Solo lo había visto un par de veces, al entrar al colegio,
cuando Pepe todavía vivía en Quintino e Independencia.
Era un perrito pomerania muy bonito y vivaz. Cachorrón. Pepe
lo traía con su coqueta correa y la Mamá lo llevaba de vuelta a casa. Lo veía
despedirse con mutuas miradas de amor y felicidad. Su cola automáticamente se
detenía cuando el dueño traspasaba el umbral de entrada.
En ese momento de nuestras vidas –apenas teníamos 9 años-,
nuestras preocupaciones o, mejor dicho, los asuntos que convocaban nuestra
atención eran pocos y sencillos. El fútbol, seguramente el más importante de
todos, las figuritas (relacionadas con el mismo tema), las tareas del colegio,
las series de televisión y algún par de pavadas muy puntuales que no me vienen ahora
a la cabeza.
Todos teníamos alguna “marca” que nos identificaba en ese
reducido esquema situacional. A mí, por ejemplo, el hecho de ser “el nuevo”, al
haber ingresado al colegio en cuarto grado, es decir cuando casi todos ya se
encontraban integrados. Por eso me costaba ser incluido en un equipo para jugar
–era uno de los últimos en el “pan y queso”- o, ya jugando, que me pasaran la
pelota. Eso fue hasta que un mediodía, en la canchita chica que daba a México,
le pegué fuerte y de sobrepique a un balón que casualmente se posó frente a mí
clavándose en el ángulo de un arquero tapado por al menos una veintena de
jugadores y circunstantes.
También era “raro” porque no había aún tomado la Comunión.
Provenía de una escuela estatal y mis padres no habían pensado en mi puntual
Eucaristía seguramente por haber carecido de plata para el traje y la fiesta.
Pepe, aunque no lo llamábamos así sino por su apellido
–Taladriz- poseía las tres virtudes que yo aspiraba adquirir al poco tiempo de
haber ingresado al Colegio San Antonio: buen alumno, buen compañero, buen
jugador de fútbol.
Recuerdo que una tarde, mejor dicho en el “Día del Padre
Director” en el Colegio Don Bosco de Ramos donde nos llevaban “de paseo”, el
cura que hacía las veces de técnico del equipo decidió sacarme. Con
indignación, porque para mí el cambio era injusto, me puse a llorar de bronca y
desconsoladamente. Una verdadera mariconada. Todos se largaron a reír e incluso
el técnico –enojado- intentaba sacarme del campo de juego “por las malas”. Nadie
comprendía el sacrificio que había significado para mí estar en ese equipo y
las ilusiones que se desvanecían con mi salida. El único que se me acercó fue
Taladriz quien se quitó su camiseta para dármela. Fue un gesto que nunca olvidé
y guardé en mi propio arcón de los recuerdos. Confieso que hasta hoy lo oculté
por temor a revelar una debilidad de mi parte que pusiera en tela de juicio mi
hombría y vergüenza.
El caso es que esta pequeña anécdota revela quién era
Taladriz. Sus dotes de alumno distinguido, buen insider derecho y compañero que
en aquél momento yo intentaba emular, eran conductas que solamente se hacían
visibles en ese acotado plano de nuestro entendimiento (colegio, fútbol)
mientras en realidad lo que se plasmaba era algo mucho mas valioso: era una
buena persona.
Decía antes que todos teníamos nuestra “marca”. El Colegio
San Antonio, con su Oratorio y Capilla de la congregación salesiana fue fundado
por el R.P. Lorenzo Massa con el propósito de permitir a su otra noble
Institución por él fundada –el Club Atlético San Lorenzo de Almagro- participar
de los torneos de fútbol contra otros equipos escolares. De allí que de 50
alumnos del grado por lo menos 35 éramos de San Lorenzo.
En otra ocasión contaré como llegué al San Antonio. En eso
tuvo que ver mi fanatismo por el Ciclón.
Había chicos de River, Boca e Independiente, alguno de
Racing. De los equipos “chicos” como Vélez, Ferro o Atlanta no había nadie.
Tampoco quien fuera de otros cuadros provincianos como Estudiantes, Newell’s o
Colón. Pero sí había un solo hincha de Huracán y ese era Pepe Taladriz.
Otra de las cosas que puedo decir de este compañero tiene
que ver con un accidente que sufrió en el colegio y que, de alguna manera nos
marcó a todos. El San Antonio abarca buena parte de la manzana delimitada por
las calles México, Treinta y Tres, Independencia y Quintino Bocayuva. Si bien
el ingreso era por México 4050, en los fondos, sobre la Av. Independencia
contaba con un enorme Cine Teatro junto a la “cancha grande”, con piso de cemento.
