sábado, 9 de noviembre de 2013

Aquél puente (ella sabe quien es).

No se como pasó, que alineación de estrellas se conjugó para que dijeras que si, que venías. Que íbamos a salir, colmándose así mis ilusiones.

La más linda de todas. Conmigo.

Y al mismo tiempo tus ojos llenos de una nostalgia que en ese momento ni ahora supe comprender y por ello derrotar. Aunque te hice reír. Y alguna cosa mía te habrá gustado o llamado la atención.

En fin. Venció la nostalgia. Tu mirada preciosa hacia horizontes que no pude ver. El viaje en aquel Citroën destartalado tuvo punto final y bajaste de él tan convencida de que lo nuestro no podía ser como yo de lo contrario.

Cada planeta volvió a su sitio y sumé otra nueva recurrencia a la frase de Borges: "en el mundo hay una sola mujer, desdichado, y ella no te quiere".

Pero cada vez que me acordaba de tu sí, en el viejo puente sobre la vía en Bustamante, como ahora mismo; me veo frente a vos con casi cuarenta años menos diciéndote algo que conjugaba (y conjuga) las ganas de salir con vos, me siento tan enamorado como aquella tarde de verano, cuando sonreías a bordo del Citroën.

Es que en la ilusión el tiempo no vale. Es una mera referencia. Aquél sentimiento si fue robusto, venció el paso de los años.

Quiero que sepas que nunca entraste a mi pasado. Que todos los días cuando me siento feliz, una molécula o varias de esa felicidad sigue anclada en aquel puente, tu jumper y esos claritos perfectos de la mina más hermosa del 5to de la tarde.

Ojalá pudiera retroceder en el tiempo. Hubiera hecho algo mas para... ¿Quien sabe?

Te quiero mucho.


viernes, 8 de noviembre de 2013

Así de chiquito.


Chiquito, en sus brazos, en la terraza de Maza 557, Boedo.

Belgrano de dos manos y Maza, tarde de sol. Acababa de pasar el 2. El ruido acompasado de su motor eléctrico y el trole abrazado a unos trasigados cables chispeantes iluminaron mis ojos preescolares.

Su pícaro rostro -siempre atento a mis movimientos-, se cargó pletórico. Ya activada su imaginación, ensayó un enojo fingido que yo atribuí a la espera del 84. Nunca menos de 15 minutos.

- Qué lástima que creciste! -me reprochó desatando mi intriga-.

Al fin y al cabo lo que yo quería era crecer, para jugar en San Lorenzo, conducir un tranvía o besar a Violeta Rivas.

- ¿Por qué Papá?
- Porque cuando eras así de chiquito -y me indicó con una seña la medida que iba desde su dedo índice al pulgar- yo te metía en el bolsillo del saco y no pagabas pasaje.
- ¿Así de chiquito?
- Sí. Así eras cuando te trajimos del Centro Gallego.

Subimos en silencio y por la puerta trasera al tranvía. Solo me recomendó no sacara el codo por la ventanilla (una verdadera trampa mortal) y compartimos la travesia lenta y segura hacia Villa del Parque.

Varios minutos más tarde, cuando la máquina desarrollaba su máxima velocidad por la calle Neuquén, mis infantiles pensamientos no cesaban de dar vueltas alrededor de esa frase y la seña: "Así de chiquito".

Porque a esta altura del recorrido, cuando las bicicletas que alquilaba la casa "Mármora" giraban con frenesí por Plaza Irlanda, yo estaba convencido que Papá no mentía e intentaba en vano recordar aquellos viajes gratuitos al abrigo del mullido bolsillo de su saco color ocre de invierno.

Fue allí cuando sus ojos se achinaron, tras el verde cristal de aquellos anteojos de carey, con indescriptible ternura.

Contento por mi candidez, su carcajada (cuyo sonido aun guardo en mi recuerdo) reveló la razón de mi amnesia.

El creyó que me había engañado!

Hoy, que no lo tengo, estoy convencido de haber viajado en aquél bolsillo, muy cerca de su corazón.

