miércoles, 18 de julio de 2012

Los autos de mi niñez (álbum de fotos).

Hoy mismo comprobé como fluyen los recuerdos de mi pasado berreta. Veníamos al centro con Alexis, mi yerno, hablando de autos, de la gran cantidad de modelos que hoy existen, nacionales e importados; de alta, media y baja gama; incluso de los cambios radicales que sufren los autos de un mismo modelo, etc., cuando naturalmente brotó de mis labios una expresión decadente: 


-  Cuando yo era pibe no había tantos autos como ahora.
- ¿Ah no?
- Casi casi podría enumerarlos con los dedos de estas dos manos –dije entusiasmado por el interés que había despertado en mi interlocutor, amante de los fierros-.

En realidad, a poco de comenzar la enumeración terminal por terminal, constaté que efectivamente eran muchos más que 10 los autos de mi niñez y que Alexis no conocía muchos de ellos presentándoseme una robusta dificultad para describírselos.


- Citroën tenía dos modelos, el 2 CV que no tenía la ventanita de atrás y el 3 CV. ¡Ah! También estaba la citroneta.
- Y el Mehari vino después –acotó Alexis que obviamente conoce de Citroën por ser el Papá especialista y referente de la marca en San Fernando-.
- Si, creo que se empezó a fabricar a principios de la década del setenta –referencia que lo excluye “de mi infancia”-.

Alexis tiene un Mehari azul armado por el padre original-original y ello demuestra el interés con que seguía mi enumeración.


- Después estaba el Bergantín de IKA.
- Ése no lo conozco.
- Era medio parecido al Borgward, el Isabella –y allí se perdió-.

- No. Seguramente alguna vez lo viste...

El recorrido se fue agotando entre marca y marca.


-  La Chrysler-Fevre tenía su planta en San Justo, donde ahora está la Universidad de La Matanza. Allí se fabricaban los Valiant y las camionetas Dodge.
- ¿Y ése que está ahí? Seguro es de la época –preguntó señalando a un Fiat 600 furgón todo destartalado que yace en la esquina de Rivera y Av. Cramer-.
- Hubo pocos de ésos ¡Qué lástima! ¡Cómo está!

Y el fin de mi aventón despertó la revista de modelos que Alexis no conocía o no recordaba habiéndolos visto como la Baqueano, el Utilitario de IKA, el Jeep carrozado o con media caja de IKA, el Kaiser Carabela, el Valiant II, el DKW de dos puertas, la furgoneta de Auto Unión, etc.

Y allí mismo, en Rivera y Ciudad de la Paz, antes de bajarme encontré la solución para concluir la conversación de un modo altamente positivo.


¿Sabés lo que voy a hacer? Voy a armar un álbum de fotos sacadas de Internet para que veas cuáles eran los “autos de antes”.
-  ¡Bárbaro!

Y el azote de frío de esa mañana de junio me devolvió a la realidad, a mis dos escritos de dos primeras horas y a la rutina.

Un álbum de fotos de los “autos de antes”. En realidad es “mi antes”, con la relatividad que ese concepto tiene para ser entendido.

Y así fue, mis amigos, que  al ser “mi antes” el mar donde navegan mis recuerdos... nuevamente me sumergí en el tiempo de cuando era berreta.

No pude pues dejar de evocar cada auto con alguna anécdota que se refiere en ese tiempo pretérito. Por eso, el álbum de fotos que le prometí a Alexis está plagado de referencias a ese entrañable pasado barrial que poco a poco voy reconstruyendo en estos cuentos.

Mentalmente comencé a sistematizar las marcas.


¡Qué lo tiró! Ni en esto puedo abstraerme de la metodología –pensé contrariado, porque aun no terminé el trabajo que tengo en mente de Marradi para la Maestría-.

Luego, acoté mi campo de estudio. Autos nacionales desde 1958 a 1967, año en que surge el Torino y cambia todo.

Paso siguiente, ir terminal por terminal, primero las que no existen más –como NSU, Isard, De Carlo, DKW, Borgward, etc.- ya que son más raros y desconocidos para la mayoría de los pibes de ahora como Alexis, y luego las fábricas consabidas como Ford, Renault, Peugeot, Citroën, Grl. Motors, etc.

Ya sentado en el subte (y calentito porque en Olleros recién se llenó), hice mentalmente un listado provisorio y conté más de 50 autos. ¡No era cierto lo que había postulado un ratito antes! Contando los autos viejos, como el De Soto 36 de Tío Agui, el Ford Mércury 51 dos puertas de Mario De Llano nuestro vecino, el Forcito 35 de Tío Alberto, o la gran cantidad de máquinas de los 30, 40 y 50, alguno de ellos con volante a la derecha que eran no pocos, cuando yo era pibe había muchísimos modelos en Buenos Aires.

Pero esa imprecisión no me amilanó. Voy a hacer nomás el álbum de fotos para Alexis y en cada foto un pequeño recuerdo berreta.


1) Autoar Argentina: NSU Prinz 30 y NSU Prinz Sport.


Fue el primer auto que compró Papá al Tarta D’Amilano. Este modelo 1960 es de mi propiedad y estoy junto a mi queridísimo primo Norber.


2) Isard Argentina: Isard 700, Isard 700 familiar e Isard 300.


Un Isard 300 como éste tenía un vecino de Juan A. García casi llegando a Helguera. Creo que tenía motor de dos tiempos, porque cada vez que lo encendían, hacía un ruido infernal y llenaba la cuadra de humo. Mi abuelo –el Tata- cada vez que pasaba junto a él lo escupía de bronca.



3) De Carlo: De Carlo 700, De Carlo 700 Coupé BMW, De Carlo 600 Ratón.



Cacho Moretti del Pasaje El Peregrino, tenía una blanca con tapizado de cuero, volante y palanca de cambios con la insignia “BMW” y un tablero de avión con brújula y todo. Un día fuimos desde Villa Santa Rita al sur a ver un Lanús-San Lorenzo con Don Pablo (el papá de Cacho), mi Papá y yo que viajábamos atrás en un lugar que estaba diseñado sólo para llevar bolsos. Estábamos peor que sardinas. Perdimos y encima nos cagaron a piedrazos. 30 años después me lo encontré a Cacho cuando él era secretario gremial de un sindicato y yo el abogado. Cuando nos vimos me mostró la foto de la cupé. La llevaba en el portadocumentos, como a un ser querido.



