lunes, 19 de enero de 2015

Aclaración previa e índice de publicaciones.


Mi pasado en algunos barrios porteños y del conurbano oeste bonaerense se despliega en estos cuentos con vivencias propias y prestadas.

El límite entre lo autobiográfico y la ficción se hace tan difuso como el territorio donde la nostalgia, lo risueño, lo grotesco y la tragedia se indiferencian según el cristal con que se mire.

No renuncio a una condición que resultó previa a mi actual posición. Con tesón, sacrificio y el aliento de los seres queridos, pude pasear mi prosapia sanlorencista por las calles de París... llegar al centro del mundo. Por eso, siendo aquélla necesaria en la construcción de la realidad de mi familia y propia, sin ocultar ese pasado barrial y plebeyo, convoco a que confirmen que sí... que yo fuí berreta.



Cuentos publicados:

Subversión, lascivia, supersticiones, violencia, cobardía y mi empecinamiento en un amor imposible una tarde en el sur del tercer cordón del Gran Buenos Aires. Una tarde para olvidar.

En un viaje del Tranvía 84 descubrí la profundidad de la vida.


La amistad de un perro trasciende épocas y vidas.

A partir de una conversación trivial surgió la necesidad de volver cuarenta años atrás y pasar revista a los autos de mi infancia. Pero como la imagen vale más que cien palabras, para indicar cuáles eran, fue necesario armar un precario álbum de fotos con algunas anécdotas berretas.


Peripecias que de niño viví en una calle de tierra con una vía de ferrocarril en su frente y una “casa vieja” que haría las delicias de cualquier película de terror.


Nuestra infancia fue la patria de la candidez. Sólo supe que mi Tía estuvo embarazada cuando nos presentaron a la nueva primita.


En 1970 no se hablaba de “violencia de género”. Mucho menos podía pensarse que ésta se ejerciera contra el varón de la casa. Sin embargo, el carbonero de Boedo cotidianamente sufría un público martirologio sin que nadie del barrio saliera en su defensa. Su mujer, Doña Eugenia, se había empeñado en denigrarlo sin piedad alguna, hasta que un sueño, un sueño muy arcano de nuestro vecino, hizo eclosión esa nochevieja en el patio de la carbonería.


Papá tenía razón. Esos cuatro no eran los Beatles. Por suerte mi primo Norberto calmó la angustia de ese día.


El amor nunca viene solo. Así lo supuso mi amigo una bella tarde de domingo en el Barrio Envión I de Haedo.


Sencillamente, mi Papá.


En algunos momentos que supuestamente eran de tensión, por ejemplo, frente a la eventual llegada del chancho, se le activaban todos los tics y se transformaba en una mezcla de Michael Fox con el inicio de una crisis epiléptica. Así era Bula.


Un entrañable personaje, abatido por un designio trágico que supo distraer con sus actitudes pintorescas, el cotidiano viaje de un puñado de haedenses berretas.


De día experto tallerista colisero en Ramos Norte. De noche recitador gauchesco. Peripecias del titular de una renoleta destartalada conspicuo comensal de las tertulias del Club El Trebol de Haedo, que lo sufrió en sus dos roles.


Un imaginario silbato detenía nuestros picados en Juan Agustin García al 3100 al verla pasar. Su conquista, una quimera inalcanzable.


El espíritu navideño quebrado por una descomunal explosión urdida por la barra de García y Helguera.


Anécdotas breves:




Una tarde en Domselaar

A Carlitos Gallardo, que mucho sabe de Domselaar.

Pasaron muchos, muchos días desde el momento en que decidí escribir este cuento y el instante concreto en que interrumpo la lectura de un libro para, a altas horas de la noche, comenzar a hacerlo.

Es que olvidé el nombre de la protagonista.

Días y días, caminando por el centro, en el subte o a bordo de la bici por mi barrio cuando en vano intento despejar la mente, me pillaron en mi faena con el propósito de recordar su nombre. Logré descifrar en esa nebulosa formada durante los 38 años que me separan de aquella anécdota algunos datos certeros. Que su apellido era Aguerre (así con “e” y no Aguirre como suele ser); que vivía en 24 de Noviembre y Rivadavia, pleno barrio de Monserrat; que había nacido en Huanguelén, Provincia de Buenos Aires (esto lo recuerdo porque son los pagos del gran José Larralde) y que era discretamente hermosa.

Aventuro un nombre para no romperme más la cabeza: María Teresa. Creo que se llamaba María Teresa y le decían Tere.

Pero de lo que no me olvidé jamás fue de aquella tarde en Domselaar.

Ya sé que muchos, sino todos mis lectores, ignorarán que hay un pueblo en el sur del conurbano bonaerense que lleva ese nombre. Domselaar, Partido de San Vicente. Era en aquél entonces, invierno de 1977, un caserío implantado entre Alejandro Korn y la ciudad cabecera de partido, pero por la vía que sigue a Brandsen a la vera de la ruta 210. Fue fundado promediando el siglo VXIII y cuya particularidad especial es el llamado “Castillo de Domselaar” del cual se ha establecido una leyenda sobre que lo habitan fantasmas y demás. Un mito más, en este caso suburbano.


El escenario de la inverosímil aventura.

Yo había empezado a salir con esa chica a principios de 1977. Como imaginarán, eran otras épocas y los noviazgos se desenvolvían con mayor parsimonia que hoy día. Además, había una cierta diferencia de edad –yo estaba en la facultad y ella todavía en 4º año de un colegio de monjas-, por lo que esa relación transitaba senderos bucólicos difíciles de imaginar por las actuales generaciones. Tere (así la voy a llamar en el cuento para no sembrar mayores incertidumbres), era una morocha de tez blanca, ojos negros vivaces, armónicas dimensiones, un semblante perfecto, modos campechanos –propios de sus origen bonaerense- y carácter afable. Perfecta para enamorarse a los 10 minutos. Y como tenía buenos sentimientos, inquietudes sociales y afición por el arte, resultaba muy vulnerable a mis lisonjas plagadas de citas literarias, alusiones a la pintura del Siglo de Oro español y un izquierdismo bastante camuflado que siempre exaltaba los valores de la Justicia social y la igualdad. Por eso, cayo en mis redes.

Solíamos salir a caminar por el centro, la calle Corrientes o acompañar a Carlitos y su novia Analía –compañera de colegio de Tere- por parques y demás paseos que no nos insumieran mayores gastos. Como siempre mi presupuesto estaba acotado y, a lo sumo –sabiendo su interés por el teatro- concurríamos al San Martín a ver esas magníficas obras de teatro que por módicos precios se ofrecía su cartelera.

Yo vivía en Haedo y además de la facultad y alguna que otra changuita que hacía, tenía ocupado todo el día con la militancia. Por eso el cortejo se me hacía muy cuesta arriba lo que, sumado al estricto cumplimiento de los plazos formales que insumía la conquista de una chica como Tere, me hacía un tanto complicado sostener la relación. Sin embargo, como la piba valía la pena y siempre me gustó la difícil, ahí estaba, sentado al pie del cañón, con las obras de teatro y toda esa milonga, con tal de algún día nuestro romance pasara a mejores instancias.

Cuando uno es pibe, más en aquellos años y con una candidata que valía la pena, se amolda a cualquier cosa. En realidad –pienso ahora en voz alta- uno siempre se termina acomodando a los gustos y caprichos de la mujer que quiere. Por eso lo que me pasó esa tarde y noche no fue una culpa compartida. Todo debió atribuirse al berretín que me agarré con Tere.

¿Cómo surgió lo de Domselaar? Les cuento. Un día Tere vino con la novedad que ese domingo concurriría con sus compañeritas de colegio a un Hogar, Parroquia o algo así, para representar una función benéfica para los chicos pobres o discapacitados en el lugar que titula esta aventura. Obviamente le dije que no podía acompañarla, que tenía que estudiar (en realidad jugaba San Lorenzo) pero me puso una carita de niña caprichosa y desvalida que rompió mi corazón. Y cometiendo la peor de las traiciones al amor de mi vida, mi Ciclón, decidí ir, pero con la ilusa creencia de que cayendo “de sorpresa” al lugar, encontraría a la vuelta el esperado premio mayor. La legendaria “prueba de amor” que tan reacia estaba por aquellos años.