Para separar a este campo de juego, casi de dimensiones reglamentarias, los
curas habían instalado unas rejas que habían pertenecido a la Penitenciaria
Nacional –hoy Parque Las Heras-, ese siniestro lugar donde fueran fusilados
Severino Di Giovanni y Juan José Valle, entre otros.
Cómo habrán llegado esos barrotes carcelarios al colegio es
una incógnita que paulatinamente va sepultándose en el pozo del olvido. Recién
con la madurez y el conocimiento de la historia pude concienciarme sobre lo que
esas rejas significaban. Ejercían sobre nosotros cierta fascinación al
treparnos o percibir cómo devolvía con errática trayectoria el rebote de un
fuerte pelotazo. Sin embargo, en realidad estaban manchadas de sangre y teñidas
con el sufrimiento de muchos compatriotas injustamente detenidos.
Me fui por las ramas otra vez. Y me entristece pensar en los
centenares de chicos que como yo se apoyaron en ellas sin conocer el triste
secreto que encierran, valga la semántica paradoja.
Pero vuelvo a Taladriz y su accidente.
Como ya creo que expliqué en otro cuento, los alumnos del
San Antonio podíamos ser “externos” o “medio pupilos”. Estos últimos, como
nuestro protagonista, almorzaban en el colegio. Cuando terminaban los pibes de
comer y los externos volvíamos para afrontar el horario vespertino, empezaba el
“recreo largo” en el que tenía lugar un partido de fútbol.
Nuestro Maestro Frías dividía sus cursos en dos grupos.
Atenas y Esparta, Roma y Cartago, etc. Los alumnos de uno u otro grupo
sumábamos puntos en pruebas, tareas para el hogar o simples preguntas bien
contestadas en clase. Todos los meses había un ganador y quien más triunfaba a
lo largo del año era declarado “campeón”. Uno de los puntos que también
contaban era el resultado del partido del recreo grande.
Yo comía apurado para estar en el inicio del macht y algunos
pibes, como Taladriz, hacían lo propio en el comedor del colegio. La espera
cesaba cuando el Cura Cánepa venía de la secretaría con la pelota Nº 5 de felpa
gris, especial para piso de cemento y con un fuerte pelotazo de esos que solían
llamarse “a la marchanta”, dábase por inaugurado el partido. Una vez, recuerdo
que le pegó tan fuerte que la pelota se colgó en el techo del cine y ese día no
hubo fútbol.
La tarde del accidente estábamos esperando la hora del
partido. Algunos, jugando a las figuritas. Otros trepados a las rejas. El “arco
que da al Colegio”, en contraposición al que deba “a la Av. Independencia”,
parafraseando el relato del Gordo Muñoz o Bernardino Veiga, tenía como fondo a
aquéllas rejas pintadas de azul francia.
Fleitas, un misionero que vivía en Lanús (es decir más lejos
que nadie) y era hincha de Boca, mucho más alto y desarrollado que cualquiera
de nosotros, se arrojaba desde las rejas como Tarzán, aunque su estampa
autóctona nos hacía evocar a otra especie cuya mención no puedo aquí repetir
sin transgredir un deber jurídico impuesto por la ley 23592. Este pibe se
arrojaba desde la reja al travesaño del arco –de dimensiones similares a uno
profesional-, quedaba colgado, se soltaba y volvía a ensayar su proeza una y
otra vez desafiando a cualquiera de nosotros, suponiéndonos incapaces de
hacerlo.
Yo lo miraba con asombro. El Negro –porque así le decíamos
impermeables a cualquier prejuicio discriminatorio- saltaba casi tres metros y
a una altura de un poco más de dos, asiéndose firmemente con ambas manos como
si se tratara de uno de los habitantes del Planeta de los Simios (película con
Charlton Heston que casualmente habían exhibido pocos días antes en el Cine del
Colegio).
Obviamente, rehusé el desafío. Haurigot, un chico petisito y
muy liero, se tiró y elásticamente rebotó en el piso desatando la risa de
todos. Alberti, un pibe que no se metía con nadie ya que poseía sus propios y
graves problemas, nos llamaba a la reflexión, sugiriéndonos no aceptar el reto:
-
No se tiren… ¿No ven que Fleitas es un mono misionero
recién llegado de la jungla?