4) Heinkel.



Más conocido como “el ratón”. Había uno estacionado en Agrelo y Treinta y Tres y de abajo, entre el empedrado, le crecía un pasto alto del tiempo que estaba allí sin movérselo. Papá siempre decía que era preferible y más seguro viajar en el 84 o en una motoneta antes que subirse a un ratón.



5) Taunus.



No confundir con el Ford Taunus de los años setenta y ochenta. En uno de esos se mató Alberto Pace viniendo de Mar del Plata. Era concuñado de mi Tío Gerardo, maestro mayor de obras y constructor del edificio donde vivían mis tíos (calle Campos Salles y 3 de febrero, en Nuñez). Para nosotros, berretas, un tipo de guita. Recuerdo el momento cuando se recibió la noticia. Estábamos en la casa de la Tía Aída y lo que para nosotros era una fiesta se detuvo. “Se mató Alberto Pace” dijo alguien, y nuestros juegos quedaron truncos.



6) Borgward Argentina: Borgward Isabella, Borgward Furgón.<



Autazo de dos puertas y había un descapotable también. En uno de ellos bajaba Pupé una o dos veces por semana a la tarde cuando la traían del centro, supuestamente de la Academia Pitman. Mi abuela nunca lo creyó...



7) DKW – Auto Unión: Auto Unión Sedán 4 puertas, Auto Unión Sedán 2 puertas, Auto Unión Sport, Furgón.



Este auto tenía una característica. Funcionaba con mezcla, como una moto. Había que agregarle aceite al tanque de nafta. Por eso hacía un ruido muy característico –ratatatá- y el humo tenía un aroma especial. En el garaje de Don Neif guardaban uno. ¡Quién iba a decir que 40 años después tener un Audi –porque Auto Unión es Audi- iba a otorgar estatus! ¡Si cualquier berreta tenía un DKW! Una cosa más que me olvidaba. En un Auto Unión Sport se mató el gran Julio Sosa enfrente de Rond Point, al pegarse con un “quesito” (para saber qué es un “quesito” hay que haber sido muy berreta).




Ahora vamos a pasar a las fábricas que no cerraron luego de la caída del Presidente Frondizi.


8) a 15) IKA Renault: Kaiser Carabela, Jeep IKA, Jeep IKA Carrozado, Jeep IKA con caja, Estanciera, Utilitario, Baqueano, Bergantín, Renault Dauphine, Renault Gordini, Renault 4L, Renault 4F, Ramber Classic, Rambler Classic Rural, Rambler Classic “Boca de Pescado”, Rambler Classic “Boca de Pescado” Rural, Gladiator.



Voy a empezar por el más lujoso. El Kaiser Carabela. Uno de los muchachos de Haedo, que paraba en el taller de Julio tenía uno. Cierta vez propuso hacer una vaca para la nafta e ir un fin de semana a Mar del Plata. Nos salía menos ir en avión.





Juan, el tío de mis primos pero por la otra familia, tenía un Gordini color beige con vivos blancos. Lo trataba como una señorita. Siempre impecable, todavía los asientos tenían su forro de plástico que venía de fábrica. Manejaba a 50 kms. por hora en las rectas plenas de la Av. Rivadavia. Creo que si veníamos de Haedo con el Tío Juan tardábamos más que con el 136 hasta Caballito con trasbordo al 5 y todo. El caso es que este Juan tenía un hijo ingeniero –Juancito- que se había ido a vivir a EE.UU. Allá formó una pareja con varios hijos. El más grande (no recuerdo el nombre porque le decíamos “el yanki”), como cualquier pibe de su edad que viviera en L.A. a fines de los sesenta, tuvo problemas con las drogas. Y el padre, para preservarlo, lo mandó con los abuelos a Buenos Aires. Lo primero que hizo, cuando le pidió el Gordini al abuelo, fue ponérselo de sombrero en el Rosedal de Palermo.





Renault 4L. Popularmente conocido como “la renoleta”. Me he referido a una que tuve en el cuento “Rosbel de los Llanos”.





La Estanciera era un vehículo maravilloso. Rural. Ideal para ser utilizado en esos picnic soñados que solían armarse en los bosques de Ezeiza, el Parque Pereyra Iraola o a orillas del Río Reconquista en Puente Cascallares. Utilizando un fácil anacronismo podríamos decir que era la 4x4 de los sesenta. Venía en tres formatos, con motor IKA Continental, dos puertas y palanca al volante: a) La Estanciera propiamente dicha, con los asientos traseros rebatibles y portón trasero de dos hojas que la convertían en una camioneta como la Scenic o Duster actual. b) El Utilitario que hemos citado en el cuento “Navidad del 68.  c) Finalmente la Baqueano, que tenía caja descubierta y era muy utilizada en el transporte de vidrios. En el Barrio Envión, alrededor del año 75, había un vecino que tenía el modelo original (sin parabrisas panorámico) color verde agua con los vivos blancos. El hombre, una de esas personas de formato pequeño, con bigotitos anchoa y rostro inexpresivo, era muy pero muy afecto a las bebidas alcohólicas. Cierta tarde lluviosa, mientras estacionaba en total estado de ebriedad su Estanciera, con un fuerte golpe descomedidamente aplicado, destruyó el paragolpe trasero de nuestra Renoleta. Papá salió enfurecido (vivíamos en un monoblock de planta baja, junto a la calle) y le pidió explicaciones al curda quien apenas podía mantenerse en pie. Como nunca pudo solucionarse el daño, ya que la Estanciera no tenía seguro, Papá profirió una amenaza que con el tiempo supo cumplir: “no quiero ver nunca más esta Estanciera en mi vereda”. Al año, cuando el beodo creyó olvidada la sentencia y estacionó unos pocos minutos su vehículo justo frente a mi ventana, un adoquín hizo estallar el parabrisas del infractor.