Papá! Hoy hubieses cumplido 87 años.


Siempre juntos... para siempre Papá!

Dijo Gilda:

Que hermoso cuento, mi querido hermano,ellos, nuestros padres, están en nuestro corazón y ese amor es tan grande y atemporal que solo con pensar en ellos nos acompañan en todos los momentos de nuestras vidas, te amo. 


Dijo Norber:

Ale querido, admiro el poder de síntesis que tenes para describir un momento, para vos inolvidable, pero en varios pasajes me lo hiciste recordar, primero me dio nostalgia y después alegría, de haber compartido muchísimos momentos que yo también guardo perfectamente en el recuerdo. 

Para tu memoria te cuento que gracias a tu viejo me di el gusto de jugar frente al sector Bidegain (no se si se escribe así) con el Bambino Veira, el Loco Doval, el Nano Arean, Oveja Telch, Páez. Manija Rossi y otros que no me acuerdo, también el Tucumano Albretch. Esos sábados inolvidables que hoy al recordarlo se me parte el corazón, de solo pensar que jugué con ellos en esos picados informales después de una practica junto a junto a varios pibes como yo, que los íbamos a ver como entrenaban para el gran Domingo, y todo por tu viejo!!!

Gracias por compartir este momento, con quien te quiere.Te mando un Beso y Saludos a la familia.


Dijo Carlitos:

Si, somos familia hermano!!! Gracias por este recuerdo compartido conmigo... gran tipo Gene! Recuerdo siempre cuando se dirigía a mí, empezaba con la frase: Pibe, escuchame... y seguía. 

Feliz cumple allá arriba Gene!!!

domingo, 20 de octubre de 2013

Batuque

Solo lo había visto un par de veces, al entrar al colegio, cuando Pepe todavía vivía en Quintino e Independencia.


Era un perrito pomerania muy bonito y vivaz. Cachorrón. Pepe lo traía con su coqueta correa y la Mamá lo llevaba de vuelta a casa. Lo veía despedirse con mutuas miradas de amor y felicidad. Su cola automáticamente se detenía cuando el dueño traspasaba el umbral de entrada.

En ese momento de nuestras vidas –apenas teníamos 9 años-, nuestras preocupaciones o, mejor dicho, los asuntos que convocaban nuestra atención eran pocos y sencillos. El fútbol, seguramente el más importante de todos, las figuritas (relacionadas con el mismo tema), las tareas del colegio, las series de televisión y algún par de pavadas muy puntuales que no me vienen ahora a la cabeza.

Todos teníamos alguna “marca” que nos identificaba en ese reducido esquema situacional. A mí, por ejemplo, el hecho de ser “el nuevo”, al haber ingresado al colegio en cuarto grado, es decir cuando casi todos ya se encontraban integrados. Por eso me costaba ser incluido en un equipo para jugar –era uno de los últimos en el “pan y queso”- o, ya jugando, que me pasaran la pelota. Eso fue hasta que un mediodía, en la canchita chica que daba a México, le pegué fuerte y de sobrepique a un balón que casualmente se posó frente a mí clavándose en el ángulo de un arquero tapado por al menos una veintena de jugadores y circunstantes.

También era “raro” porque no había aún tomado la Comunión. Provenía de una escuela estatal y mis padres no habían pensado en mi puntual Eucaristía seguramente por haber carecido de plata para el traje y la fiesta.

Pepe, aunque no lo llamábamos así sino por su apellido –Taladriz- poseía las tres virtudes que yo aspiraba adquirir al poco tiempo de haber ingresado al Colegio San Antonio: buen alumno, buen compañero, buen jugador de fútbol.


El altar de la Capilla San Antonio. El Santo y a su derecha, María Auxiliadora.