Después de la caída de Haurigot, Fleitas dobló la apuesta.
-
¡Me tiro y me subo al travesaño! –dijo-.
-
Pará, pará –terció Taladriz mientras se aprestaba a
ensayar la prueba.
Nadie dijo nada. Yo iluso, pensé: si alguien puede lograrlo
es Taladriz.
El arco del accidente. Allí me colgué como no pudo Taladriz. Atrás, las tenebrosas rejas de la Penitenciaria.
Sin embargo, su impulso sobrehumano no alcanzó. Aun recuerdo
sus ojos al volar, iluminados por un fuego olímpico, con la mirada que se tiene
cuando se está por ejecutar el penal que nos dará la victoria en tiempo de
dscuento.
Nadie, ni siquiera Alberti, pudo impedir que Taladriz volara
con el propósito de asirse a ese travesaño testigo de innumerables pelotazos
que cegaban la gloria de un gol. Así fue como las yemas de los dedos de ambas
manos apenas lo rozaron y la trayectoria de su cuerpo se convirtió en un largo
vuelo justo en el centro del arco, una especie de “gol al revés” que terminó en
el piso sin que nuestro Ícaro huracanense pudiese amortiguar la vehemencia de
su impulso interrrumpida por el frío pavimento que lo acogiera.
Cara de dolor sordo, parecida a la de Michael Corleone con
su hija muerta en brazos de El Padrino III, porque ni gritó ni lloró; sólo
atinaba a decir que no sentía su brazo izquierdo que intentaba asir, como si lo
sintiere a punto de cortársele. Venciendo una fobia que había adquirido en
segundo grado, cuando una nena estalló sus anteojos en un recreo y la sangre
que brotaba a chorros de sus arcos superciliares aún tengo grabada en mi
memoria, me acerqué al amigo caído constato que su brazo no se encontraba en el
lugar donde naturalmente debía estar.
Algunos, haciendo gala de un salvajismo propio de la edad lo
instaban a levantarse:
-
Dale, dale, no seas maricón –decían y uno de ellos era
el ileso Haurigot-.
Nuevamente fue Alberti quien actuó con cordura.
-
¡No lo toquen! Está fracturado.
Al escuchar esto, Taladriz frunció su ceño, más por
preocupación que de dolor y trágicamente preguntaba al colectivo que comenzaba
a concitarse:
-
¿Tengo el brazo, lo tengo?
Mutafian, un compañero al que solo le faltaba el turbante y
la túnica para representar a un auténtico beduino, con la serenidad que evocaba
su desértica apariencia intentó tranquilizarlo:
-
Quedáte tranquilo que el brazo lo tenés.
Luego todo adquirió una dinámica que, para los más atentos,
valió más que mil clases de lenguaje, geografía o matemáticas. El único que atinó
a hacer algo fue nuestro Maestro Frías, quien desafiando alguna ilógica
recomendación que decía que había que esperar que a Taladriz lo vinieran a
buscar sus padres, tomó al accidentado y llevándolo en sus brazos lo puso en un
taxi y lo llevó al Ramos Mejía.
Frías lo llevó al Ramos Mejía. Un tipazo nuestro Maestro!
Nosotros nos quedamos sin fútbol ni clases, pero el arrojo
de nuestro maestro –que sólo tenía 19 años- jugándose por un alumno y poniendo
en riesgo su fuente de trabajo, nunca lo olvidaremos.
Al día siguiente Frías nos explicó lo que había hecho,
disculpándose por habernos dejado sin clases. Yo sabía que había actuado
correctamente porque Mamá –maestra al fin- lo había elogiado:
-
¡Ese muchacho es oro en polvo!
Pero además, como la fractura que había sufrido nuestro
amigo era jodidísima y no podía volver al Colegio por el resto del año, el
Maestro le llevaba a la casa la tarea, se la corregía e impartía clases los
días sábados, para que no perdiera el año. Además, y durante la tarde, había
organizado visitas de 4 ó 5 compañeros a la casa de Pepe, a la que íbamos en
taxi, ya que se había mudado a Flores, con el Maestro Frías.
En una de esas visitas, con Taladriz en la cama con torso y
brazo enyesados, se me ocurrió preguntarle…
-
Che ¿y el perrito que tenías?
-
No lo tengo más.
Su réplica, con cara de tristeza y decepción cerró un
diálogo que volvió a reinstalarse muchísimos años después.