Me une a este vehículo un sueño que haría las delicias de un psicólogo berreta. En el garaje de Don Neif guardaban un Jeep original y con capota. El hijo del Turco, que se llamaba Ruben, era muy amigo de mis primos y me dejaba subir al Jeep cuando el padre no estaba. Sentado al volante, mi sueño era que Papá tuviera uno, y que un día de lluvia atravesáramos imaginarios recorridos con Mamá, mi Tío Cacho y Tita, la mamá de crianza de estos últimos y, por ende, abuela postiza mía. ¿Dónde está la locura en este sueño? Que Papá y mi Tío Cacho se odiaban mortalmente y yo no podía concebir que seres que yo amaba tan profundamente no pudieran verse siquiera. Nunca tuvimos un Jeep IKA y jamás se reconciliaron.





Blanco con el techo celeste era el Classic “Boca de Pescado” que Tío Alberto compró en 1964 o 1965. El Tío era un hombre de ésos cuyo molde ha desaparecido. Íntegro, aferrado a los principios, permeable a las inquietudes y comprensivo con los barbilampiños como yo, vivía conforme a una coherencia que podía explicarse con la perfecta equivalencia entre lo que postulaba y lo que realizaba. Además era una persona exitosa, llena de talentos –eximio violinista y director de orquesta- con un puesto público de jerarquía, toda su vida se orientó hacia la familia, su mujer e hijos. Cuando estaba junto a ellos me trataba como a un hijo más. Sus frases (“el camino más corto es el camino recto”) las tengo grabadas como verdaderos mandamientos. Yo creo que todos tuvimos un “Tío Alberto” que sirvió de guía en la vida... pero el mío fue el mejor de todos. Volviendo al Rambler, el Tío lo compró cuando vendió una quinta que tenía de soltero en Tristán Suárez (¿Dónde estará esa quinta de la que sólo tengo un borroso recuerdo?). Como era un lugar apartado, al que sólo iba a trabajar para cortar el pasto, llenarla de tareas a la Tía Aída, etc., un día dijo basta, la vendió y se compró el Rambler para sacar a la familia a pasear por la Grl. Paz, Luján, los bosques de Ezeiza, la República de los Niños, etc.





El Bergantín era un sedán de cuatro puertas muy vistoso, un “mediano” accesible para una familia de clase media bien constituida y sin mayores problemas económicos. En el barrio, el Negro –así le decían y no recuerdo su nombre, me parece que era Ruben- tenía uno de color verde muy clarito. Vivía en Juan A. García casi llegando a Cuenca en nuestra misma vereda impar. La característica fundamental de este personaje era su condición de “solterón”, hombre de la noche tanguera, pescador (de esos que se iban un fin de semana a San Clemente o lugares así), burrero e hincha de San Lorenzo. Su sobrenombre tenía un origen incierto ya que tenía la cabeza blanca y unos bigotes que parecían un cepillo de ropa impecablemente canosos. En la cancha solía ubicarse a la derecha del Sector Lazzari de plateas, junto a “esos viejos de mierda que no quieren gritar... y se quejan, si el equipo anda mal” (esto solo lo podrán entender los futboleros). En ese Bergantín viajamos a Rosario un hermoso domingo de otoño para ver un Central-San Lorenzo en el viejo estadio de Arroyito.





La Gladiator era una camioneta poderosa, cuya licencia IKA la había obtenido de la Jeep estadounidense. Por eso, en Daktari aparecía una pintada como una cebra. Los vecinos que Papá había bautizado “Los cosos de al lado” emulando el tango de Larrosa y Canet y nosotros “Los Zapa-Atas”, porque eran de apellido Zapata y medio aborígenes (dicho esto con mucho respeto por nuestros pueblos autóctonos), tenían una que le habían entregado al Zapa-Ata mayor para hacer un reparto, la distribuidora de vinos en damajuana archiberreta “Wawancó”.



16) y 17) Citroën Argentina: Citroën 2 CV, Citroën 3 CV, Furgoneta Citroën.



Tuvimos un Citroën 2 CV allá por 1975, modelo 67 y con embrague centrífugo. Apretabas el embrague, ponías primera, soltabas el embrague ¡y el auto no se paraba! Arrancaba como un automático y luego se hacían los cambios como un auto normal. El problema que tenía era que salía muy despacio y de atrás todo el mundo te puteaba. La ventana tenía una mitad fija hacia arriba y la otra mitad de abajo se rebatía para dejar entrar el viento y quedaba fijada arriba por un perno sobresaliente que quedaba inserto en un agujero de goma. Cuando pegabas un barquinazo la ventana se zafaba y si tenías el codo afuera lo impactaba con rudeza. A ese auto era totalmente imposible que se subiera una mina. Si habremos recorrido Rivadavia hasta Liniers y vuelto por Gaona hasta Ramos y Av. de Mayo hasta San Justo, la Cristianía de Casanova, la salida de los colegios de Luzuruaga y nada. Ninguna mujer que superara los 4 puntos podía darnos bola. ¡Ese 2 CV era nuestro posgrado en berretas!





