. La primera, cuando en la mesa me animé a desmentirlo sobre que la Coca Cola generaba adicción por tener cocaína. Era un disparate, aun para un “imberbe” como yo, que defendía su derecho a tomar esa bebida en las comidas.

La segunda, cuando nos llevaron a un baile en el “Pial”, un centro tradicionalista de Avellaneda y Cucha Cucha. Lo organizaba el “Centro de Residentes Belenistas en Buenos Aires”, del cual el Tata era uno de sus prohombres.

Mesas y sillas de metal, cervezas y ginebras al por mayor. Empanadas de carne cortada a cuchillo, papas y huevos, muy jugosas, que los chicos descontrolábamos jugando a quien comía mas (17 fue mi record absoluto). Zamba, gato y chacarera.

En ese momento, pese a mi extremada inmadurez y en un momento de silencio, sin la mediación de Papá (los nietos nos dirigíamos al Tata a través de nuestros padres) interrogué imperativamente al patriarca:

- Tata… ¿no era que los catamarqueños son todos blancos? ¡Acá los únicos carapálidas somos nosotros!

Era cierto. Entonados con unos vinos, una multitud de tez trigueña animaba un intolerable pasodobles. Ojos aindiados, pestañas rectas como la de los caballos, pelo ennegrecido en los hombres y una destacable proliferación de tinturas que transformaban las cabezas de las bailarinas en carrocería de taxis (amarillo arriba, negro abajo) tornaban a Caballito, centro geográfico de la ciudad, en una imaginaria Bolivia.

- ¡Son todos infiltrados! Santiagueños, tucumanos, salteños… acá no hay ningún catamarqueño.

Años después, en aquella aciaga tarde del 1º de mayo de 1974, al escuchar el irreflexivo “estúpidos e imberbes” de Perón, volví a tener la misma sensación. ¡Qué analogía tan lograda!

Pero volvamos a esa Navidad de 1968. Los preparativos de la fiesta estaban siempre a cargo de mi Tío Agui, el verdadero delfín del rey. Los pollos, la bebida, los helados…

Nosotros, como chicos que éramos, estábamos ausentes de toda esa movida. Pero teníamos nuestros propios preparativos. En esa “sub fiesta” los caciques eran mis dos primos Norberto y Randolfo, líderes natos de la barra de Helguera y El Peregrino. Así, el 24 después del almuerzo cayó a la barra un pibe que lo llamaba “Oli” por su sorprendente parecido con el dibujo animado del “Gordo y el Flaco”. En realidad, Stan Laurel –el Flaco- y Oliver Hardy –el Gordo-, fueron, junto a Charles Chaplin y Buster Keaton, quienes hicieron reír a las generaciones de las primeras seis décadas del siglo XX. El Gordo, vivo y aprovechador; el Flaco, ingenuo y de pocas luces… Los tiempos modernos llevaron a Hanna Barbera a recrear en dibujos animados el histórico dúo.

No era lo mismo, pero igual nos reíamos. El Flaco, siempre en problemas, pedía el auxilio de su inseparable compañero –muchas veces instigador de sus desventuras- gritando Oliiiii Oliiii…. El pibe ese, cuyo nombre nunca supe, fue para siempre Oli.

En realidad, digámoslo con todas las letras, mis primos le permitían parar en la barra por una única razón: estaba motorizado. No tenía un Rámbler, Valiant o Falcon, ni siquiera un Dauphine, Peugeot 403 o Fiat 600… Como el padre tenía un reparto de no se qué cosa, le pedía prestado una “Utilitario”, versión cerrada de la Estanciera, toda destartalada y ruidosa. Viajábamos apiñados en la caja con las puertas abiertas que estallaban cerrándose ante la menor frenada o cuneta. Además, como tenía un motor “Continental” de cuatro litros, gastaba nafta por un valor superior a cualquier desplazamiento en taxi.

Según contaban mis primos, la Utilitario de Oli tenía un atractivo especial. Cerrada atrás y provista con un modesto colchón de goma espuma, era un “mueble ambulante”, ideal para llevar a cualquiera de las pibas de Lascano o alguna de las putitas del comercial Vieytes a Villa Cariño donde –como ellos decían muy gráficamente- se podía “enterrar la batata”.

Así era el Utilitario de Oli:


Esos favores que podía dispensar Oli con solo prestar las llaves de su Utilitario lo ponían en un lugar expectante en la barra, pese a que un imberbe como yo lo gastaba con cualquier interjección o charada, para el regocijo de todos.