-         Dale, ¿vas a venir? No sabés que dulces que son esos chicos… y no sabés como nos esperan.
-         Está difícil. El lunes hay parcial de Obligaciones y tengo que repasar algunos temas –mentí sabiendo perfectamente que haría lo imposible para viajar a Domselaar y participar de esa morisqueta-.

De este modo, el día indicado y luego de apurar los rituales ravioles de Mamá salí para el sur, consciente que entre el Sarmiento a Once, subtes a Constitución y el viaje respectivo, llegaría al lugar en aproximadamente 3 horas.

Si ya era una locura ir “de sorpresa” a aquella obra de teatro, el viaje resultó ser una aventura que atravesó todos los estadios de la condición humana, leídos ellos en tiempo de comedia, drama, tragedia y farsa.

Antes que nada el lector debe ubicarse en la época. Plena represión. La ciudad y sus alrededores, como el País todo, se encontraba asolada por un ejército de ocupación, tal como si nuestra fantasía de haber vivido en un París oprimido por los nazis se hubiere hecho realidad. Una realidad amarga y casi suicida, ya que ser resistente en aquellos años implicaba riesgo real de muerte. Todos nos cuidábamos muy bien de hablar en público y con extraños como si esa injusta compulsión a no deliberar sobre asuntos públicos se hubiera adueñado de nuestra existencia hasta el punto de paralizar la comunicación incluso de los rasgos más triviales de la vida cotidiana.


Ese soy yo, todavía berreta, el 30 de marzo de 1982.

Muchas veces intento explicarles a mis alumnos esta vivencia, sin saber si puedo alcanzarlo. ¡Cómo los envidio! Haber conocido un único sistema de vida, la Democracia, es maravilloso. Nada de censura, sin estado policial, sin prejuicios ni estigmatizaciones. Bueno, algunas estigmatizaciones hay, pero ese es otro tema.

Volviendo a aquella impar jornada, y ya montado en el Roca, mientras aguardaba el comienzo del partido y desplegaba la edición dominical del Popular en busca de alguna aterradora noticia policial, viví con particular sobresalto la palabra de mi ocasional compañero de viaje quien, seguramente activado por el título catástrofe del matutino (desbaratan célula terrorista en Rafael Castillo) intervino con radiofónica voz:

- Desbaratan dice ¿Por qué mejor no dicen masacran? Masacran célula terrorista. ¿Terroristas? ¿Terroristas de qué?

Mis ojos se llenaron de asombro. A tal punto que involuntariamente guié mi atención al emisor de esas inquietantes preguntas y aserciones.

Se trataba de un hombre joven, tal vez un lustro o más mayor que yo, de tez cetrina, pelo negro apenas encanecido y desarreglado, bigote a la mejicana (como el del Chamaco Rodríguez, aquel 5 picapedrero de Ferro y River de los 60), patillas, barba de tres días, camisa Grafa azul marino, jeans Far West y zapatos abotinados con punta de acero. Sus manos callosas y descuidadas uñas revelaban nítida pertenencia a la clase trabajadora. Cuando se supo visto y oído, clavó sus ojos negros en los míos y formuló la pregunta mas temida:

- ¿Y Ud. que piensa compañero?

En ese preciso momento se instaló en mi mente el dilema que muchos comprometidos debimos afrontar durante los años de plomo: hacerse el boludo y no decir nada como se nos ordenaba o reaccionar sinceramente.

-         Creo que no son tiempos para hablar de ciertas cosas…

Musité anticipadamente la reflexión paradigmática que hiciera himno años después el Indio Solari y popularizara el gran Luca Prodán. Recibió mi respuesta con resignación aunque, sin importarle nada mi reflexión neutral, continuó como si nada:

-         ¿Vos sabes lo que está pasando en el País?

Traté de mirarlo y ensayar una mueca de resignación, Pero creo que no me habrá salido, ya que impávido aumentó su apuesta:

-         Acá hay una caza de conejos. A la gente se la va a buscar a la casa y de noche. Se afanan los pibes, se afanan. O a veces a las mujeres las hacen parir y se quedan con los bebés para criarlos como se les da la gana…

Yo lo tenía al ñato enfrente de mí en el asiento de cuatro que da a la ventanilla. Junto a mí viajaba una señora muy mayor con aspecto de jubilada docente. En la otra fila de asientos y del lado del pasillo había solo un hombre de mediana edad, morocho y de pelo corto que inmediatamente supuse que era policía o servicio. El tono y contenido de lo dicho concitó su atención.


Como en el fútbol el Chamaco Rodríguez, mi compañero de viaje era un audaz.

A esta altura contestara o no, dijera lo que dijera a favor o en contra de las admoniciones de mi interlocutor daba igual. Si voz potente se expandía como un pregón a lo largo de las varias filas del pasaje y comprometía a todos los partícipes directos o indirectos de la tertulia.

-         ¡Están averiguando los antecedentes ideológicos de todos! ¡Zurdos y montoneros se llevan la peor parte! Además son brutos, no saben diferenciar matices. Los otros días, se llevaron a un chabón que era del Partido Socialista Democrático. ¡El de Norteamérico Ghioldi!

El tipo empezaba a decir cosas que me resultaban familiares. Se me heló la sangre cuando recordé que en el 75 había firmado la ficha del Partido Auténtico. ¿La habrán oficializado? ¿Se habría perdido que nunca había pasado nada con eso? Decidí hacerme el fesa, seguirle la corriente e intentar apaciguarlo.

-         Son cosas graves… -Pero inmediatamente me di cuenta que en ciertos temas es imposible permanecer callado sin otorgar razón a uno u otro de los argumentos en pugna-.
-         ¡Graves! ¡Gravísimas! Lo que está pasando es….

Lo miré con enojo y con un golpe de vista sugerí la presencia de nuestro espectador. Con disimulo miré por la ventanilla argumentando algún reflejo revelador del curioso. Pero seguramente mi contertulio estaba loco o tenía poco aprecio por su subsistencia. Por eso continuó con mayor énfasis.

-         Ves, Ves. Eso es lo que aquellos quieren, Sembrar temor. Dejar que nos paralice el miedo.

Su insensatez resultaba tan expresiva como el acierto de sus reflexiones. Por eso tuve que ceder a mi natural impulso y desatendí aquéllas sabias instrucciones.

-         Tampoco hay que andar regalándose. ¿Se acuerda de El Padrino?

Mi pregunta lo descolocó. ¿Qué tenía que ver la mafia en todo esto sino ratificar sus dichos? “Gobierno de mafiosos”, habrá pensado que yo pensaba.

-         ¿Que parte?
-         Cuando Vito Corleone le dice a Santino “nunca digas lo que piensas a los extraños”.


El onceavo mandamiento: no revelarás tus intenciones.

Gracias a Dios nos invadió el silencio hasta que en Longschamps el locuaz compañero, abandonó el convoy con rumbo y destino desconocido.

¡Ay Vito Corleone! ¡Que sabio sos Padrino! Pensé y fantaseé que esa oportuna intervención le serviría al Chamaco para su eventual salvación.

Mientras tanto, en Domselaar tenía lugar la representación donde Maria Teresa cumplía un rol secundario. Se trataba de una obrita de teatro de amor y lucha de espadachines. 

Por mi parte, y a propósito del momento tenso vivido con el Chamaco no pude escuchar el comienzo del partido. Llegó la hora del trasbordo, porque para ir a Domselaar no existía un viaje directo desde Constitución. Había que bajar en un apeadero. Justo cuando convertía San Lorenzo encontré un asiento en la precaria estación. Nadie informó cuando ni como continuarían nuestra travesía y las largas sombras que proyectaba un tren abandonado denotaban la proximidad del epílogo a una bella tarde invernal.

Como mi tren no se aprestaba empecé a inquietarme ¿Cuánto tardaría a Domselaar? Me gustaría tomar algo con Maria Teresa antes que sus compañeritas del colegio clavaran sus ojos en mí y deslizaran ponzoñosos comentarios sobre mi persona.