A mi vecino Heriberto Hansen, padre de Patricia y Fabiana, el laboratorio donde trabajaba “Química Argentia”, le había dado una Citroneta para su trabajo de visitador médico. Era de color azul Francia y en las puertas, muy discreto, el nombre del laboratorio. Heriberto era hincha fanático de Independiente. Tenía un Fiat 600 E y (para nosotros) mucha plata, ya que veraneaba los tres meses en Mar del Plata, aunque a veces se volvían antes porque al ñato le gustaba “la rula” y se la gastaba toda en la “Casa de Piedra”. Como dije, tenía dos hijas. Pero yo estaba enamorado de una prima de ellas, Ana María, una rubia de ojos celestes preciosa a la que una tarde le robé un beso mientras jugábamos a tomar el té, armándose un revuelo familiar que me estigmatizó para siempre. La abuela, una vieja sargentona a la que en el barrio se la llamaba "La Profesora", me paró en la calle y frente a Mamá me gritó: “Me parece muy bien que te andés haciendo el gallito por ahí... PERO CON LAS CHICAS DE LA CASA NO!!!”. Antes de ello, en el año 65, Heriberto le había organizado el cumpleaños a la hija menor Fabiana. ¡La plata que tendría el tipo que había invitado a medio barrio! Cuando apareció un payaso la nena se asustó, puso a llorar y nadie la podía consolar. Mientras esto sucedía “los grandes” estaban en la cocina con la radio palpitando la final del mundo Internazionale de Milan-Independiente. Como se había armado la bronca con el soyapa me escabullí a la cocina junto a los que estaban escuchando el partido. Heriberto casi me mata cuando –ingenuo- grité el gol del Inter. Ya desde pibe aprendí a diferenciar lo que eran los clubes y “la Argentina” y no podía borrar de mi recuerdo aquel oprobioso 9 a 1 en cancha del Rojo cuando “por decreto” el Juez Velarde lo sacó campeón a Independiente en el año 63. Este Hansen llegó a ser dueño del laboratorio.



18) y 19) Chrysler-Frevre Argentina: Valiant II, Valiant III, Valiant IV, Camioneta Dodge.





Recuerdo una película de esas tristes del cine argentino: “Esto es alegría” de 1967. Tenía tres episodios. En el último, Ubaldo Martínez, un padre viudo, trabajador y alcohólico le decía a sus hijos (uno de ellos Carlitos Balá): “Hasta mañana y que sueñes con cosas lindas”. Yo desde muy chico cuando me voy a dormir lo hago con ese deseo. En la contratapa de un Ciclón –revista semanal para los simpatizantes sanlorencistas- había salido un coche Valiant II de juguete, para subirse y manejarlo con pedales. Imagínense que ese cochecito era totalmente inalcanzable para mí. Papá, con gran sacrificio, apenas me había podido comprar una bicicleta usada... Pero nada me impedía soñar con tener mi Valiant II y conducirlo por Juan A. García, Helguera, El Peregrino y Cuenca sin bajar de la vereda. Y como los sueños, además de ser sueños pueden ser hermosos según nuestros caprichosos deseos, mi Valiant era lo suficientemente ubicuo como para permitir que en sus interminables vueltas de manzana albergara como acompañante a mi amada Ana María. ¡Eso sí que era soñar con cosas lindas!





Todo el mundo opinaba lo mismo. El Valiant II era más lindo que el III. ¿Por qué cambió tanto su diseño? De cualquier manera nadie se volvió loco por el cambio. Mis sueños continuaron con el Valiant II. Era un mundo distinto, donde la locura del consumo todavía no había causado estragos en la conducta social.



20) y 21) Ford Motors Co.: Ford Falcon, Pick Up F100.



Ha sido un auto que la historia argentina reciente ha empañado para siempre. Va una anécdota de fines de los años setenta. Papá trabajaba en un depósito de la Manufactura de Tabacos Particular en Parque Patricios. Nosotros en esa época vivíamos en La Paternal (el que no es chorro, criminal). Cuando se aprestaba a tomar el 133 de vuelta a casa pasó cerquita del cordón de la vereda un Falcon de algún grupo de tareas, salpicándolo. Ofuscado hizo señas de bronca y el auto paró abruptamente, retrocedió chirreando las gomas y se le puso a la par. Lo amenazaron fiero a Papá con una Itaka: “¿Qué te anda pasando a vos, viejo de mierda?”. Así se vivía en aquella época.





La camioneta Ford F100 era el único vehículo capaz de ser lanzado desde un avión Hércules en vuelo rasante y no destruirse. Horacio, el marido de la Chicha y vecino de la calle Remedios Escalada de San Martín de Haedo, tenía una que la usaba para su negocio de vidriería.



22) y 23) General Motors Argentina: Chevrolet 400, Chevrolet Special, Pick Up “Apache”.


El Chevrolet 400 era un auto bien bacán. El tío de Osvaldito Parrilla, que era productor de cine, tenía uno color blanco. Nosotros siempre lo imaginábamos llevándose las mejores minas a Villa Cariño. Esas de la tele. Como Zaima Beleño, Nélida Roca o Mariquita Gallegos, bien trolas.



Yo amaba esta camioneta. Unos Reyes, a principios de la década del 60 me habían traído una Chevrolet Apache, pero Duravit. Me acompañó durante años, apenas separados por un piolín de dos metros, en interminables recorridos por el Parque Rivadavia, las Barrancas de Belgrano, etc.


24) a 27) Fiat Concord Argentina: Fiat 600, Fiat 600 E, Fiat 600 Familiar, Fiat 1100, Fiat 1100 Familiar, Fiat 1500, Fiat 1500 Familiar, Fiat 1500 Coupé, Fiat 800, Fiat 800 Spider, Camioneta Fiat 1500.



¿Quién no tuvo un Fiat 600? El mío me llegó en los ochenta. El abuelo de Patricia, mi vecinita, tenía uno de color colorado tirando a bordó. ¿Lo recuerdan? En realidad no era el abuelo sino el marido de la abuela. Esta, “La Profesora” lo llamaba por su apellido: Valelli. ¡Pobre viejo! Un día me llevó con las chicas al Ital Park y pagó todo… ¡Y yo me porté mal con él! En una guerra de carnavales, intentando embocarle una bombita de agua a Patricia se la puse de lleno en la cara al viejo. Recién pude volver a mi casa a la hora de la cena, cuando supuestamente todo se había aplacado.





¡Autazo el Milqui! Con muchos detalles de lujo. Sólido, versátil, para correr. Tuve uno cuando ya era berreta andar en él. Una tarde, en la Panamericana vieja, entrando desde Grl. Paz y hacia el norte perdí una rueda delantera que luego de impactar un par de autos quedó haciendo “espejito” en el guardrail.