Pasó el tiempo y los senderos de la vida que se nos abrieron
lograron separarnos. Pepe siguió su secundario en San Francisco de Sales y yo
en el Pío IX, ambos colegios salesianos y enfrentados por esquina en diagonal
en la encrucijada de Hipólito Yrigoyen y Yapeyú. Estábamos tan cerca y, sin
embargo no nos volvimos a ver.
Mi vida como la de todos los adolescentes de esa y cualquier
época fue adquiriendo nuevas responsabilidades que no solo pasaban por el
estudio. A partir del año 73 me interesé mucho por la política y al año
siguiente nos mudamos a Haedo Norte.
Quedó atrás la inocencia de los años del San Antonio.
Aquellos compañeros se fueron perdiendo en el olvido. Nuevas amistades, un
colegio secundario distinto, los noviazgos y sobre todo la militancia se
transformaron en motores de mi existencia.
Uno de los compañeros más valiosos que recuerdo en aquellos
años difíciles se llamaba Milo y pronto verán por qué me detengo tanto en su
recuerdo. Era uno de los organizadores de la Juventud en el conurbano
bonaerense y nos veíamos muy seguido en las reuniones del ámbito a las que
concurría en mi carácter de “simpa” de la Columna Oeste.
A mediados del 74, cuando estábamos armando una actividad,
nuestra amistad se hizo más estrecha ya que Milo era además hincha de San Lorenzo.
Lo vimos campeón del Nacional del 74 en una cancha de Vélez que todavía no
había sido remodelada por los milicos y con la plata de todos. Emilio, porque
así se llamaba Milo, también era salesiano. Estudiaba en Santa Catalina y vivía
en Llavallol.
El Viejo Gasómetro, templo del fútbol argentino.
El compañerismo que profesábamos se fue articulando a partir
de esas dos pasiones irrefrenables de nuestro Pueblo: el fútbol y la política.
Pero en ambas locaciones poseíamos sólo desazones. San Lorenzo comenzaba una
etapa de declinación que terminaría con la pérdida de su estadio en 1979 y el
descenso de 1981. Y las ideas que nos concitaban se convirtieron desde el año
75 en el blanco favorito de las bandas de ultraderecha como la triple A, la
JSP, el C. de O., la JPRA y la CNU entre tantos criminales a sueldo precursores
del terrorismo de Estado.
Varias veces fui a Llavallol a visitarlo a Milo. La casita
en la que vivía con sus padres, muy humilde pero bien construida, servía para
sustentar en mi imaginación un mundo social al que aspiraba en el conglomerado de
ensoñaciones juveniles. Un mundo de trabajadores, desprovistos de la cultura
consumista que se propalaba a partir de la televisión, instruidos en la
lectura, que valían por lo que eran más que por lo que tenían y que se
realizaban a partir del trabajo asalariado, en su barrio como lugar de
pertenencia.
¡Cómo no iba a ser hermosa aquélla casita de Llavallol si el
padre de Milo era obrero de la construcción! Tenía un perrito muy simpático, de
esos que cuando te miran parece que te están sonriendo. La mamá le había tejido
una polera de San Lorenzo para los días de frío.
Entretanto y ya en 1976 comencé mi carrera de abogacía en la
UBA. Cursábamos a la mañana, porque ese era el horario que más oferta tenía
seguramente con el propósito que tenían los dictadores que solo estudiaran
aquellos que no tenían el deber de trabajar y yo, sin laburo, me dedicaba al
estudio a full. Todos los viernes dejaba la facultad medio apurado porque tenía
una novia en Ballester que salía del colegio Hernández a las 17 hs. Con el propósito
de tomar lo antes posible el Suárez, enfilo para la puerta de alumnos y en una
de esas un estudiante con el dedo índice oscilante y entrecerrando su ojo
derecho me dice:
-
¿Vos sos Segura?
-
Siiii… ¡Taladriz!
Pero no fue ese reencuentro casual el que volvería a enlazar
nuestras vidas y recuerdos luego de tantos años. En el 77 había entrado a los
Tribunales del Trabajo y un día, en el viejo y querido edificio de Talcahuano
490 –construido al efecto durante el primer gobierno de Perón para el nuevo fuero-
me lo encuentro nuevamente. ¡Trabajaba en un Juzgado laboral!
Fue entonces la fuerza del destino la que se empeñó en
afianzar la unión de nuestras vidas, luego –incluso- como colegas abogados
laboralistas. Pero la casualidad final vendría con la evocación que hice, casi
tangencialmente, cuando me referí a Milo.