- ¡Vamos a Versailles a comprar los cohetes que hay una fábrica clandestina con buenos precios!

¡Qué gran emoción! Yo había juntado unos cien pesos. Era plata para la época si partimos de la base que un paquete de figuritas valía cinco. Los aporté bajo la tácita condición de participar activamente de la fiesta de cohetes.

Se compró un verdadero arsenal: triángulos, cañitas voladoras, petardos, rompeportones (alguno arrojamos para “entrar en calor” desde la Utilitario), buscapiés, fósforos, etc.

El vendedor, al ver nuestra interesante disponibilidad de fondos y demostrando una criminalidad sin parangón, ofreció por módicos ciento cincuenta pesos algo que calificó como “el caño”. Tiempo después supuse que ese apelativo homenajeaba a los artefactos que utilizaba la Resistencia Peronista:

Si si señores, soy Peronista,
Si si señores, de corazón,
Pongo el caño,
Enciendo la mecha,
Salgo corriendo,
Y escucho la explosión.

El caño era un petardo descomunal de unos diez centímetros de largo con un diámetro de casi una pulgada. Era como los cartuchos de dinamita que usaba el Sargento Sanders en Combate para volar los puentes nazis.

- Pibe, tengan cuidado -fue la obvia recomendación del vendedor-.

De solo ver el “caño” cualquier tonto, hasta Oli, se daba cuenta que al momento de estallar había que situarse a no menos de cincuenta metros de la detonación para permanecer indemne.

Desde que el “caño” y el resto de la pirotecnia estuvo en poder de Norberto en su condición de líder de la barra, toda la Nochebuena se transformó para mi en el momento mágico en que explotaría esa bomba. Hasta el entusiasmo por el pollo al horno –bien jugoso y con papas- se me había pasado.

Para la barra, la cuestión pasó a ser la hora, el lugar y quién encendería la mecha.

Tenía que ser antes de las doce, ya que a esa hora todo el mundo detonaría sus cohetes y la explosión quedaría inadvertida.

El lugar, al principio, estaba en duda. Debería estar cerca de la parada de la barra, para demostrar que el bombazo era nuestro, pero al mismo tiempo, como no se conocían los efectos de la explosión, había cierto resquemor de causar algún daño descontrolado. Por ejemplo, lastimar un perro o asustar algún vecino querido como Doña Enriqueta, que francesa ella, había estado en la guerra y temía a la pirotecnia.

Se optó, creo que con tino, por la casa del ruso Abraham. Era una persona muy odiada por todos, ya que si por mala ventura la pelota caía en su patio, nunca la devolvía e incluso, el muy turro una vez la pinchó en nuestra cara advirtiendo que lo volvería a hacer hasta que dejáramos de jugar en su vereda.

Se había ido de vacaciones a Miramar todo diciembre (porque era más barato) por lo que su casa estaba vacía. Además -agregué yo católico y nacionalista- era judío, lo que significaba una represalia por lo que le habían hecho a Jesús, justo el día de su nacimiento. Un delirio, que Randolfo festejó y apoyó.

Nos acercamos al lugar estudiando el punto donde ubicar el caño. Una de las ventajas era, sin dudas, que la casa estaba justo en la esquina, por lo que la onda expansiva y el ruido viajaría potente por Helguera y García. Recordándolo fotográficamente, lo que hicimos fue una locura. Además, en ningún momento medimos las consecuencias de lo que seguramente sucedería, ya que, de lo contrario, no hubiéramos estado casi toda la tarde en la esquina. Ello nos vincularía directamente con el hecho, una vez que hubieran comenzado las pesquisas policiales…

Norberto tuvo una idea que en ese momento se vivenció como genial, pero luego y por lo que se verá, se transformó en la directa causa para que en todo el barrio se recuerde aquélla explosión y esa Navidad de 1968…

Por aquél entonces, la iluminación de la ciudad no estaba automatizada. Creo que ni siquiera en el centro existían las células fotoeléctricas. Un empleado de la compañía de electricidad recorría su zona encendiendo y apagando las luces existentes en todas las esquinas y a mitad de cuadra. El interruptor se encontraba en una caja metálica y esta, a su vez, en su correspondiente pilar.

El empleado de nuestra zona era un vago bárbaro. Para ahorrarse su trabajo le encomendaba a algunos vecinos confiables que cumplan con su trabajo, en la lógica inteligencia que cada uno se iba a preocupar de mantener iluminada la cuadra, ya que era el propio interés el que estaba en juego.