Después del “rodrigazo” y sus secuelas que se agravaron para los trabajadores como Papá en 1976, tuvimos que vender el Citroën 2 CV. Pasaron varios meses para que volviéramos a tener un auto. Y fue de un modo premonitorio para mi persona, futuro abogado laboralista. Papá me había conseguido un trabajo ni bien salí del secundario. Era la fábrica de abrasivos Norton. A los pocos meses, deciden prescindir de mis servicios. No sabían que yo ya era un avezado experto en Derecho laboral (me gustaba de alma aunque recién estaba en segundo año de la carrera), y me quisieron llevar al correo para renunciar. Cuando les dije que debían reconocerme el tope mínimo del art. 245, el preaviso, la integración, vacaciones y aguinaldo pagos se quisieron matar. Pero como no querían tener problemas me pagaron hasta el último centavo. Con esa plata me compré un 1100 todo destartalado que fui arreglando y que certificó por las calles del Oeste mi probada condición de berreta.





El Fiat 850 Spider, descapotable era un verdadero sueño para cualquier mortal. Rojo o blanco, daba lo mismo. Cuando una tarde, en Paso del Rey aprendí a cantar de punta a punta “Muchacha ojos de papel” de Almendra, automáticamente me imaginé conduciendo uno, junto a una morocha como la Señora Peel a mi lado, distrayéndome con su melena batida por el viento.



28) Siam Argentina: Siam Di Tella 1500, Morris, Magnette, Camioneta Argenta.



Touza, el jefe de personal de Norton me dijo cuando salíamos de un banco con toda la plata de los sueldos de la empresa: “Vení, vamos a tomarnos una heladera”. Así se lo llamaba al Siam Di Tella 1500. El 99% de los taxis de Buenos Aires eran “heladeras”. Cuando aparecía uno en venta en el Clarín, era imprescindible aclarar que nunca había sido taxímetro. De allí viene el dicho popular “Joya, nunca taxi”.



29) y 30) Peugeot Argentina: Peugeot 403, Peugeot 404, Camioneta Peugeot 403.


Vicente Coscia, un auténtico berreta pero con plata y marido de una prima de Papá, andaba en un Peugeot 403 color azul Francia como el de la foto. Era un auto elegante, indigno de semejante personaje. Tenía un tablero apaisado marca Jagger, palanca al volante, guanteras y radio con botonera. El asiento trasero poseía un apoyabrazos central que emergía del tapizado. La característica diferencial de este modelo era su techo corredizo. Por eso recuerdo a Vicente, un tipo muy parecido a Pepe Morsa, el de los dibujos de Walter Lantz, emerger de ese techo rompiendo la armonía de tan bellas líneas europeas.




El cuatro-cuatro (porque así se lo llamaba) de Tío Agui, color gris acerado y con llantas cromadas era el auto perfecto, ya que conjugaba el estilo distinguido de la marca con fantásticas prestaciones deportivas. Eso fue hasta que llegó el Torino, pero esa es otra historia.








jueves, 12 de julio de 2012

El misterio de Gilda.

En aquellos años la nuestra era la patria de la candidez. Éramos inocentes en el más puro sentido del concepto. Nuestros mayores se cuidaban mucho de pronunciar malas palabras frente a los chicos, y si alguno en un momento de rabia no podía evitarlo, acompañaban ese irrefrenable sentir con alguna interjección alterada como “me cache en dié”, “carancho” o “merda”.

La primera mala palabra que aprendí, obviamente fue en la cancha. Quiero aclararles que Papá me llevó a ver a San Lorenzo cuando di mis primeros pasos. Por eso, es casi seguro que el cantito que una tarde se me pegó y repetí en presencia de Mamá al llegar a casa, fue antes de ir a la escuela.

- ¡Huracán, Huracán, por el culo te la dan!

Mamá se enojó tanto que me pegó. Fue una de las dos o tres veces que perdió sus casillas conmigo. Pero me dispersé, como cuando siempre viene a mi mente San Lorenzo. Quería decirles que nuestra inocencia abarcaba distintas aristas, tan desopilantes para los chicos de hoy, hasta el punto que muchas veces tengo la sensación de que no me creen cuando les cuento ciertas cosas. Voy a dar algunos ejemplos.

La creencia en los Reyes Magos hasta bien entrado el primario. Los relatos sobre “ánimas y aparecidos” que solía hacernos Tío Gerardo en la oscuridad de la noche en la vereda de Juan Agustín García 3151. La leyenda del “avión negro” que traería al país a Perón de labios de Tía Aída con unos ojos iluminados por esa esperanza nunca perdida. La mística religiosa del Tata, con sus leyendas catamarqueñas de la Pacha Mama y la Salamanca. Los platos voladores que Tío Poro había avistado en sus maravillosos viajes de camionero por el Norte. Una tortuga grande como una casa que había visto Tío Agui embarcado en el caribe venezolano. La última “información” del boletín de Ariel Delgado por Radio Colonia antes de la medianoche ¿Alguno se acuerda de esas desopilantes historias que cerraban el informativo?

La leyenda del Avión Negro que traería al Grl. Perón a la Patria.

En otros aspectos menos fantasiosos de la vida, esa puerilidad seguramente se encontraba potenciada por las limitaciones con que contaban nuestros padres para trasmitirnos algunos interrogantes que fueron tomando cuerpo a medida que crecíamos. Pasaron muchos años desde aquél cantito censurado para que pudiera responder afirmativamente la pregunta más trillada de la primaria:

- Che ¿vos estás avivado?

A nosotros nos “avivaban” otros chicos, en el colegio. O, como me pasó a mi, mis primos, especialmente Randolfo quien con una paciencia suprema una tarde se tomó el trabajo de explicarme con pelos y señales cómo algún día tan lejano como inexistente podría yo concretar de una forma insospechada, lo que sentía por Ana María, una prima rubiecita de la vecina de al lado.

Pero esto que les voy a contar fue antes. Mucho antes de esa crucial revelación.

Una tarde, después del colegio, Papá volvió temprano a casa. Era raro, ya que solía salir del trabajo a las nueve de la noche. También me resultó extraño que Mamá no me haya pedido que me cambiara. La pobre sabía qué íbamos a hacer cuando Papá llegara, pero nada me había dicho.