Con él nos encontrábamos siempre en el Viejo Gasómetro, a la
izquierda de la hinchada sobre el mismo codo que solía llevarme Papá de pibe,
cuando no pudo seguir pagando su platea en la Bodas de Oro. Nos veíamos como si
fuéramos sólo lo que éramos: dos hinchas del Ciclón, sin que nadie sospechara
allí de nuestra condición de supuestos “enemigos del Ser Nacional”. Así, por
seguridad nuestra y de los compañeros nos encontrábamos con Milo sin mencionar
nada de una militancia que mutuamente dábamos por vigente. Y un día no vino
más. Fue a partir de un partido con Independiente que, para peor, perdimos de
modo inapelable. Nunca más lo vi.
Pasaron aquellos años, Taladriz y yo fuimos ascendiendo en
nuestra carrera judicial y con la declinación de la dictadura renació en la
superficie la actividad política, aflojándose los insoportables controles a la
vida ciudadana, aunque quienes habíamos tenido una mayor participación en la
resistencia, ese temor de caer en manos de los dictadores nunca se disipó.
Así fue que un día junté coraje y volví a Llavallol. Habrá
sido a principios del año 84, a la casita de Milo. Me atendió la mamá, que me
recordaba como todo aquello que se vinculara con su único hijo.
-
Hola Señora, soy el Cuervo, amigo de Milo, de
Luzuriaga-. En realidad vivía en Haedo pero me gustaba que era de Villa
Luzuriaga, de esas calles queridas de Matanza.
El barrio de Llavallol estaba mas gris, mas triste, más
sucio, como si asemejándose a una persona, se hubiera borrado de su semblante
aquella sonrisa que recordaba haberla vista la última vez que entré en esa casa
en 1974. La casita de Milo, erigida por obra y oficio de su papá, lucía
despintada, con algunas tejas despegadas, el pasto crecido. Pero lo más
desolador fue el rostro de esa madre dolorosa que confirmó algo que yo íntimamente
suponía como probable.
-
Milo desapareció. Se lo llevó una patota militar en
1978 antes del Mundial.
Me hizo entrar a su doliente intimidad, plagada de
recuerdos.
-
¿Querés pasar a su cuarto? Está la camiseta de los
Matadores…
Yo estaba invadido por el silencio y esa irritación que uno
sufre en sus ojos cuando no puede resistirse el llanto. Estaban además las
insignias que delataban pasión futbolísitca, las cosas de vivir que poseía
cualquier pibe suburbano en los 70. Discos de Vox Dei, Manal, Pappo y Sui
Generis. El payaso con su sopapa en la cabeza, primer álbum de Almendra. Dos
scalextrics. Unas zapatillas Flecha y la Nº 5 con gajos azul y granates. Por momentos
me sentí un intruso, en esa habitación detenida en el tiempo que se asemejaba
mucho a mi cuarto del Barrio Envión de Haedo. Pero lo que más me incomodaba era
la imposibilidad de encontrar algo que decirle a esa madre que no tenía
siquiera el consuelo de saber dónde estaba su hijo, vivo o muerto.
Símbolo de nuestra generación.
Me refugié emocionalmente en mi profesión, proporcionándole
datos sobre a quien acudir para la búsqueda de Milo, con el propósito de que
apareciera con vida –en ese momento muchos familiares todavía guardaban la
esperanza- y se castigara a los culpables. Encontábamos en esas disquisiciones
cuando mi vista se desvió involuntariamente al aparador que, sito en el
comedor, alojaba un único portarretratos con la imagen del amigo desaparecido.
Era Milo en el fondo de su casa junto al mismo jazmín que hoy veo plagado de
insectos y con sus flores marchitas, tomando del cuello a su inseparable amigo,
el perrito que ríe.
-
¿Cómo se llamaba el pichicho Señora?
-
Batuque.
…
-
Batuque se llamaba y era mi mejor compañero.
Su rostro, o mejor dicho la silueta de su cabeza recortada
por el resplandor del ventanal de La Giralda atrajo toda mi atención. Supongo que
al advertir mi estupor al pronunciar el nombre “Batuque” tiñó de emotividad el
relato que se volvió minucioso y acompasado.
La Giralda, refugio de todos mis mediodías.
-
Te cuento esto porque sos mi amigo y no sé que sensación
me atrajo al pasado que siento la necesidad de contarte esto que siempre guardé
dentro mío.
-
Dále, seguí tranquilo.