El sol comenzaba su derrota hacia el horizonte, reinaba la desolación de una tarde de domingo. Para estar en ese extraño lugar había dejado atrás las estaciones Avellaneda, Gerli, Lanús, Remedios de Escalada, Banfield, Lomas de Zamora, Adrogué, Burzaco, Longchamps, Glew, Guernica, Korn o, como figuraba en mi vieja Filcar “Empalme San Vicente”. Todo un viaje… Allí había que bajar porque casi todas las formaciones se dirigían a San Vicente y el mío debía ir a Chascomús y Brandsen, dado que una estación antes de esta última era Domselaar. Así pletórico de aburrimiento fue transcurriendo el tiempo. Nos empataron. Malos años para San Lorenzo. Una voz entrecortada anunció entre metálicos acoples.

-         Próximo tren a Brandsen y Chascomús, andén 2…

Llegó una oruga –así llamé en “El Hombre de la Mañanita” al diesel Fiat-. Ya eran las 18:00 hs. Según mis cálculos, y lo que estaba anunciado en la pizarra, estaría en Domselaar aproximadamente a las 18:15 hs., tiempo suficiente para caerme al Hogar, Parroquia o no se qué y poder pasar un rato con Teresa.

Nuestra otra protagonista se encontraba rodeada por un enjambre de niños con capacidades especiales o diferentes. En aquéllos años nadie infringía norma o estilo alguno si decía que comenzaba a asustarse al verse firmemente acosada por una decena y media de mogólicos que sin inhibición alguna dedicaban su atención a sus suaves encantos. Uno de ellos, el más desenfrenado, directamente la había tomado del cuello con intenciones de besarla en la boca, mientras con la mano vacante tocaba sus partes pudendas. La cosa se estaba poniendo fulera, ya que el imbécil que había escrito la obra la había armado con escenas de amor, peleas y todo, que representadas en forma sobresaliente por los actores en cuestión, había activado quien sabe qué costado morboso del peculiar público.

Otros chicos dieron rienda suelta a sus primitivos instintos pero en la otra faz, la violenta. Como la representación incluyó una escena de lucha de espadachines, uno de los homenajeados se apropió de un sable de madera y acometía contra sus semejantes blandiendo el instrumento con notable eficacia. Tres o cuatro compañeros recibieron fuertes golpes en sus cabezas y uno de ellos de milagro no fue atravesado por un certero puntazo de esos que imaginamos significaban la estocada final.


El duelo de espadachines se convirtió en gresca total.

Las monjas, al ver el descontrol y el apuro con que el elenco desarmaba el escenario y se aprestaba a huir despavoridamente, intentaron intervenir en el desaguisado. Uno de los más exaltados niños con una capacidad de discernimiento bastante eclipsada, tomó una silla que conformaba la improvisada platea y tal vez como represalia a algún incidente anterior, se la zampó en plena clavícula a la religiosa, produciéndole una segura fractura. Dos o tres celadores hicieron su entrada en el recinto, al más puro estilo de las películas de locos como "Atrapado sin salida", e intentaron sin éxito poner paños fríos en la refriega. Tuvieron que acudir a procedimientos menos pedagógicos y con patadas y trompadas lograron reducir a los exaltados.

La monja herida yacía en el piso, entre restos de la silla homicida. Teresa lloraba desconsoladamente, un poco por la bronca que tenía al ser ultrajada por el minusválido (mogólico pero no estúpido dijo Beatriz, una compañera mas fea que vomitar boca arriba que le tenía envidia y en el fondo gozaba con el incidente) y otro poco por la forma en que el acto de amor que habían pretendido brindar a esos pibes había terminado peor que  en una película del Oeste.

Se arruinó el chocolate con churros que las chicas habían preparado para los internados. El chofer del colectivo que las había conducido a esa inesperada emboscada, se hizo cargo de la situación, incitando a todos a tomar las cosas como estuviesen, los actores maquillados y con el vestuario a medio cambiar, los decorados, el audio y las luces, subirlas al bondi y rajarse sin más de Domselaar y sus alrededores.

Las chicas lloraban histéricamente, la monja rodeada de religiosas y con ayes de dolor, fue asistida por el único médico del pueblo que raudamente acudió al caótico escenario de la gresca. El párroco que estaba tomándose unos mates en la sacristía ajeno a los acontecimientos cuando vio ese pandemonium, como buen obtuso que era, atribuyó responsabilidad a los forasteros, que seguramente vinieron con obras ajenas al Ser Nacional a perturbar el orden y la tranquilidad de sus angelitos, pobres almas de Dios no contaminadas por la moral putrefacta de la sociedad atea, marxista, masona, judía, etc.

-         ¡Pero por qué no se calla cura de mierda! Si usted no sabe nada de lo que pasó acá con esos mogólicos –le espetó el chofer, a esta altura del relato el único capaz de manejar una situación fuera de control-.

Justamente lo que intentaba nuestro improvisado héroe era evacuar la zona de operaciones antes que llegara la Policía, que seguramente tendría que intervenir por la comisión del delito de lesiones contra la pobre monja. El chofer tendría que explicar que su vetusto Mercedes 1113, ex colectivo de la línea 104 mal pintado de naranja para el transporte de escolares, no estaba en regla, no poseía habilitación alguna y además él tenía un pedido de captura de la policía de Formosa por cuatrerismo. Era crucial salir del lugar lo antes posible, y ante ello, como un estratega en plena retirada, había dividido el proceder entre el conjunto de las visitantes que portaban trajes, escenarios y bafles de sonido al colectivo, con llamativa eficacia.


Así era la albóndiga en la que habían viajado las chicas del San José.

A todo esto mi tren que había llegado al anden a las seis llevaba un atraso significativo. Recién salía de Korn media hora después. Ya había terminado el partido, a la radio le costaba tomar señal para saber el resultado total de la fecha y del Popular solamente me restaba leer el horóscopo de los otros signos (porque el mío ya lo había leído y decía: “No viaje hoy. Trastornos inesperados”).

Era ya de noche y las luces que quedaban en el vagón poco iluminaban los rostros de mis compañeros de pasaje. ¡Menos mal! Porque algunas caras habían salido de una película de Christopher Lee y Peter Cushing… estaba ingresando a un terreno escabroso. De pronto, uno de los espectros no identificados se sienta frente a mí en evidente estado de ebriedad. Comenzó a mirarme fijamente a pesar del bamboleo provocado por el trajinar del tren (y su averiada suspensión), pero sus ojos superaban el movimiento tiesos en mi, precisamente en mi entrepierna.

Ya había logrado zafar del antidictatorial suicida ¿qué me esperaba ahora?

Pelo gris ensortijado, morocho tirando a mulato, buzo azul de frisa y cuello redondo como los que usábamos cuando hacíamos gimnasia en el colegio, pantalón de traje de verano a rayas negras y blancas y zapatillas flecha azules embarradas a mas no poder. Portaba una botella de Bordolino de esas panzonas de más de un litro con poco vino tinto, envuelta en una franela sucia y deshilachada.

Le dio un largo beso a la botella entrecerrando los ojos en prueba de un irrefrenable placer, y luego de carraspear su voz aguardentosa me espetó sin filtro alguno:

-         Pibe ¿querés que te la chupe?

Atónito por la situación y cuando el marginal ya se me abalanzaba con un para mí incomprensible afán lujurioso, pasaron por mi mente en milésimas de segundo diversas decisiones a tomar, demostrándose cabalmente que el pensamiento es infinitamente más rápido de la comprensión propiamente dicha y su traducción en la palabra oral o escrita. Me había olvidado los documentos, lo que me colocaba fuera de toda reacción violenta. Un incidente podía significar presencia policial y sin la cédula en 1977 seguro que la pasabas mal. Sentí asco por la situación. De pronto, sin comerla ni beberla estaba yo en una escena de un cuento de Horacio Medina. El horóscopo. Tauro, hoy no viaje, trastornos inesperados. Teresa, pensaba en Teresa, en todo lo que me estaba costando sorprenderla y si en realidad valía ello la pena.

Todo ello pasó por mi mente al mismo tiempo que con destreza evitaba al borracho. Este, por estar tan sumido en dicha condición ni siquiera sintió nada ante el tremendo puntinazo que le propiné en las costillas al quedar tendido sobre mi vacante asiento. Una señora que nada sabía sobre lo sucedido pero pudo verme golpear al borracho maricón, se sobresaltó suponiéndome ladrón o algo parecido. Menos mal que justo cuando no tenía más remedio que intentar seguramente en vano explicarle lo sucedido, el tren parsimoniosamente llegó a Domselaar, mi destino.