- Bueno vamos que Agui y Elia nos están esperando con el coche –sonó imperativo Papá-.
- ¿Dónde vamos Mami? –atiné a preguntar. Los chicos no decidíamos nada; sencillamente seguíamos a nuestros padres como suelen hacerlo las crías en la naturaleza-.
- A lo de la Tía Aída. Vamos a conocer a tu nueva primita –dijo, poniendo Mamá fin a tanto misterio -.

El Tío tenía un De Soto 36 color negro con volante a la derecha y tres filas de asientos, ya que tras el delantero contaba con dos butacas rebatibles donde viajábamos “los chicos”, es decir mi prima Mabel y yo, porque Norberto por su personalidad arrolladora y aspecto varonil ya entraba con sus doce años, en la categoría de adolescente.

En los años sesenta circulaban muchos autos viejos. El De Soto 1936 de mi Tío Agui era uno de ellos.

El viaje fue largo y aburrido. Interminable porque tomamos una Juan B. Justo mitad empedrada mitad asfaltada, ya que nuestro punto de partida era Villa Santa Rita. Y aburrido ya que desde el asiento anexo al ras del piso, no podía ver el paisaje por la ventana. Sólo el avinagrado rostro de la Tía Otilia, esa especie de “plus” que mi Tío tuvo que soportar como anexo a su matrimonio.

Algo de intriga y recogimiento me invadió aquella lluviosa tarde de principios de agosto. Yo presentía que nos dirigíamos a un acontecimiento familiar importante. El auto estacionado en la esquina donde concluía el asfalto por el previsible barro que impediría su tránsito por la Remedios E. de San Martín de Haedo. Claudio y Alberto, mis eternos compañeros de fechorías que ese día, además de sus características remeras a rayas horizontales (roja-blanca y azul-blanca, respectivamente) lucían esta vez sendas caritas de ángeles que en modo alguno hubieran desentonado en un fresco renacentista representándolos.

El ambiente tenía olor y color a bondad. Para que me entiendan. Si vieron El Bebe de Rosemary, parecía la escena final, pero bien, con gente buena y en un clima de plena felicidad. Yo me sentía extraño, no solo porque había muchas personas que no conocía, sino porque Claudio y Albertito permanecían sentados sin que nada indicara que fuéramos a jugar como era automático al vernos.

Todavía no había entrado en el Colegio de curas. Mi evangelización era precaria. Pero no pude evitar pensar al participar de esa escena, en el cuento más maravilloso que nos han contado, el relato de la Familia Buena. Los pastores de ese Belén haedense eran los grandes, los amigos de mis Tíos Alberto y Aída, sus cuñados y hermanos, los sobrinos como yo, todos guiados por una estrella que se ponía en el oeste del conurbano bonaerense. Habíamos llegado a duras penas en un De Soto 36 trasigado por varios titulares que se perdían en el tiempo y de andar calamitoso. El lugar sagrado, el mítico pesebre, era la habitación de la Tía. En lugar de la vaca y el burrito que abrigaban con su aliento al Niño Dios, una estufa de velas eléctrica, esas que hacían girar el medidor de la luz como un disco de 78 rpm. ya que el lugar donde estaba emplazado el moisés poseía un alto techo que hacía sentir el rigor del frío invernal.

Yo no sabía cómo venían los niños al mundo. Tampoco supe que mi Tía estaba embarazada. Solamente tomé noción esa tarde maravillosa, aunque sin juegos ni fútbol, que había entrado en mi vida para siempre una hermosa beba de risos dorados y ojos negros plácidamente recostada entre mohines rosados.

- Esta es Gilda –me dijeron, pero con ye, yilda no con ge como la tía aclaró Claudio-.

Y quedé embelesado, viéndola, sin comprender en su dimensión el milagro de su presencia, que era el milagro de la vida. Su repentino ingreso en nuestra existencia, como un misterio no aclarado, sobreentendido para los chicos. Pero poco importaba eso para mí en ese momento. Lo realmente maravilloso era que nuestra vida ya nunca volvería a ser igual, porque a partir de ese enigmático viaje y para siempre, nuestros brutos juegos de niños suburbanos, encontrarían un resuello y una pausa para ella, para Gilda.


VOLVER AL INDICE GENERAL.

domingo, 8 de julio de 2012

Cuentos de la casa de la Tía Aída.

La leyenda popular indicaba que la calle Remedios Escalada de San Martín era la única de tierra en todo Haedo Sur porque al lindar con las vías del ferrocarril poseía la mitad de propietarios frentistas que una arteria común, y por ello no se disponía de suficiente presupuesto para asfaltarla.

Hoy se llama a esto un “mito urbano” como lo fue, en su momento, la falta de pavimento en la Avda. Don Bosco –el histórico camino de Burgos- que por dividir los Partidos de Matanza y Morón constituían un conflicto. La disputa jurisdiccional le restaba a uno y otro Municipio la iniciativa para emprender una obra fundamental que recién completó la Provincia en los años noventa.

Nadie puede afirmar que esas razones fueran las que privaron del progreso a ese puñado de haedenses. Lo cierto es que en esa calle de tierra, en el número 605 de su altura, se encontraba el chalecito de mis Tíos Alberto y Aída. Se trataba de una construcción blanca, mixturada con ladrillos a la vista, techo a dos aguas de tejas californianas, amplios ventanales, porche y pasillo lateral que conectaba un coqueto jardín al frente con su garaje, también tejado, con un espacioso fondo dotado de quincho, churrasquera, pérgola de flores y, junto a una añosa araucaria, la consabida “cachivachera”. La casa, moderna para la época, contaba con un espacioso living-comedor, dos dormitorios a la vera de un pasillo que, al fondo, conectaba un baño y la cocina donde se desayunaba, almorzaba y cenaba. Por la parte trasera, desde la cocina y luego de dejar atrás un amplio lavadero, también se accedía al parque prologado por un deck de lajas marplatenses.