Como nosotros vivíamos en Juan A. García 3151 justo donde estaba la luz, no podía ser otro que el Tata el encargado de esa función pública irresponsablemente delegada. Para cumplir su cometido poseía una llave, de esas de metal redonditas que terminan en forma de cuadrado. Ya estaba elegido el lugar ideal, el pilar del ruso Abraham…


La fachada actual de García 3151. El barrio se modernizó totalmente:


Bastaba sacarle la llave al Tata y abrir el compartimiento. Eso fue sencillo. Estaba en un lugar mas que obvio (el combinado), y solamente tuve que esperar que fuera a tomar aire al umbral de la puerta, para distraérsela unos minutos. Los suficientes para abrir la caja de la esquina y dejarla “arrimadita” con unos papeles doblados hasta la hora del operativo.

Faltaba una última cuestión. Quién encendería la mecha. Oli no podía ser. Tampoco Mamerto, que rivalizaba con Oli en su mezquindad de luces. Osvaldito, que años después se reveló como un estafador de renombre, era el vecino contiguo a la casa de Don Abraham y sus padres le tenían mucha bronca al viejo. Si alguien lo veía, sospecharían directamente.

Norberto y Randolfo –a su vez- eran los que naturalmente debían asumir la conducción del golpe. Sin embargo, como mi experiencia política me lo enseñó años después, el comandante siempre debe estar lejos del teatro de operaciones; es una regla de conducción. No se si ellos tenían conciencia de este detalle. Posiblemente sí Randolfo, que hacía sus primeras armas en la gloriosa JP y algo de esto sabría. Pero creo que la decisión de enviarme a mí a encender la mecha fue algo más intuitivo que estratégico.

Me dio un poco de miedo pero tomé la orden con la misma convicción que años después asumí como “soldado de una causa superior”. Es la segunda analogía “bien lograda” en mi relato.

Los acontecimientos entraron en su fase final. Del mismo modo que nosotros teníamos todo arreglado para el bombazo, los preparativos para la Mesa de Nochebuena estaban listos. Se hacía en la casa de Tio Agui, en el pasaje El Peregrino 3115, a menos de veinte metros de la deflagración. Éramos un montón de personas. Todos mis tíos con sus mujeres y los ocho primos. Hasta habían logrado que el Tata, quien difícilmente dejaba su casa, se desplazara allí para encabezar la larga mesa. Todo estaba decorado con pulcritud. Poco a poco los invitados iban llegando. La hora convenida era a las nueve de la noche, para primero comer un vermucito e ir calentando la garganta con cervezas y vino. El cierre, berreta como se impone, era un brindis con Sidra La Victoria Etiqueta Negra. Un selecto grupo optaría con champagne Duc de Saint Remi.

Nosotros fijamos como hora hache las 22. La luz de la esquina ya estaba prendida y el petardo en su lugar. Yo, como ejecutor del atentado me acercaría sigilosamente y encendería un fósforo Ranchera acercándolo a la mecha. La barra se había desplegado estratégicamente la zona. Randolfo y Norberto en la vereda del almacén de Castilla. Richard y otro pibe cuyo nombre no recuerdo sentados en el umbral de su casa, por la Calle Helguera. Mamerto en su ventana (como siempre, con la regla T del colegio que yo, en un alarde de viveza, sostuve era su inicial –tonto- bajo la protección de mis primos). Osvaldito con Oli. Nuni con el ruso de la vuelta (uno que se fue a Israel y no volvió mas), por las inmediaciones.

Yo saldría caminando normalmente desde mi casa por Juan A.García, doblaría indiferente por Helguera para llegar a la casa de mis tíos y como quien va a encender un cigarrillo saco los fósforos, bajo la tapa de luz y prendo la bomba. Nada de perder la calma. Caminar como si no pasara nada y, al cruzar el pasaje El Pelegrino, rajar fuerte hacia Jonte. En el momento de la explosión estaría lejos del lugar y totalmente desvinculado de cualquier atribución de responsabilidad.

Como suele suceder, siempre pasan imponderables. Eran ya las diez y el Tata todavía estaba en su casa. Sin la abuela, que en el lugar de la celebración, no se sabe si colaboraba con la cocina o intrigaba entre las nueras e hijas.