Recuerdo que una tarde, mejor dicho en el “Día del Padre Director” en el Colegio Don Bosco de Ramos donde nos llevaban “de paseo”, el cura que hacía las veces de técnico del equipo decidió sacarme. Con indignación, porque para mí el cambio era injusto, me puse a llorar de bronca y desconsoladamente. Una verdadera mariconada. Todos se largaron a reír e incluso el técnico –enojado- intentaba sacarme del campo de juego “por las malas”. Nadie comprendía el sacrificio que había significado para mí estar en ese equipo y las ilusiones que se desvanecían con mi salida. El único que se me acercó fue Taladriz quien se quitó su camiseta para dármela. Fue un gesto que nunca olvidé y guardé en mi propio arcón de los recuerdos. Confieso que hasta hoy lo oculté por temor a revelar una debilidad de mi parte que pusiera en tela de juicio mi hombría y vergüenza.

El caso es que esta pequeña anécdota revela quién era Taladriz. Sus dotes de alumno distinguido, buen insider derecho y compañero que en aquél momento yo intentaba emular, eran conductas que solamente se hacían visibles en ese acotado plano de nuestro entendimiento (colegio, fútbol) mientras en realidad lo que se plasmaba era algo mucho mas valioso: era una buena persona.

Decía antes que todos teníamos nuestra “marca”. El Colegio San Antonio, con su Oratorio y Capilla de la congregación salesiana fue fundado por el R.P. Lorenzo Massa con el propósito de permitir a su otra noble Institución por él fundada –el Club Atlético San Lorenzo de Almagro- participar de los torneos de fútbol contra otros equipos escolares. De allí que de 50 alumnos del grado por lo menos 35 éramos de San Lorenzo.

En otra ocasión contaré como llegué al San Antonio. En eso tuvo que ver mi fanatismo por el Ciclón.

Había chicos de River, Boca e Independiente, alguno de Racing. De los equipos “chicos” como Vélez, Ferro o Atlanta no había nadie. Tampoco quien fuera de otros cuadros provincianos como Estudiantes, Newell’s o Colón. Pero sí había un solo hincha de Huracán y ese era Pepe Taladriz.

Otra de las cosas que puedo decir de este compañero tiene que ver con un accidente que sufrió en el colegio y que, de alguna manera nos marcó a todos. El San Antonio abarca buena parte de la manzana delimitada por las calles México, Treinta y Tres, Independencia y Quintino Bocayuva. Si bien el ingreso era por México 4050, en los fondos, sobre la Av. Independencia contaba con un enorme Cine Teatro junto a la “cancha grande”, con piso de cemento. Para separar a este campo de juego, casi de dimensiones reglamentarias, los curas habían instalado unas rejas que habían pertenecido a la Penitenciaria Nacional –hoy Parque Las Heras-, ese siniestro lugar donde fueran fusilados Severino Di Giovanni y Juan José Valle, entre otros.


La canchita del Colegio San Antonio. Vista del arco de la Av. Independencia.

Cómo habrán llegado esos barrotes carcelarios al colegio es una incógnita que paulatinamente va sepultándose en el pozo del olvido. Recién con la madurez y el conocimiento de la historia pude concienciarme sobre lo que esas rejas significaban. Ejercían sobre nosotros cierta fascinación al treparnos o percibir cómo devolvía con errática trayectoria el rebote de un fuerte pelotazo. Sin embargo, en realidad estaban manchadas de sangre y teñidas con el sufrimiento de muchos compatriotas injustamente detenidos.

Me fui por las ramas otra vez. Y me entristece pensar en los centenares de chicos que como yo se apoyaron en ellas sin conocer el triste secreto que encierran, valga la semántica paradoja.

Pero vuelvo a Taladriz y su accidente.

Como ya creo que expliqué en otro cuento, los alumnos del San Antonio podíamos ser “externos” o “medio pupilos”. Estos últimos, como nuestro protagonista, almorzaban en el colegio. Cuando terminaban los pibes de comer y los externos volvíamos para afrontar el horario vespertino, empezaba el “recreo largo” en el que tenía lugar un partido de fútbol.


Padre Lorenzo Massa, fundador del Colegio San Antonio y San Lorenzo de Almagro.