La casa se distinguía en el barrio, además de sus bellas líneas, inmejorable orientación al sol y perfecto estado de conservación, por un cartel en hierro forjado que la bautizaba con el nombre de mi tía más querida, la hermana que nunca tuvo y la vida le obsequió a Mamá, cartel cuya simetría puse en peligro una tarde al impactarlo con la número cinco de mis primos y en una volea que solía imitarle al
Toti Veglio.

Ese era el lugar de mis mejores aventuras de la infancia, en un entonces lejano Haedo al que desde Almagro viajábamos en un par de colectivos –el 196 hasta Ramos y de allí el 136 o el 5 hasta Lacarra y Rivadavia para luego tomar, frente al cine Gran Rivadavia, el 182, por ejemplo- hasta que en 1970 Papá le compró al Tarta Damilano el NSU, vehículo berreta por antonomasia en ese momento.

“Ir a Haedo” o “a la casa de la Tía Aída” significaba para mi urbana y gris existencia el mejor premio a una semana de doble escolaridad y encierro en el departamentito de Almagro. Allí vivían mis dos primos. Claudio, de mi misma edad y Albertito, dos años más pequeño, con los que compartía todos los juegos de la época, de los que el fútbol se llevaba mi mayor atención, aunque lo que tornaba excitante aquella excursión era precisamente esa “calle de tierra” con zanja y ferrocarril de pasajeros y cargas que enlazaba la Estación Haedo con Temperley y, mas allá, La Plata.

El Tren a Temperley.


A mediados de la década del sesenta y como si se tratara de la adaptación a nuestras vidas de la hermosa historia de Belén, un lluvioso día que impedía entrar en auto por la calle embarrada, Tía Aída trajo envueltita en una frazada del sanatorio donde había nacido a mi amada prima Gildita.

El ritual se repetía sin que por ello implicare para mí monotonía. Bajábamos del 182 (¡ojo!, que no dijera “Ramal Emaús”) en Rivadavia y Chacabuco. En la esquina había una panadería donde Papá compraba media tonelada de facturas para la tarde y luego de una pequeña caminata por Chacabuco, bordeando la placita de Haedo donde está la Comisaría y la Escuela 8, el molinete para cruzar la vía y, allí, ante nuestra vista, el polvoriento o barroso paisaje –dependiendo ello del clima- de la calle Remedios Escalada de San Martín.

Escuela Nº 8 "Bernardino Rivadavia". Allí fueron mis 3 primos.


Recuerdo perfectamente a esa entrañable cuadra delimitada por Intendente Carrere y Alegría hacia Villa Luzuriaga. Cada una de las casas encierra una historia, una anécdota.

Casi llegando a Alegría vivía un pibe que se llamaba Julio, medio marginal, que se ahogó –pobrecito- en el Río Luján. De él recuerdo un cumpleaños, el cumpleaños de Julio. Vereda de por medio estaban “los tres chiflados”, tres hermanos que más o menos tenían nuestra edad. Sergio, el más grande la de Claudio y yo; Alejandro, el menor, la de mi primo Alberto y entre ambos, uno intermedio que se llamaba Gerardo, como nuestro Tío. Ese Alejandro era famoso en el barrio porque había trabajado como extra en Jacinta Pichimauida o posado para la propaganda de guardapolvos 12 de Octubre. Con estos tres chiflados nos vivíamos peleando, aunque una vez emprendimos un proyecto futbolístico en común formando un equipo que sin ninguna imaginación bautizamos “El Imperio del Oeste”. A mitad de cuadra y frente al molinete, vivían “los Mejuto”. Tenían una historia que hoy llamaríamos “complicada”, con ribetes lindantes con el delito, tal es así que el único pibe de esa casa, llamado Cacho, de lunes a viernes vivía en un reformatorio. Un par de casas después un viejo cuyo apellido era Torraca, muy cabrero siempre contra los picados que hacíamos en la calle, una vez le dejaron un maleficio –el maleficio de Torraca-; luego “La Chicha” –la mejor amiga de mi tía- que tuvo una experiencia muy triste con su única hija. Justo al lado de lo de mis tíos vivía Guillermo, que había enviudado durante unas navidades y por eso no podíamos gritar, con su hijo Guillermito –un verdadero orate-. Los padres de este Guillermo supieron ser los dueños de unos cuantos lotes de la cuadra. Por eso, su chalé era el más grande y suntuoso de todos e, incluso, en ese entonces todavía conservaba la titularidad de la llamada “casa vieja”, sobre la que me referiré más adelante.

En primer plano, sobre la derecha, Alejandro de los Tres Chiflados.


Del otro lado y hacia el centro de Haedo había un baldío que, para nosotros era como la selva ecuatorial. Pocos años después se edificó y vino a vivir un gallego también llamado Julio que a veces se prendía con nosotros en un “metegol-entra”, le pegaba al fútbol con un caño y encima de buen tipo era hincha de San Lorenzo. Después seguía otro chalé de un matrimonio viejo con un hijo que tenía fama de genio y que después se fue a vivir a EE.UU. No me acuerdo sus nombres porque mi tío sólo lo llamaba “Gómez”.

Finalmente, “la casa vieja”. Un lugar soñado para todas las aventuras posibles, ya que estaba deshabitada, con el pasto crecido, sin luz eléctrica, llena de moras, frambuesas y nísperos. Tenía el pozo de un aljibe cuyo brocal el tiempo se encargó de desvanecer. Los tres, Claudio, Albertito y yo espiábamos ese agujero interminable, pese a la recomendación de la tía (“no se asomen al pozo de la casa vieja”), para saber qué tan profundo era. Para ello, tirábamos una piedra que luego de expectantes segundos hacía ¡plop! Allí entonces, mi primo Claudio que era el más afecto de los tres por las ciencias naturales, medía el peso de la piedra, el tiempo trascurrido y colegía:

- ¡Debe tener unos treinta metros de profundidad!

Yo no sé si tratándose de un aljibe fuera tan profundo, pero de día asomándome asido de los pies –por las dudas- por mis dos primos jamás pude atisbar el fondo de ese pozo digno de una película japonesa de terror. Cada vez que veo Jeepers Creepers me acuerdo del pozo de la casa vieja.

En el fondo del pozo, un monstruo como Jeepers Creepers.