Bajé temeroso, un poco encendido por la paranoia de la época y ante la hipótesis de que la vieja le hubiera dicho algo al guarda y éste a la policía, etc. Así vivíamos y creo que al respecto me estoy poniendo un poco reiterativo. Al cruzar la vía encuentro al primer parroquiano y le pregunto cómo llegar a la Parroquia Santa Clara, fin de mi ajetreado derrotero.

-         Péguele por esta calle y al fondo nomás verá la torre de la Iglesia –y luego, con picardía al advertir que el forastero en cuestión era porteño, remató- Ande con cuidado nomás porque detrás de ese matorral está el Castillo Guerrero y por ahí se le aparece la finadita.

¡Para apariciones estaba yo esa tardecita! Después de las peripecias que vengo narrando, lo único que me faltaba era un fantasma. Toto Peralta, el padrino de mi Mamá, ferroviario él, me había contado años antes la historia de Felicitas Guerrero y sus múltiples apariciones: en la Iglesia Santa Felicitas, en el Castillo de la Estancia La Candelaria en Guerrero (donde Sandro filmó con Carmen Sevilla “Embrujo de Amor”) y también en Domselaar.

Pero no había fantasmas de esa calaña que me detuvieran en las pocas cuadras que me restaban transitar para abrazar y besar a mi cachorra…

Una calle de tierra muy mal iluminada, con pasos de piedra (adoquines que se colocaban en las esquinas para que los habitantes pudieran cruzar las calles los días de lluvia y lodazal), las consabidas zanjas a ambos extremos del camino y un ambiente quieto y silencioso, solo suspendido por un sudeste fuerte que empezó a levantarse con el polvaderal de la calle como anunciando una tormenta.

-         Puta madre, a ver si se larga a llover y yo acá en el medio de la nada.

Aunque tampoco era para desesperarse ya que seguramente volvería al centro –a Once donde estaba el colegio de Tere- en el micro que trajo a las chicas.


Así es el Castillo Guerrero de Domselaar.

En un mundo sin teléfono salió el Cura de raje para la Comisaría con la intención de que vía comando radioeléctrico mandaran una ambulancia para la monja mal herida. También, de paso, dos o tres milicos para apaciguar los ánimos con los pibes que gritaban y amenazaban entrar nuevamente al improvisado teatro para cometer algún que otro desmán. Si en Domselaar existía algún fantasma, ese día en la Parroquia había hecho de las suyas.

Mi tranco, corto y precavido, no por Felicitas sino por algún malentretenido del Pueblo que en todos los hay, me llevó paulatinamente a caminar por el medio de la calle. A medida que las cuadras iban quedando atrás las luces se espaciaban y el viento soplaba más fuerte, haciendo sonar las casuarinas con esa sinfonía propia de una película del desaparecido Club de Admiradores de Bela Lugosi.

-         ¡Vamos carajo, no se olviden de nada y vamos ya! –era la orden del colectivero a las decenas de chicas y dos o tres salames que las acompañaban para dejar ya la escena del crimen. En vano el cura vuelto sobre sus pasos antes de dar cuenta a la autoridad lo sucedido, intentó detener a los forasteros, que en su afán por desentenderse del problema echaron por tierra toda la beneficencia que habían traído desde Once-.
-         ¡Ese mogólico de mierda me tocó las tetas! –gritaba indignada Tere sin pensar más en otra cosa que no fuera salir de Domselaar para nunca más volver, como dice la canción de cancha-.

Esa retirada parecía aquél último helicóptero que despegó de la embajada americana en Saigón. Las chicas, presas de pánico por los gritos que venían del interior del aula donde apenas habían contenido a los revoltosos se prodigaban en movimientos espasmódicos y contradictorios, iban, volvían, se tomaban la cabeza y giraban permanentemente. Era una escena dantesca. El único que mantenía su compostura, aunque actuando con firmeza, era el colectivero, que recobró la calma cuando se dio cuenta que el cura todavía no había convocado a las fuerzas del orden.

-         Felicitas Guerrero, Felicitas Guerrero –continuaba yo cavilando mientras el agitar de las ramas de una alameda añosa presagiaba una fuerte tormenta-.

Pensaba entonces en los mitos y leyendas que nuestros mayores, como el Tío Agui, nos solían contar luego de la cena y al abrigo de una improvisada fogata en su casita de Paso del Rey. Me reía de mi propia ingenuidad, al recordarme asustado por esos “cuentos de aparecidos”.

-         ¿Listo? ¿No falta nadie? ¿Se contaron? Vinimos 18, ¿están todos? –inquiría el colectivero antes de cerrar la única puerta delantera con un golpe de palanca-.
-         Siiiiiii, vamos ya –sonó estridente la réplica de las chicas del San José-.
-         Mogólico de mierda…
-         ¿Te tocó las tetas?

Y así fue como un fuerte sonido metálico tapó el motor que regulaba con dificultad. Era la  primera marcha puesta a fondo y una salida estrepitosa. Gritos cuando entró la segunda a más de 30 kilómetros de velocidad y la tercera a mas de 60 en una nube de polvo que el propio colectivo levantaba a su popa y que era raudamente empujada hacia delante por el sudeste que arrostraba con su fiereza al vehículo aumentando su velocidad… Para emboscar su cobarde huida transitaba con todas sus luces apagadas.

El fuerte viento había cubierto un negro cielo con nubes amenazantes. Recordé una película de Vincent Price sobre un cuento de Poe. Las ráfagas de viento tornaban ensordecedor  el escenario de mi fantasía.

-         Y de pronto, el espectro de Felicitas Guerrero salió de la mansión y persiguió al forastero –bromeaba y ello despertó una solitaria carcajada-.


El castillo, escenario mítico en la temática de Edgar Alan Poe.

Seguramente la estúpida ensoñación, la sugestión del Castillo de Domselaar entre sombras, el viento que hacía ulular las copas de los árboles y mi natural distracción fueron los que me impidieron ver hasta unos segundos antes de tomar de ello conciencia, que se me venía encima un bólido sombrío de proporciones gigantescas, en absoluta penumbra, envuelto en una nube de polvo. Sólo 10 o 15 metros antes del hipotético instante de la embestida, luego de sentir esa parálisis muscular propia del terror inminente, supe que era como un monstruo mecánico el que estaba a punto de terminar con mi vida.

Claro está que en aquél entonces no existían en el imaginario social artefactos siniestros como Mazinger Z o los transformers, pero les aseguro ahora de haberlos visto en el cine o la tele, que el oscuro artefacto asesino que venía hacia mí a gran velocidad en un rumor mecánico tapado por la tempestad y enmarcado en un huracán de tierra, parecía uno de ellos. Dios o, quien sabe, el espíritu de Felicitas Guerrero me devolvieron la conciencia de la muerte inminente y con ello la motricidad de mis aletargados músculos desolados por el terror. Mi juventud hizo el resto. Con gran agilidad pegué un fuerte salto hacia mi derecha, como si fuera Ubaldo Matildo Fillol atajándole un penal a Rivelinho en una final del mundo, y rodando desde el centro de la calle terminé cayendo sobre la fétida zanja. Pude recuperar la vertical y advertir que el infame monstruo mecánico, con su estela de muerte y destrucción se dirigía raudamente hacia la ruta, sin haber advertido su conductor que estuvo a punto de cegar una vida.

Lleno de barro podrido y tierra hasta en los calzoncillos, estuve varios segundos (que parecieron eternos) para recuperar la razón y advertir dónde estaba y para qué.

-         ¡La reputísima madre que lo parió a Domselaar y todos sus alrededores! ¿Qué mierda estoy haciendo acá? –alcancé a reflexionar luego de tener en cuenta las vicisitudes que he estado narrando y suponiendo que una sola de ella bastaba y sobraba para alejarme a 50 kilómetros a la redonda del maldito lugar.