Nuestro Maestro Frías dividía sus cursos en dos grupos. Atenas y Esparta, Roma y Cartago, etc. Los alumnos de uno u otro grupo sumábamos puntos en pruebas, tareas para el hogar o simples preguntas bien contestadas en clase. Todos los meses había un ganador y quien más triunfaba a lo largo del año era declarado “campeón”. Uno de los puntos que también contaban era el resultado del partido del recreo grande.

Yo comía apurado para estar en el inicio del macht y algunos pibes, como Taladriz, hacían lo propio en el comedor del colegio. La espera cesaba cuando el Cura Cánepa venía de la secretaría con la pelota Nº 5 de felpa gris, especial para piso de cemento y con un fuerte pelotazo de esos que solían llamarse “a la marchanta”, dábase por inaugurado el partido. Una vez, recuerdo que le pegó tan fuerte que la pelota se colgó en el techo del cine y ese día no hubo fútbol.

La tarde del accidente estábamos esperando la hora del partido. Algunos, jugando a las figuritas. Otros trepados a las rejas. El “arco que da al Colegio”, en contraposición al que deba “a la Av. Independencia”, parafraseando el relato del Gordo Muñoz o Bernardino Veiga, tenía como fondo a aquéllas rejas pintadas de azul francia.

Fleitas, un misionero que vivía en Lanús (es decir más lejos que nadie) y era hincha de Boca, mucho más alto y desarrollado que cualquiera de nosotros, se arrojaba desde las rejas como Tarzán, aunque su estampa autóctona nos hacía evocar a otra especie cuya mención no puedo aquí repetir sin transgredir un deber jurídico impuesto por la ley 23592. Este pibe se arrojaba desde la reja al travesaño del arco –de dimensiones similares a uno profesional-, quedaba colgado, se soltaba y volvía a ensayar su proeza una y otra vez desafiando a cualquiera de nosotros, suponiéndonos incapaces de hacerlo.

Yo lo miraba con asombro. El Negro –porque así le decíamos impermeables a cualquier prejuicio discriminatorio- saltaba casi tres metros y a una altura de un poco más de dos, asiéndose firmemente con ambas manos como si se tratara de uno de los habitantes del Planeta de los Simios (película con Charlton Heston que casualmente habían exhibido pocos días antes en el Cine del Colegio).

Obviamente, rehusé el desafío. Haurigot, un chico petisito y muy liero, se tiró y elásticamente rebotó en el piso desatando la risa de todos. Alberti, un pibe que no se metía con nadie ya que poseía sus propios y graves problemas, nos llamaba a la reflexión, sugiriéndonos no aceptar el reto:

-         No se tiren… ¿No ven que Fleitas es un mono misionero recién llegado de la jungla?

Después de la caída de Haurigot, Fleitas dobló la apuesta.

-         ¡Me tiro y me subo al travesaño! –dijo-.
-         Pará, pará –terció Taladriz mientras se aprestaba a ensayar la prueba.

Nadie dijo nada. Yo iluso, pensé: si alguien puede lograrlo es Taladriz.


El arco del accidente. Allí me colgué como no pudo Taladriz. Atrás, las tenebrosas rejas de la Penitenciaria.

Sin embargo, su impulso sobrehumano no alcanzó. Aun recuerdo sus ojos al volar, iluminados por un fuego olímpico, con la mirada que se tiene cuando se está por ejecutar el penal que nos dará la victoria en tiempo de dscuento.

Nadie, ni siquiera Alberti, pudo impedir que Taladriz volara con el propósito de asirse a ese travesaño testigo de innumerables pelotazos que cegaban la gloria de un gol. Así fue como las yemas de los dedos de ambas manos apenas lo rozaron y la trayectoria de su cuerpo se convirtió en un largo vuelo justo en el centro del arco, una especie de “gol al revés” que terminó en el piso sin que nuestro Ícaro huracanense pudiese amortiguar la vehemencia de su impulso interrrumpida por el frío pavimento que lo acogiera.