Lo que sucedería tanto fuera como si alguien de El Peregrino viniera a buscarlo, como que el Tata se dirigiera para allá con su andar cancino, conspiraba con los planes trazados. El punto quedaba en el recorrido a utilizar por el viejo o, por Papá seguramente encargado de recordar al Tata que la mesa estaba servida. Uno de los dos me vería prender la mecha… Toda demora, además, era contraproducente. Los pibes de la barra iban a ser llamados por sus respectivos padres para ir a comer…

Tuvo que tomarse una decisión rápida, y como la barra era una “orga” en ciernes, todos esperábamos directivas de Norberto o Randolfo. Fue este último quien abandonando el “comando” salió para casa a retenerlo al Tata e indicarme la orden de partida.

En El Peregrino todos estaban echando de menos al patriarca y como era inútil llamarlo por teléfono (el Tata nunca lo atendía) alguien iba a salir a buscarlo. Papá se aprestaba para ello. Tía Elia y Mamá estaban sacando los pollos del horno. Tío Agui, con una tijera especial al efecto los trozaría. Pero como el primer plato a servirse debía ser el del Tata, era imposible comenzar la celebración. Todos entraron en un estado de ansiedad que percutía sobre los nervios de Papá, que salió en búsqueda del paterfamilias.

Cuando traspuso el umbral yo estaba acercando el fósforo a la mecha y al emprender mi carrera alocada, vi a Papá cruzar El Peregrino. Afortunadamente no me vio, de lo contrario creo que él mismo me habría denunciado a la Comisaría.

Lo que vino después fue un pandemonium. Una explosión seca y fuerte cuyo ruido reverberó por las ochavas de los pasajes y, lo peor, el corte del suministro de luz en toda la zona… Seguí corriendo sin parar, frente a los gritos de los vecinos, esos gritos como de decepción, bronca, incredulidad. Algunos salían a la calle a ver qué pasó. Todavía no era la época brava, de las bombas guerrilleras o de las criminales patotas parapoliciales. Por eso la sorpresa fue mayor. Nadie estaba acostumbrado. Además, como las calles y las casas estaban a oscuras, no se reparó en mi corrida autoincriminatoria.

Inmediatamente pensé en el Tata. ¿Y si justo venía tras de mi y le alcanzó la explosión? Pero mi miedo era tan grande que no atinaba a volver al lugar desmintiendo aquella máxima de que siempre se vuelve a la escena del crimen.

Hubo un momento de calma, previo a un segundo ataque de pánico social. Las personas, mis vecinos, conocidos y desconocidos estaban sin luz. Las heladeras detenidas. Los árboles de navidad a oscuras. Las mesas con sus manjares a expensas de niños golosos que no esperarían la orden paterna para empezar a comer. Varios perros ladraban y otros, espantados, rivalizaban con mis cien metros en diez segundos… ¿Cuándo volvería la luz si mañana era feriado?

Todo estaba oscuro. Los pasajes con sus casas. Recién se veía luz más allá de Jonte. El daño había sido notable y en una segunda reflexión, luego de la del Tata, pensé en mi mismo, con pánico. Alguien iba a investigar qué pasó y me iban a meter preso.

Por eso, seguí corriendo. Más allá de Jonte, paré recién en la placita de Villa del Parque. ¡Cuenca y Nogoya! Había luz y todo el mundo estaba tranquilo, sin saber qué había pasado pocas cuadras atrás.

La placita de Villa del Parque. Hasta allí llegó mi huída la noche de la "bomba":


Allí esbocé una tercera y última reflexión –tal vez la mas acertada, en esos momentos-. Pensé en mi Mamá. Seguramente estaría preocupada por mí. Asustada. En medio de aquél desastre se preguntaría donde estaba. Por eso, decidí volver y hacerme cargo, en el caso de que alguien me hubiera visto, de lo que había hecho. De última, era un pibe y no tenía por qué saber que con un cohete de mierda iba a dejar si luz a medio Villa Santa Rita.

Así, como si bajara de un plato volador, volví a la casa de Tío Agui. El Tata, sentado en la cabecera parecía, con el reflejo que la vela le provocaba desde abajo a su rostro, un tenebroso espectro.

- ¡Donde estabas! ¿No habrás tenido algo que ver con el desastre que hicieron en lo de Abraham? -me espetó inquisitivo mi Tío-.

Mis primos ya estaban comiendo.

- Si yo llego a saber quien fue el desgraciado lo mato con mis propias manos –agregó Papá, en un alarde de violencia.

Fue una injusticia, pero Norberto y Randolfo me miraron con resquemor, suponiendo absurdamente que los iba a delatar…

La demora para mi fue fatal. Solamente me tocó un ala fría con dos papas…





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