Pero ahora debía llegar para volver. Una vez que se hubo disipado el estrepitoso contexto del paso del convoy asesino (pensaba que se trataba de un viejo camión conducido por otro borracho), me acerqué a una de las precarias casas, traspuse su jardín y con una manguera comencé a despojarme del inmundo resto de la zanja en ambas piernas y sobre todo el costado izquierdo de mi cuerpo, porque así caí, con el corazón compungido contra el agua podrida. Un corazón que cada vez menos pensaba en Tere y más en el cálido refugio de mi querido Barrio Envión de Haedo, con la tele prendida y una sopita Knorr de arvejas esperándome.

Mojado, pero limpio, como un gladiador idiota con mil batallas encima, continué mi periplo. Suponía encontrarme con un lugar bucólico, lleno de niños, religiosos y un cardumen de colegialas inocentes (que no se confesaban como las suecas del Cine Majestic), reflexionando sobre la obra de bien que acababan de producir.

En lugar de ello me encontré con un panorama desolador, dos jeeps de la bonaerense cercando el lugar y tres o cuatro monjas descontroladas intentando poner orden. Con timidez hice la pregunta obvia:

-         Perdón, ¿esta es Santa Clara?
-         Si, si…
-         Las chicas del San José ¿están?
-         Se acaban de ir en un colectivo…

Si tuviera que narrar la vuelta de Domselaar a Haedo debería escribir otro cuento. Baste por el momento saber que regresé con vida y que de Tere esa noche me empecé a olvidar… hasta ahora mismo.


sábado, 9 de noviembre de 2013

Aquél puente (ella sabe quien es).

No se como pasó, que alineación de estrellas se conjugó para que dijeras que si, que venías. Que íbamos a salir, colmándose así mis ilusiones.

La más linda de todas. Conmigo.

Y al mismo tiempo tus ojos llenos de una nostalgia que en ese momento ni ahora supe comprender y por ello derrotar. Aunque te hice reír. Y alguna cosa mía te habrá gustado o llamado la atención.

En fin. Venció la nostalgia. Tu mirada preciosa hacia horizontes que no pude ver. El viaje en aquel Citroën destartalado tuvo punto final y bajaste de él tan convencida de que lo nuestro no podía ser como yo de lo contrario.

Cada planeta volvió a su sitio y sumé otra nueva recurrencia a la frase de Borges: "en el mundo hay una sola mujer, desdichado, y ella no te quiere".

Pero cada vez que me acordaba de tu sí, en el viejo puente sobre la vía en Bustamante, como ahora mismo; me veo frente a vos con casi cuarenta años menos diciéndote algo que conjugaba (y conjuga) las ganas de salir con vos, me siento tan enamorado como aquella tarde de verano, cuando sonreías a bordo del Citroën.

Es que en la ilusión el tiempo no vale. Es una mera referencia. Aquél sentimiento si fue robusto, venció el paso de los años.

Quiero que sepas que nunca entraste a mi pasado. Que todos los días cuando me siento feliz, una molécula o varias de esa felicidad sigue anclada en aquel puente, tu jumper y esos claritos perfectos de la mina más hermosa del 5to de la tarde.

Ojalá pudiera retroceder en el tiempo. Hubiera hecho algo mas para... ¿Quien sabe?

Te quiero mucho.


viernes, 8 de noviembre de 2013

Así de chiquito.


Chiquito, en sus brazos, en la terraza de Maza 557, Boedo.

Belgrano de dos manos y Maza, tarde de sol. Acababa de pasar el 2. El ruido acompasado de su motor eléctrico y el trole abrazado a unos trasigados cables chispeantes iluminaron mis ojos preescolares.

Su pícaro rostro -siempre atento a mis movimientos-, se cargó pletórico. Ya activada su imaginación, ensayó un enojo fingido que yo atribuí a la espera del 84. Nunca menos de 15 minutos.

- Qué lástima que creciste! -me reprochó desatando mi intriga-.

Al fin y al cabo lo que yo quería era crecer, para jugar en San Lorenzo, conducir un tranvía o besar a Violeta Rivas.

- ¿Por qué Papá?
- Porque cuando eras así de chiquito -y me indicó con una seña la medida que iba desde su dedo índice al pulgar- yo te metía en el bolsillo del saco y no pagabas pasaje.
- ¿Así de chiquito?
- Sí. Así eras cuando te trajimos del Centro Gallego.

Subimos en silencio y por la puerta trasera al tranvía. Solo me recomendó no sacara el codo por la ventanilla (una verdadera trampa mortal) y compartimos la travesia lenta y segura hacia Villa del Parque.

Varios minutos más tarde, cuando la máquina desarrollaba su máxima velocidad por la calle Neuquén, mis infantiles pensamientos no cesaban de dar vueltas alrededor de esa frase y la seña: "Así de chiquito".

Porque a esta altura del recorrido, cuando las bicicletas que alquilaba la casa "Mármora" giraban con frenesí por Plaza Irlanda, yo estaba convencido que Papá no mentía e intentaba en vano recordar aquellos viajes gratuitos al abrigo del mullido bolsillo de su saco color ocre de invierno.

Fue allí cuando sus ojos se achinaron, tras el verde cristal de aquellos anteojos de carey, con indescriptible ternura.

Contento por mi candidez, su carcajada (cuyo sonido aun guardo en mi recuerdo) reveló la razón de mi amnesia.

El creyó que me había engañado!

Hoy, que no lo tengo, estoy convencido de haber viajado en aquél bolsillo, muy cerca de su corazón.

Papá! Hoy hubieses cumplido 87 años.


Siempre juntos... para siempre Papá!

Dijo Gilda:

Que hermoso cuento, mi querido hermano,ellos, nuestros padres, están en nuestro corazón y ese amor es tan grande y atemporal que solo con pensar en ellos nos acompañan en todos los momentos de nuestras vidas, te amo. 


Dijo Norber:

Ale querido, admiro el poder de síntesis que tenes para describir un momento, para vos inolvidable, pero en varios pasajes me lo hiciste recordar, primero me dio nostalgia y después alegría, de haber compartido muchísimos momentos que yo también guardo perfectamente en el recuerdo. 

Para tu memoria te cuento que gracias a tu viejo me di el gusto de jugar frente al sector Bidegain (no se si se escribe así) con el Bambino Veira, el Loco Doval, el Nano Arean, Oveja Telch, Páez. Manija Rossi y otros que no me acuerdo, también el Tucumano Albretch. Esos sábados inolvidables que hoy al recordarlo se me parte el corazón, de solo pensar que jugué con ellos en esos picados informales después de una practica junto a junto a varios pibes como yo, que los íbamos a ver como entrenaban para el gran Domingo, y todo por tu viejo!!!

Gracias por compartir este momento, con quien te quiere.Te mando un Beso y Saludos a la familia.


Dijo Carlitos:

Si, somos familia hermano!!! Gracias por este recuerdo compartido conmigo... gran tipo Gene! Recuerdo siempre cuando se dirigía a mí, empezaba con la frase: Pibe, escuchame... y seguía. 

Feliz cumple allá arriba Gene!!!

domingo, 20 de octubre de 2013

Batuque

Solo lo había visto un par de veces, al entrar al colegio, cuando Pepe todavía vivía en Quintino e Independencia.


Era un perrito pomerania muy bonito y vivaz. Cachorrón. Pepe lo traía con su coqueta correa y la Mamá lo llevaba de vuelta a casa. Lo veía despedirse con mutuas miradas de amor y felicidad. Su cola automáticamente se detenía cuando el dueño traspasaba el umbral de entrada.

En ese momento de nuestras vidas –apenas teníamos 9 años-, nuestras preocupaciones o, mejor dicho, los asuntos que convocaban nuestra atención eran pocos y sencillos. El fútbol, seguramente el más importante de todos, las figuritas (relacionadas con el mismo tema), las tareas del colegio, las series de televisión y algún par de pavadas muy puntuales que no me vienen ahora a la cabeza.

Todos teníamos alguna “marca” que nos identificaba en ese reducido esquema situacional. A mí, por ejemplo, el hecho de ser “el nuevo”, al haber ingresado al colegio en cuarto grado, es decir cuando casi todos ya se encontraban integrados. Por eso me costaba ser incluido en un equipo para jugar –era uno de los últimos en el “pan y queso”- o, ya jugando, que me pasaran la pelota. Eso fue hasta que un mediodía, en la canchita chica que daba a México, le pegué fuerte y de sobrepique a un balón que casualmente se posó frente a mí clavándose en el ángulo de un arquero tapado por al menos una veintena de jugadores y circunstantes.