Cara de dolor sordo, parecida a la de Michael Corleone con su hija muerta en brazos de El Padrino III, porque ni gritó ni lloró; sólo atinaba a decir que no sentía su brazo izquierdo que intentaba asir, como si lo sintiere a punto de cortársele. Venciendo una fobia que había adquirido en segundo grado, cuando una nena estalló sus anteojos en un recreo y la sangre que brotaba a chorros de sus arcos superciliares aún tengo grabada en mi memoria, me acerqué al amigo caído constato que su brazo no se encontraba en el lugar donde naturalmente debía estar.

Algunos, haciendo gala de un salvajismo propio de la edad lo instaban a levantarse:

-         Dale, dale, no seas maricón –decían y uno de ellos era el ileso Haurigot-.

Nuevamente fue Alberti quien actuó con cordura.

-         ¡No lo toquen! Está fracturado.

Al escuchar esto, Taladriz frunció su ceño, más por preocupación que de dolor y trágicamente preguntaba al colectivo que comenzaba a concitarse:

-         ¿Tengo el brazo, lo tengo?

Mutafian, un compañero al que solo le faltaba el turbante y la túnica para representar a un auténtico beduino, con la serenidad que evocaba su desértica apariencia intentó tranquilizarlo:

-         Quedáte tranquilo que el brazo lo tenés.

Luego todo adquirió una dinámica que, para los más atentos, valió más que mil clases de lenguaje, geografía o matemáticas. El único que atinó a hacer algo fue nuestro Maestro Frías, quien desafiando alguna ilógica recomendación que decía que había que esperar que a Taladriz lo vinieran a buscar sus padres, tomó al accidentado y llevándolo en sus brazos lo puso en un taxi y lo llevó al Ramos Mejía.


Frías lo llevó al Ramos Mejía. Un tipazo nuestro Maestro!

Nosotros nos quedamos sin fútbol ni clases, pero el arrojo de nuestro maestro –que sólo tenía 19 años- jugándose por un alumno y poniendo en riesgo su fuente de trabajo, nunca lo olvidaremos.

Al día siguiente Frías nos explicó lo que había hecho, disculpándose por habernos dejado sin clases. Yo sabía que había actuado correctamente porque Mamá –maestra al fin- lo había elogiado:

-         ¡Ese muchacho es oro en polvo!

Pero además, como la fractura que había sufrido nuestro amigo era jodidísima y no podía volver al Colegio por el resto del año, el Maestro le llevaba a la casa la tarea, se la corregía e impartía clases los días sábados, para que no perdiera el año. Además, y durante la tarde, había organizado visitas de 4 ó 5 compañeros a la casa de Pepe, a la que íbamos en taxi, ya que se había mudado a Flores, con el Maestro Frías.

En una de esas visitas, con Taladriz en la cama con torso y brazo enyesados, se me ocurrió preguntarle…

-         Che ¿y el perrito que tenías?
-         No lo tengo más.

Su réplica, con cara de tristeza y decepción cerró un diálogo que volvió a reinstalarse muchísimos años después.

Pasó el tiempo y los senderos de la vida que se nos abrieron lograron separarnos. Pepe siguió su secundario en San Francisco de Sales y yo en el Pío IX, ambos colegios salesianos y enfrentados por esquina en diagonal en la encrucijada de Hipólito Yrigoyen y Yapeyú. Estábamos tan cerca y, sin embargo no nos volvimos a ver.

Mi vida como la de todos los adolescentes de esa y cualquier época fue adquiriendo nuevas responsabilidades que no solo pasaban por el estudio. A partir del año 73 me interesé mucho por la política y al año siguiente nos mudamos a Haedo Norte.

Quedó atrás la inocencia de los años del San Antonio. Aquellos compañeros se fueron perdiendo en el olvido. Nuevas amistades, un colegio secundario distinto, los noviazgos y sobre todo la militancia se transformaron en motores de mi existencia.

Uno de los compañeros más valiosos que recuerdo en aquellos años difíciles se llamaba Milo y pronto verán por qué me detengo tanto en su recuerdo. Era uno de los organizadores de la Juventud en el conurbano bonaerense y nos veíamos muy seguido en las reuniones del ámbito a las que concurría en mi carácter de “simpa” de la Columna Oeste.