-
Mi Viejo era un tipo duro. Recto, poco proclive a que
se le notaran sus sentimientos, como eran nuestros padres. El había sufrido de
chico mucho porque quedó huérfano a los ocho años. Nos crió a mi y a mis
hermanas con esa convicción, llena de valores pero con dureza. Un día, a mi Mamá
que era maestra…
-
¿Maestra? –lo interrumpí con emoción-. No digas, como
la mía.
-
Un alumno le
regaló un perrito. Un cachorro que cuando lo trajo a casa era como un pompón de
pelo. Fue mi compañero de juegos. Cuando iba para el colegio me despedía de él
y al llegar movía la cola… Me hacía una fiesta bárbara.
-
¡Sí, lo recuerdo! Alguna vez lo vi en el colegio cuando te traía tu Mamá.
-
Y resulta que al nacer mi hermanita menor, que le llevo
unos años, el perro que antes era el bebe de la casa fue inconscientemente desplazado.
Todos, mis viejos y mi otra hermana lo fueron dejando de lado. Todos, menos yo.
-
Suele pasar. Es la historia de “La Dama y el Vagabundo”…
Parecía no escucharme. Seguía su relato con obstinación, mirándome
fijamente como si estuviera quitándose un gran peso de encima.
-
Hasta que un día y no sé cómo, el perro le gruñó y le
mostró los dientes a mi hermanita. Mamá se asustó y mi Viejo cuando se enteró
tomó una drástica determinación.
Sus ojos se entrecerraban como si estuviera buscando imágenes
perdidas en la profundidad del dolor.
-
¡Qué pasó! –dije, suponiendo lo peor. La revelación
significaba la contestación a aquélla pregunta que formulé en 1968 cuando
guardaba reposo-.
-
Mi viejo dijo “el perro tiene que irse”. No podía
permanecer en casa, ante la posibilidad de que atacara a la beba. Fue así como
sin consultar a nadie se lo regaló a un albañil que estaba en casa haciendo
unos arreglos.
-
¿Y vos qué hiciste? Al fin y al cabo era tu perro…
Tener un perro es algo fundamental en la vida de cualquiera.
Y si bien es cierto que es un animal pródigo de cariño –le sobra para propios y
extraños- siempre tiene predilección por uno de la casa, a quien reconoce como
dueño. Resulta difícil comprender cómo ese vínculo puede llegar a quebrarse por
la decisión de un tercero. Pero en aquél entonces los niños no decidíamos nada,
siempre sometidos a los designios de nuestros mayores.
-
Fue terrible e inolvidable. Con Mamá y mis hermanas,
Papá nos llevó muy lejos, a la casa del albañil llevándole el perro, mi perro. Durante
todo el viaje fue infructuosa mi súplica… ¡Quería conservar a mi perro!
-
¿Por qué esa crueldad? –quise componer buscando un
consuelo manifiestamente extemporáneo-.
-
Supongo que Papá quería darnos una lección sobre lo que
es sufrir la pérdida de un ser querido. Batuque quedó atado a un árbol y esa es
la última imagen que de él conservo. Ladrando sin comprender cómo nos alejábamos
de él.
Se produjo un silencio en el relato. Imaginé lo que
significaba para mí la pérdida de una mascota. Ver envejecer y morir a un ser que
llega a despertar en nosotros un amor inexplicable. Pensé “eso ya es
insoportable, cuando peor será ver como somos separados del ser querido sin
tener la certeza de que si en algún momento lo volveremos a ver”.
-
¿Y no volviste a verlo? ¿Supiste que fue de él?
-
Volvimos en el auto, un largo recorrido, y no pude
dejar de llorar. Mamá buscaba alguna explicación a lo sucedido y sólo
encontraba una monolítica respuesta de mi padre: “Yo perdí a mi madre siendo
muy niño… es bueno que aprendan a sufrir…” Nunca olvidé a Batuque. Siempre lo
recordaré como el mejor amigo de mi niñez.
Sus ojos que oscilaban leve pero rápidamente sin dejar de
verme mientras el ceño de su frente apretaba una angustia muy guardada que
afloró a partir de nuestra charla. Supuse que en ese momento confluían en mi
interlocutor sentimientos encontrados, pero lo que enrojecía la mirada del
querido Pepe era no saber qué había sido de la vida de su Batuque.
-
Mirá Alejandro. Yo estoy seguro que esa tarde, si al
perro lo desataban, se venía corriendo tras nuestro auto desde Llavallol.
Don Bosco orienta nuestras acciones.