También era “raro” porque no había aún tomado la Comunión. Provenía de una escuela estatal y mis padres no habían pensado en mi puntual Eucaristía seguramente por haber carecido de plata para el traje y la fiesta.

Pepe, aunque no lo llamábamos así sino por su apellido –Taladriz- poseía las tres virtudes que yo aspiraba adquirir al poco tiempo de haber ingresado al Colegio San Antonio: buen alumno, buen compañero, buen jugador de fútbol.


El altar de la Capilla San Antonio. El Santo y a su derecha, María Auxiliadora.

Recuerdo que una tarde, mejor dicho en el “Día del Padre Director” en el Colegio Don Bosco de Ramos donde nos llevaban “de paseo”, el cura que hacía las veces de técnico del equipo decidió sacarme. Con indignación, porque para mí el cambio era injusto, me puse a llorar de bronca y desconsoladamente. Una verdadera mariconada. Todos se largaron a reír e incluso el técnico –enojado- intentaba sacarme del campo de juego “por las malas”. Nadie comprendía el sacrificio que había significado para mí estar en ese equipo y las ilusiones que se desvanecían con mi salida. El único que se me acercó fue Taladriz quien se quitó su camiseta para dármela. Fue un gesto que nunca olvidé y guardé en mi propio arcón de los recuerdos. Confieso que hasta hoy lo oculté por temor a revelar una debilidad de mi parte que pusiera en tela de juicio mi hombría y vergüenza.

El caso es que esta pequeña anécdota revela quién era Taladriz. Sus dotes de alumno distinguido, buen insider derecho y compañero que en aquél momento yo intentaba emular, eran conductas que solamente se hacían visibles en ese acotado plano de nuestro entendimiento (colegio, fútbol) mientras en realidad lo que se plasmaba era algo mucho mas valioso: era una buena persona.

Decía antes que todos teníamos nuestra “marca”. El Colegio San Antonio, con su Oratorio y Capilla de la congregación salesiana fue fundado por el R.P. Lorenzo Massa con el propósito de permitir a su otra noble Institución por él fundada –el Club Atlético San Lorenzo de Almagro- participar de los torneos de fútbol contra otros equipos escolares. De allí que de 50 alumnos del grado por lo menos 35 éramos de San Lorenzo.

En otra ocasión contaré como llegué al San Antonio. En eso tuvo que ver mi fanatismo por el Ciclón.

Había chicos de River, Boca e Independiente, alguno de Racing. De los equipos “chicos” como Vélez, Ferro o Atlanta no había nadie. Tampoco quien fuera de otros cuadros provincianos como Estudiantes, Newell’s o Colón. Pero sí había un solo hincha de Huracán y ese era Pepe Taladriz.

Otra de las cosas que puedo decir de este compañero tiene que ver con un accidente que sufrió en el colegio y que, de alguna manera nos marcó a todos. El San Antonio abarca buena parte de la manzana delimitada por las calles México, Treinta y Tres, Independencia y Quintino Bocayuva. Si bien el ingreso era por México 4050, en los fondos, sobre la Av. Independencia contaba con un enorme Cine Teatro junto a la “cancha grande”, con piso de cemento. Para separar a este campo de juego, casi de dimensiones reglamentarias, los curas habían instalado unas rejas que habían pertenecido a la Penitenciaria Nacional –hoy Parque Las Heras-, ese siniestro lugar donde fueran fusilados Severino Di Giovanni y Juan José Valle, entre otros.


La canchita del Colegio San Antonio. Vista del arco de la Av. Independencia.

Cómo habrán llegado esos barrotes carcelarios al colegio es una incógnita que paulatinamente va sepultándose en el pozo del olvido. Recién con la madurez y el conocimiento de la historia pude concienciarme sobre lo que esas rejas significaban. Ejercían sobre nosotros cierta fascinación al treparnos o percibir cómo devolvía con errática trayectoria el rebote de un fuerte pelotazo. Sin embargo, en realidad estaban manchadas de sangre y teñidas con el sufrimiento de muchos compatriotas injustamente detenidos.

Me fui por las ramas otra vez. Y me entristece pensar en los centenares de chicos que como yo se apoyaron en ellas sin conocer el triste secreto que encierran, valga la semántica paradoja.

Pero vuelvo a Taladriz y su accidente.

Como ya creo que expliqué en otro cuento, los alumnos del San Antonio podíamos ser “externos” o “medio pupilos”. Estos últimos, como nuestro protagonista, almorzaban en el colegio. Cuando terminaban los pibes de comer y los externos volvíamos para afrontar el horario vespertino, empezaba el “recreo largo” en el que tenía lugar un partido de fútbol.


Padre Lorenzo Massa, fundador del Colegio San Antonio y San Lorenzo de Almagro.

Nuestro Maestro Frías dividía sus cursos en dos grupos. Atenas y Esparta, Roma y Cartago, etc. Los alumnos de uno u otro grupo sumábamos puntos en pruebas, tareas para el hogar o simples preguntas bien contestadas en clase. Todos los meses había un ganador y quien más triunfaba a lo largo del año era declarado “campeón”. Uno de los puntos que también contaban era el resultado del partido del recreo grande.

Yo comía apurado para estar en el inicio del macht y algunos pibes, como Taladriz, hacían lo propio en el comedor del colegio. La espera cesaba cuando el Cura Cánepa venía de la secretaría con la pelota Nº 5 de felpa gris, especial para piso de cemento y con un fuerte pelotazo de esos que solían llamarse “a la marchanta”, dábase por inaugurado el partido. Una vez, recuerdo que le pegó tan fuerte que la pelota se colgó en el techo del cine y ese día no hubo fútbol.

La tarde del accidente estábamos esperando la hora del partido. Algunos, jugando a las figuritas. Otros trepados a las rejas. El “arco que da al Colegio”, en contraposición al que deba “a la Av. Independencia”, parafraseando el relato del Gordo Muñoz o Bernardino Veiga, tenía como fondo a aquéllas rejas pintadas de azul francia.

Fleitas, un misionero que vivía en Lanús (es decir más lejos que nadie) y era hincha de Boca, mucho más alto y desarrollado que cualquiera de nosotros, se arrojaba desde las rejas como Tarzán, aunque su estampa autóctona nos hacía evocar a otra especie cuya mención no puedo aquí repetir sin transgredir un deber jurídico impuesto por la ley 23592. Este pibe se arrojaba desde la reja al travesaño del arco –de dimensiones similares a uno profesional-, quedaba colgado, se soltaba y volvía a ensayar su proeza una y otra vez desafiando a cualquiera de nosotros, suponiéndonos incapaces de hacerlo.

Yo lo miraba con asombro. El Negro –porque así le decíamos impermeables a cualquier prejuicio discriminatorio- saltaba casi tres metros y a una altura de un poco más de dos, asiéndose firmemente con ambas manos como si se tratara de uno de los habitantes del Planeta de los Simios (película con Charlton Heston que casualmente habían exhibido pocos días antes en el Cine del Colegio).

Obviamente, rehusé el desafío. Haurigot, un chico petisito y muy liero, se tiró y elásticamente rebotó en el piso desatando la risa de todos. Alberti, un pibe que no se metía con nadie ya que poseía sus propios y graves problemas, nos llamaba a la reflexión, sugiriéndonos no aceptar el reto:

-         No se tiren… ¿No ven que Fleitas es un mono misionero recién llegado de la jungla?

Después de la caída de Haurigot, Fleitas dobló la apuesta.

-         ¡Me tiro y me subo al travesaño! –dijo-.
-         Pará, pará –terció Taladriz mientras se aprestaba a ensayar la prueba.

Nadie dijo nada. Yo iluso, pensé: si alguien puede lograrlo es Taladriz.


El arco del accidente. Allí me colgué como no pudo Taladriz. Atrás, las tenebrosas rejas de la Penitenciaria.

Sin embargo, su impulso sobrehumano no alcanzó. Aun recuerdo sus ojos al volar, iluminados por un fuego olímpico, con la mirada que se tiene cuando se está por ejecutar el penal que nos dará la victoria en tiempo de dscuento.