A mediados del 74, cuando estábamos armando una actividad, nuestra amistad se hizo más estrecha ya que Milo era además hincha de San Lorenzo. Lo vimos campeón del Nacional del 74 en una cancha de Vélez que todavía no había sido remodelada por los milicos y con la plata de todos. Emilio, porque así se llamaba Milo, también era salesiano. Estudiaba en Santa Catalina y vivía en Llavallol.


El Viejo Gasómetro, templo del fútbol argentino.


El compañerismo que profesábamos se fue articulando a partir de esas dos pasiones irrefrenables de nuestro Pueblo: el fútbol y la política. Pero en ambas locaciones poseíamos sólo desazones. San Lorenzo comenzaba una etapa de declinación que terminaría con la pérdida de su estadio en 1979 y el descenso de 1981. Y las ideas que nos concitaban se convirtieron desde el año 75 en el blanco favorito de las bandas de ultraderecha como la triple A, la JSP, el C. de O., la JPRA y la CNU entre tantos criminales a sueldo precursores del terrorismo de Estado.

Varias veces fui a Llavallol a visitarlo a Milo. La casita en la que vivía con sus padres, muy humilde pero bien construida, servía para sustentar en mi imaginación un mundo social al que aspiraba en el conglomerado de ensoñaciones juveniles. Un mundo de trabajadores, desprovistos de la cultura consumista que se propalaba a partir de la televisión, instruidos en la lectura, que valían por lo que eran más que por lo que tenían y que se realizaban a partir del trabajo asalariado, en su barrio como lugar de pertenencia.

¡Cómo no iba a ser hermosa aquélla casita de Llavallol si el padre de Milo era obrero de la construcción! Tenía un perrito muy simpático, de esos que cuando te miran parece que te están sonriendo. La mamá le había tejido una polera de San Lorenzo para los días de frío.



Entretanto y ya en 1976 comencé mi carrera de abogacía en la UBA. Cursábamos a la mañana, porque ese era el horario que más oferta tenía seguramente con el propósito que tenían los dictadores que solo estudiaran aquellos que no tenían el deber de trabajar y yo, sin laburo, me dedicaba al estudio a full. Todos los viernes dejaba la facultad medio apurado porque tenía una novia en Ballester que salía del colegio Hernández a las 17 hs. Con el propósito de tomar lo antes posible el Suárez, enfilo para la puerta de alumnos y en una de esas un estudiante con el dedo índice oscilante y entrecerrando su ojo derecho me dice:

-         ¿Vos sos Segura?
-         Siiii… ¡Taladriz!

Pero no fue ese reencuentro casual el que volvería a enlazar nuestras vidas y recuerdos luego de tantos años. En el 77 había entrado a los Tribunales del Trabajo y un día, en el viejo y querido edificio de Talcahuano 490 –construido al efecto durante el primer gobierno de Perón para el nuevo fuero- me lo encuentro nuevamente. ¡Trabajaba en un Juzgado laboral!

Fue entonces la fuerza del destino la que se empeñó en afianzar la unión de nuestras vidas, luego –incluso- como colegas abogados laboralistas. Pero la casualidad final vendría con la evocación que hice, casi tangencialmente, cuando me referí a Milo.

Con él nos encontrábamos siempre en el Viejo Gasómetro, a la izquierda de la hinchada sobre el mismo codo que solía llevarme Papá de pibe, cuando no pudo seguir pagando su platea en la Bodas de Oro. Nos veíamos como si fuéramos sólo lo que éramos: dos hinchas del Ciclón, sin que nadie sospechara allí de nuestra condición de supuestos “enemigos del Ser Nacional”. Así, por seguridad nuestra y de los compañeros nos encontrábamos con Milo sin mencionar nada de una militancia que mutuamente dábamos por vigente. Y un día no vino más. Fue a partir de un partido con Independiente que, para peor, perdimos de modo inapelable. Nunca más lo vi.