Nadie, ni siquiera Alberti, pudo impedir que Taladriz volara con el propósito de asirse a ese travesaño testigo de innumerables pelotazos que cegaban la gloria de un gol. Así fue como las yemas de los dedos de ambas manos apenas lo rozaron y la trayectoria de su cuerpo se convirtió en un largo vuelo justo en el centro del arco, una especie de “gol al revés” que terminó en el piso sin que nuestro Ícaro huracanense pudiese amortiguar la vehemencia de su impulso interrrumpida por el frío pavimento que lo acogiera.

Cara de dolor sordo, parecida a la de Michael Corleone con su hija muerta en brazos de El Padrino III, porque ni gritó ni lloró; sólo atinaba a decir que no sentía su brazo izquierdo que intentaba asir, como si lo sintiere a punto de cortársele. Venciendo una fobia que había adquirido en segundo grado, cuando una nena estalló sus anteojos en un recreo y la sangre que brotaba a chorros de sus arcos superciliares aún tengo grabada en mi memoria, me acerqué al amigo caído constato que su brazo no se encontraba en el lugar donde naturalmente debía estar.

Algunos, haciendo gala de un salvajismo propio de la edad lo instaban a levantarse:

-         Dale, dale, no seas maricón –decían y uno de ellos era el ileso Haurigot-.

Nuevamente fue Alberti quien actuó con cordura.

-         ¡No lo toquen! Está fracturado.

Al escuchar esto, Taladriz frunció su ceño, más por preocupación que de dolor y trágicamente preguntaba al colectivo que comenzaba a concitarse:

-         ¿Tengo el brazo, lo tengo?

Mutafian, un compañero al que solo le faltaba el turbante y la túnica para representar a un auténtico beduino, con la serenidad que evocaba su desértica apariencia intentó tranquilizarlo:

-         Quedáte tranquilo que el brazo lo tenés.

Luego todo adquirió una dinámica que, para los más atentos, valió más que mil clases de lenguaje, geografía o matemáticas. El único que atinó a hacer algo fue nuestro Maestro Frías, quien desafiando alguna ilógica recomendación que decía que había que esperar que a Taladriz lo vinieran a buscar sus padres, tomó al accidentado y llevándolo en sus brazos lo puso en un taxi y lo llevó al Ramos Mejía.


Frías lo llevó al Ramos Mejía. Un tipazo nuestro Maestro!

Nosotros nos quedamos sin fútbol ni clases, pero el arrojo de nuestro maestro –que sólo tenía 19 años- jugándose por un alumno y poniendo en riesgo su fuente de trabajo, nunca lo olvidaremos.

Al día siguiente Frías nos explicó lo que había hecho, disculpándose por habernos dejado sin clases. Yo sabía que había actuado correctamente porque Mamá –maestra al fin- lo había elogiado:

-         ¡Ese muchacho es oro en polvo!

Pero además, como la fractura que había sufrido nuestro amigo era jodidísima y no podía volver al Colegio por el resto del año, el Maestro le llevaba a la casa la tarea, se la corregía e impartía clases los días sábados, para que no perdiera el año. Además, y durante la tarde, había organizado visitas de 4 ó 5 compañeros a la casa de Pepe, a la que íbamos en taxi, ya que se había mudado a Flores, con el Maestro Frías.

En una de esas visitas, con Taladriz en la cama con torso y brazo enyesados, se me ocurrió preguntarle…

-         Che ¿y el perrito que tenías?
-         No lo tengo más.

Su réplica, con cara de tristeza y decepción cerró un diálogo que volvió a reinstalarse muchísimos años después.

Pasó el tiempo y los senderos de la vida que se nos abrieron lograron separarnos. Pepe siguió su secundario en San Francisco de Sales y yo en el Pío IX, ambos colegios salesianos y enfrentados por esquina en diagonal en la encrucijada de Hipólito Yrigoyen y Yapeyú. Estábamos tan cerca y, sin embargo no nos volvimos a ver.

Mi vida como la de todos los adolescentes de esa y cualquier época fue adquiriendo nuevas responsabilidades que no solo pasaban por el estudio. A partir del año 73 me interesé mucho por la política y al año siguiente nos mudamos a Haedo Norte.

Quedó atrás la inocencia de los años del San Antonio. Aquellos compañeros se fueron perdiendo en el olvido. Nuevas amistades, un colegio secundario distinto, los noviazgos y sobre todo la militancia se transformaron en motores de mi existencia.

Uno de los compañeros más valiosos que recuerdo en aquellos años difíciles se llamaba Milo y pronto verán por qué me detengo tanto en su recuerdo. Era uno de los organizadores de la Juventud en el conurbano bonaerense y nos veíamos muy seguido en las reuniones del ámbito a las que concurría en mi carácter de “simpa” de la Columna Oeste.

A mediados del 74, cuando estábamos armando una actividad, nuestra amistad se hizo más estrecha ya que Milo era además hincha de San Lorenzo. Lo vimos campeón del Nacional del 74 en una cancha de Vélez que todavía no había sido remodelada por los milicos y con la plata de todos. Emilio, porque así se llamaba Milo, también era salesiano. Estudiaba en Santa Catalina y vivía en Llavallol.


El Viejo Gasómetro, templo del fútbol argentino.


El compañerismo que profesábamos se fue articulando a partir de esas dos pasiones irrefrenables de nuestro Pueblo: el fútbol y la política. Pero en ambas locaciones poseíamos sólo desazones. San Lorenzo comenzaba una etapa de declinación que terminaría con la pérdida de su estadio en 1979 y el descenso de 1981. Y las ideas que nos concitaban se convirtieron desde el año 75 en el blanco favorito de las bandas de ultraderecha como la triple A, la JSP, el C. de O., la JPRA y la CNU entre tantos criminales a sueldo precursores del terrorismo de Estado.

Varias veces fui a Llavallol a visitarlo a Milo. La casita en la que vivía con sus padres, muy humilde pero bien construida, servía para sustentar en mi imaginación un mundo social al que aspiraba en el conglomerado de ensoñaciones juveniles. Un mundo de trabajadores, desprovistos de la cultura consumista que se propalaba a partir de la televisión, instruidos en la lectura, que valían por lo que eran más que por lo que tenían y que se realizaban a partir del trabajo asalariado, en su barrio como lugar de pertenencia.

¡Cómo no iba a ser hermosa aquélla casita de Llavallol si el padre de Milo era obrero de la construcción! Tenía un perrito muy simpático, de esos que cuando te miran parece que te están sonriendo. La mamá le había tejido una polera de San Lorenzo para los días de frío.



Entretanto y ya en 1976 comencé mi carrera de abogacía en la UBA. Cursábamos a la mañana, porque ese era el horario que más oferta tenía seguramente con el propósito que tenían los dictadores que solo estudiaran aquellos que no tenían el deber de trabajar y yo, sin laburo, me dedicaba al estudio a full. Todos los viernes dejaba la facultad medio apurado porque tenía una novia en Ballester que salía del colegio Hernández a las 17 hs. Con el propósito de tomar lo antes posible el Suárez, enfilo para la puerta de alumnos y en una de esas un estudiante con el dedo índice oscilante y entrecerrando su ojo derecho me dice:

-         ¿Vos sos Segura?
-         Siiii… ¡Taladriz!

Pero no fue ese reencuentro casual el que volvería a enlazar nuestras vidas y recuerdos luego de tantos años. En el 77 había entrado a los Tribunales del Trabajo y un día, en el viejo y querido edificio de Talcahuano 490 –construido al efecto durante el primer gobierno de Perón para el nuevo fuero- me lo encuentro nuevamente. ¡Trabajaba en un Juzgado laboral!

Fue entonces la fuerza del destino la que se empeñó en afianzar la unión de nuestras vidas, luego –incluso- como colegas abogados laboralistas. Pero la casualidad final vendría con la evocación que hice, casi tangencialmente, cuando me referí a Milo.

Con él nos encontrábamos siempre en el Viejo Gasómetro, a la izquierda de la hinchada sobre el mismo codo que solía llevarme Papá de pibe, cuando no pudo seguir pagando su platea en la Bodas de Oro. Nos veíamos como si fuéramos sólo lo que éramos: dos hinchas del Ciclón, sin que nadie sospechara allí de nuestra condición de supuestos “enemigos del Ser Nacional”. Así, por seguridad nuestra y de los compañeros nos encontrábamos con Milo sin mencionar nada de una militancia que mutuamente dábamos por vigente. Y un día no vino más. Fue a partir de un partido con Independiente que, para peor, perdimos de modo inapelable. Nunca más lo vi.

Pasaron aquellos años, Taladriz y yo fuimos ascendiendo en nuestra carrera judicial y con la declinación de la dictadura renació en la superficie la actividad política, aflojándose los insoportables controles a la vida ciudadana, aunque quienes habíamos tenido una mayor participación en la resistencia, ese temor de caer en manos de los dictadores nunca se disipó.

Así fue que un día junté coraje y volví a Llavallol. Habrá sido a principios del año 84, a la casita de Milo. Me atendió la mamá, que me recordaba como todo aquello que se vinculara con su único hijo.

-         Hola Señora, soy el Cuervo, amigo de Milo, de Luzuriaga-. En realidad vivía en Haedo pero me gustaba que era de Villa Luzuriaga, de esas calles queridas de Matanza.

El barrio de Llavallol estaba mas gris, mas triste, más sucio, como si asemejándose a una persona, se hubiera borrado de su semblante aquella sonrisa que recordaba haberla vista la última vez que entré en esa casa en 1974. La casita de Milo, erigida por obra y oficio de su papá, lucía despintada, con algunas tejas despegadas, el pasto crecido. Pero lo más desolador fue el rostro de esa madre dolorosa que confirmó algo que yo íntimamente suponía como probable.

-         Milo desapareció. Se lo llevó una patota militar en 1978 antes del Mundial.

Me hizo entrar a su doliente intimidad, plagada de recuerdos.

-         ¿Querés pasar a su cuarto? Está la camiseta de los Matadores…

Yo estaba invadido por el silencio y esa irritación que uno sufre en sus ojos cuando no puede resistirse el llanto. Estaban además las insignias que delataban pasión futbolísitca, las cosas de vivir que poseía cualquier pibe suburbano en los 70. Discos de Vox Dei, Manal, Pappo y Sui Generis. El payaso con su sopapa en la cabeza, primer álbum de Almendra. Dos scalextrics. Unas zapatillas Flecha y la Nº 5 con gajos azul y granates. Por momentos me sentí un intruso, en esa habitación detenida en el tiempo que se asemejaba mucho a mi cuarto del Barrio Envión de Haedo. Pero lo que más me incomodaba era la imposibilidad de encontrar algo que decirle a esa madre que no tenía siquiera el consuelo de saber dónde estaba su hijo, vivo o muerto.


Símbolo de nuestra generación.


Me refugié emocionalmente en mi profesión, proporcionándole datos sobre a quien acudir para la búsqueda de Milo, con el propósito de que apareciera con vida –en ese momento muchos familiares todavía guardaban la esperanza- y se castigara a los culpables. Encontábamos en esas disquisiciones cuando mi vista se desvió involuntariamente al aparador que, sito en el comedor, alojaba un único portarretratos con la imagen del amigo desaparecido. Era Milo en el fondo de su casa junto al mismo jazmín que hoy veo plagado de insectos y con sus flores marchitas, tomando del cuello a su inseparable amigo, el perrito que ríe.

-         ¿Cómo se llamaba el pichicho Señora?
-         Batuque.


-         Batuque se llamaba y era mi mejor compañero.

Su rostro, o mejor dicho la silueta de su cabeza recortada por el resplandor del ventanal de La Giralda atrajo toda mi atención. Supongo que al advertir mi estupor al pronunciar el nombre “Batuque” tiñó de emotividad el relato que se volvió minucioso y acompasado.


La Giralda, refugio de todos mis mediodías.

-         Te cuento esto porque sos mi amigo y no sé que sensación me atrajo al pasado que siento la necesidad de contarte esto que siempre guardé dentro mío.
-         Dále, seguí tranquilo.
-         Mi Viejo era un tipo duro. Recto, poco proclive a que se le notaran sus sentimientos, como eran nuestros padres. El había sufrido de chico mucho porque quedó huérfano a los ocho años. Nos crió a mi y a mis hermanas con esa convicción, llena de valores pero con dureza. Un día, a mi Mamá que era maestra…
-         ¿Maestra? –lo interrumpí con emoción-. No digas, como la mía.
-         Un  alumno le regaló un perrito. Un cachorro que cuando lo trajo a casa era como un pompón de pelo. Fue mi compañero de juegos. Cuando iba para el colegio me despedía de él y al llegar movía la cola… Me hacía una fiesta bárbara.
-         ¡Sí, lo recuerdo! Alguna vez lo vi  en el colegio cuando te traía tu Mamá.
-         Y resulta que al nacer mi hermanita menor, que le llevo unos años, el perro que antes era el bebe de la casa fue inconscientemente desplazado. Todos, mis viejos y mi otra hermana lo fueron dejando de lado. Todos, menos yo.
-         Suele pasar. Es la historia de “La Dama y el Vagabundo”…

Parecía no escucharme. Seguía su relato con obstinación, mirándome fijamente como si estuviera quitándose un gran peso de encima.

-         Hasta que un día y no sé cómo, el perro le gruñó y le mostró los dientes a mi hermanita. Mamá se asustó y mi Viejo cuando se enteró tomó una drástica determinación.

Sus ojos se entrecerraban como si estuviera buscando imágenes perdidas en la profundidad del dolor.

-         ¡Qué pasó! –dije, suponiendo lo peor. La revelación significaba la contestación a aquélla pregunta que formulé en 1968 cuando guardaba reposo-.
-         Mi viejo dijo “el perro tiene que irse”. No podía permanecer en casa, ante la posibilidad de que atacara a la beba. Fue así como sin consultar a nadie se lo regaló a un albañil que estaba en casa haciendo unos arreglos.
-         ¿Y vos qué hiciste? Al fin y al cabo era tu perro…

Tener un perro es algo fundamental en la vida de cualquiera. Y si bien es cierto que es un animal pródigo de cariño –le sobra para propios y extraños- siempre tiene predilección por uno de la casa, a quien reconoce como dueño. Resulta difícil comprender cómo ese vínculo puede llegar a quebrarse por la decisión de un tercero. Pero en aquél entonces los niños no decidíamos nada, siempre sometidos a los designios de nuestros mayores.

-         Fue terrible e inolvidable. Con Mamá y mis hermanas, Papá nos llevó muy lejos, a la casa del albañil llevándole el perro, mi perro. Durante todo el viaje fue infructuosa mi súplica… ¡Quería conservar a mi perro!
-         ¿Por qué esa crueldad? –quise componer buscando un consuelo manifiestamente extemporáneo-.
-         Supongo que Papá quería darnos una lección sobre lo que es sufrir la pérdida de un ser querido. Batuque quedó atado a un árbol y esa es la última imagen que de él conservo. Ladrando sin comprender cómo nos alejábamos de él.

Se produjo un silencio en el relato. Imaginé lo que significaba para mí la pérdida de una mascota. Ver envejecer y morir a un ser que llega a despertar en nosotros un amor inexplicable. Pensé “eso ya es insoportable, cuando peor será ver como somos separados del ser querido sin tener la certeza de que si en algún momento lo volveremos a ver”.

-         ¿Y no volviste a verlo? ¿Supiste que fue de él?
-         Volvimos en el auto, un largo recorrido, y no pude dejar de llorar. Mamá buscaba alguna explicación a lo sucedido y sólo encontraba una monolítica respuesta de mi padre: “Yo perdí a mi madre siendo muy niño… es bueno que aprendan a sufrir…” Nunca olvidé a Batuque. Siempre lo recordaré como el mejor amigo de mi niñez.

Sus ojos que oscilaban leve pero rápidamente sin dejar de verme mientras el ceño de su frente apretaba una angustia muy guardada que afloró a partir de nuestra charla. Supuse que en ese momento confluían en mi interlocutor sentimientos encontrados, pero lo que enrojecía la mirada del querido Pepe era no saber qué había sido de la vida de su Batuque.

-         Mirá Alejandro. Yo estoy seguro que esa tarde, si al perro lo desataban, se venía corriendo tras nuestro auto desde Llavallol.


Don Bosco orienta nuestras acciones.