Pasaron aquellos años, Taladriz y yo fuimos ascendiendo en nuestra carrera judicial y con la declinación de la dictadura renació en la superficie la actividad política, aflojándose los insoportables controles a la vida ciudadana, aunque quienes habíamos tenido una mayor participación en la resistencia, ese temor de caer en manos de los dictadores nunca se disipó.

Así fue que un día junté coraje y volví a Llavallol. Habrá sido a principios del año 84, a la casita de Milo. Me atendió la mamá, que me recordaba como todo aquello que se vinculara con su único hijo.

-         Hola Señora, soy el Cuervo, amigo de Milo, de Luzuriaga-. En realidad vivía en Haedo pero me gustaba que era de Villa Luzuriaga, de esas calles queridas de Matanza.

El barrio de Llavallol estaba mas gris, mas triste, más sucio, como si asemejándose a una persona, se hubiera borrado de su semblante aquella sonrisa que recordaba haberla vista la última vez que entré en esa casa en 1974. La casita de Milo, erigida por obra y oficio de su papá, lucía despintada, con algunas tejas despegadas, el pasto crecido. Pero lo más desolador fue el rostro de esa madre dolorosa que confirmó algo que yo íntimamente suponía como probable.

-         Milo desapareció. Se lo llevó una patota militar en 1978 antes del Mundial.

Me hizo entrar a su doliente intimidad, plagada de recuerdos.

-         ¿Querés pasar a su cuarto? Está la camiseta de los Matadores…

Yo estaba invadido por el silencio y esa irritación que uno sufre en sus ojos cuando no puede resistirse el llanto. Estaban además las insignias que delataban pasión futbolísitca, las cosas de vivir que poseía cualquier pibe suburbano en los 70. Discos de Vox Dei, Manal, Pappo y Sui Generis. El payaso con su sopapa en la cabeza, primer álbum de Almendra. Dos scalextrics. Unas zapatillas Flecha y la Nº 5 con gajos azul y granates. Por momentos me sentí un intruso, en esa habitación detenida en el tiempo que se asemejaba mucho a mi cuarto del Barrio Envión de Haedo. Pero lo que más me incomodaba era la imposibilidad de encontrar algo que decirle a esa madre que no tenía siquiera el consuelo de saber dónde estaba su hijo, vivo o muerto.


Símbolo de nuestra generación.


Me refugié emocionalmente en mi profesión, proporcionándole datos sobre a quien acudir para la búsqueda de Milo, con el propósito de que apareciera con vida –en ese momento muchos familiares todavía guardaban la esperanza- y se castigara a los culpables. Encontábamos en esas disquisiciones cuando mi vista se desvió involuntariamente al aparador que, sito en el comedor, alojaba un único portarretratos con la imagen del amigo desaparecido. Era Milo en el fondo de su casa junto al mismo jazmín que hoy veo plagado de insectos y con sus flores marchitas, tomando del cuello a su inseparable amigo, el perrito que ríe.

-         ¿Cómo se llamaba el pichicho Señora?
-         Batuque.


-         Batuque se llamaba y era mi mejor compañero.

Su rostro, o mejor dicho la silueta de su cabeza recortada por el resplandor del ventanal de La Giralda atrajo toda mi atención. Supongo que al advertir mi estupor al pronunciar el nombre “Batuque” tiñó de emotividad el relato que se volvió minucioso y acompasado.


La Giralda, refugio de todos mis mediodías.

-         Te cuento esto porque sos mi amigo y no sé que sensación me atrajo al pasado que siento la necesidad de contarte esto que siempre guardé dentro mío.
-         Dále, seguí tranquilo.
-         Mi Viejo era un tipo duro. Recto, poco proclive a que se le notaran sus sentimientos, como eran nuestros padres. El había sufrido de chico mucho porque quedó huérfano a los ocho años. Nos crió a mi y a mis hermanas con esa convicción, llena de valores pero con dureza. Un día, a mi Mamá que era maestra…
-         ¿Maestra? –lo interrumpí con emoción-. No digas, como la mía.
-         Un  alumno le regaló un perrito. Un cachorro que cuando lo trajo a casa era como un pompón de pelo. Fue mi compañero de juegos. Cuando iba para el colegio me despedía de él y al llegar movía la cola… Me hacía una fiesta bárbara.
-         ¡Sí, lo recuerdo! Alguna vez lo vi  en el colegio cuando te traía tu Mamá.
-         Y resulta que al nacer mi hermanita menor, que le llevo unos años, el perro que antes era el bebe de la casa fue inconscientemente desplazado. Todos, mis viejos y mi otra hermana lo fueron dejando de lado. Todos, menos yo.
-         Suele pasar. Es la historia de “La Dama y el Vagabundo”…

Parecía no escucharme. Seguía su relato con obstinación, mirándome fijamente como si estuviera quitándose un gran peso de encima.

-         Hasta que un día y no sé cómo, el perro le gruñó y le mostró los dientes a mi hermanita. Mamá se asustó y mi Viejo cuando se enteró tomó una drástica determinación.

Sus ojos se entrecerraban como si estuviera buscando imágenes perdidas en la profundidad del dolor.

-         ¡Qué pasó! –dije, suponiendo lo peor. La revelación significaba la contestación a aquélla pregunta que formulé en 1968 cuando guardaba reposo-.
-         Mi viejo dijo “el perro tiene que irse”. No podía permanecer en casa, ante la posibilidad de que atacara a la beba. Fue así como sin consultar a nadie se lo regaló a un albañil que estaba en casa haciendo unos arreglos.
-         ¿Y vos qué hiciste? Al fin y al cabo era tu perro…

Tener un perro es algo fundamental en la vida de cualquiera. Y si bien es cierto que es un animal pródigo de cariño –le sobra para propios y extraños- siempre tiene predilección por uno de la casa, a quien reconoce como dueño. Resulta difícil comprender cómo ese vínculo puede llegar a quebrarse por la decisión de un tercero. Pero en aquél entonces los niños no decidíamos nada, siempre sometidos a los designios de nuestros mayores.

-         Fue terrible e inolvidable. Con Mamá y mis hermanas, Papá nos llevó muy lejos, a la casa del albañil llevándole el perro, mi perro. Durante todo el viaje fue infructuosa mi súplica… ¡Quería conservar a mi perro!
-         ¿Por qué esa crueldad? –quise componer buscando un consuelo manifiestamente extemporáneo-.
-         Supongo que Papá quería darnos una lección sobre lo que es sufrir la pérdida de un ser querido. Batuque quedó atado a un árbol y esa es la última imagen que de él conservo. Ladrando sin comprender cómo nos alejábamos de él.

Se produjo un silencio en el relato. Imaginé lo que significaba para mí la pérdida de una mascota. Ver envejecer y morir a un ser que llega a despertar en nosotros un amor inexplicable. Pensé “eso ya es insoportable, cuando peor será ver como somos separados del ser querido sin tener la certeza de que si en algún momento lo volveremos a ver”.

-         ¿Y no volviste a verlo? ¿Supiste que fue de él?
-         Volvimos en el auto, un largo recorrido, y no pude dejar de llorar. Mamá buscaba alguna explicación a lo sucedido y sólo encontraba una monolítica respuesta de mi padre: “Yo perdí a mi madre siendo muy niño… es bueno que aprendan a sufrir…” Nunca olvidé a Batuque. Siempre lo recordaré como el mejor amigo de mi niñez.

Sus ojos que oscilaban leve pero rápidamente sin dejar de verme mientras el ceño de su frente apretaba una angustia muy guardada que afloró a partir de nuestra charla. Supuse que en ese momento confluían en mi interlocutor sentimientos encontrados, pero lo que enrojecía la mirada del querido Pepe era no saber qué había sido de la vida de su Batuque.

-         Mirá Alejandro. Yo estoy seguro que esa tarde, si al perro lo desataban, se venía corriendo tras nuestro auto desde Llavallol.


Don Bosco orienta nuestras acciones.