Pero lo más lindo de esa cuadra era la vía del trencito a La Plata. En aquéllos años, donde el servicio ferroviario no era tan desastroso como hoy, corría un tren Fiat hasta Temperley, por lo menos uno por hora. También, en determinados momentos del día pasaba un carguero de veinte o treinta vagones, de distinta clase: playos, tanques, tolvas de cereales o piedras, cerrados, con ganado, etc. Jugábamos a ver cuántos vagones traía. El último de todos, pintado de naranja, donde viajaba el guarda, lo llamábamos “el alcahuete”, ya que ese operario velaba para que ningún polizonte o linyera subiera al tres cosa que muchas veces no lograba ya que nosotros mismos en varias ocasiones nos colábamos como una vez, que la evocaré como “Una excursión a Ingeniero Brian”.

Ahora memoro que la relación de los pibes y las vías de un tren posee un significado universal. No sólo en la literatura donde Dickens o Zolá tienen un papel destacado. Lo aprecio mucho en el cine. A nosotros, por ser chicos en los sesenta nos impactó Melody. El final soñado, donde el ganso del protagonista Daniel Latimer (Mark Lester) se escapa con la chica –nuestra amada Melody- hacia una vida de amor y felicidad, se van en una zorra por una vía de tren mientras suena un tema que, curiosamente, no era de los Bee Gees sino de Crosby, Still, Nash & Young –¡sí los de Woodstook!-, “Teach your children”.

Todos nos enamoramos perdidamente de Melody. Y de las melodías de los Bee Gees.


En otros filmes, que el lector recordará, veremos a Olmo acostado en la vía de un tren que pasaba sobre él en Novecento de Bertolucci, Pink y sus amigos poniendo balas en un tunel en The Wall. Los menos nostálgicos podrán ver hoy mismo esta relación en la hermosa obra de Scorcese donde Hugo vive nada menos que en la Gare de Montmarre.

Solamente la casa de mi Tía Aída me dio la oportunidad de apoyar mi oreja en un riel para constatar que viene un convoy a varias cuadras de distancia. O colocar, perfilada, una piedra que como un mortal proyectil salía disparada al paso de un tren. Aplastar una moneda de un peso, esas grandes que dejaron de emitirse porque servían de munición cuando se descubría “un tongo” en el Luna Park o algún empleado del Sarmiento se negaba a entregar el certificado cuando el tren llegaba 20 minutos tarde a Once. Quedaban finitas como alas figuritas de chapa que también eran de esa época. O la vez que, sin querer azuzados por una incierta anécdota de Tío Alberto, que afirmaba que los guapos de su época se fabricaban sus facas con un trozo de acero aplastado por el paso de un tren, casi hicimos descarrillar a una máquina diesel que venía sola y se topó con un tremendo fierro que pusimos para hacernos la espada más temible de la cuadra.

Las figuritas de chapa servían como letales proyectiles en clase.


Larga, y espero no haya sido tediosa, ha sido la introducción a estos cuentos que iré desgranando según las vivencias afloren en mi memoria.

Permítanme antes de concluir volver a esa vía. Hoy no es así, pero el terraplén concluía, a cada vera, con una profunda zanja a la que no podía accederse desde la calle porque todo el recorrido se encontraba cercado por postes enlazados con tres alambres, el central, de púas. Cuando jugábamos al fútbol y la pelota “se iba a la vía”, había que atravesar con mucho cuidado ese cerco. Por ser el “más civilizado” del grupo, siempre me llevaba un raspón producto de esos rescates que inexorablemente se sucedían al abrigo de la frenética disposición al juego que todos poníamos.

Cierta vez, en un cumpleaños de algún mayor que se festejaba en la casa, nos tocó ir un día de semana. Yo siempre llevaba la ropa de fútbol (Papá la llamaba “ropa para chivatear”) porque después de un día de juego terminaba sucio. Luego de una “lavadita” me cambiaban para volver a casa medianamente presentable. Pero ese día iba a ser una “reunión de grandes”, sin lugar para los juegos. Mamá me había vestido para la ocasión, con una chomba de colores claros, pantalones cortos, medias blancas y los zapatos del colegio, los únicos que tenía. Como llegamos temprano, nos sentamos en el living donde de desgranaba una conversación de mayores. Mis dos primos, que recién llegaban del colegio, al verme allí sentado como un recluso, le empezaron a pedir a Papá que me dejara ir con ellos.

- ¡Dale Tío, dejálo a Ale que venga a jugar con nosotros!
- No puede. Se va a ensuciar.
- Pero si vamos afuera nomás.
- No. No. Van a querer jugar al fútbol. Y se va a ensuciar y romper los zapatos.
- No Tío! Te damos la pelota para que veas que no…

Mientras tanto yo ensayaba mi mejor cara de víctima para que la Tía Aída y Mamá intercedieran por mi excarcelación.

- Que lo deje, que lo deje! –sonaba el coro de mis primos-.

Y la voz de la Tía, hermana mayor y de gran ascendencia sobre Papá, que obró como mi mejor abogada:

- ¡Dale Gene, dejáte de embromar! Que sólo van a estar por ahí. ¿Sin correr, no es cierto?
- ¡Siiiiiiiiii!

Y así, con la recomendación de no correr, no jugar al fútbol, no ir a la casa vieja, ni estar trepándose a ningún árbol, “me largaron”.

Estación Ingeniero Brian, en Villa Luzuriaga. ¡Cuántos recuerdos!


Sin la pelota, que era lo más importante de nuestras vidas, nos dirigimos a la vía. Empezamos a caminar como yendo para Ingeniero Brian, jugando a hacer equilibrio en el riel, cuando sin querer llegamos al túnel. Era el lugar perfecto para cualquier jeugo, ya que bajo el tendido de las vías se erigía un túnel en el que desembocaban las aguas pluviales de todo Haedo Sur y Luzuriaga. Al fondo, ese gran charco de agua podrida derivaba a un caño más alto que nosotros –dos metros por lo menos- cuya extensión era desconocida. Claudio afirmaba que ese conducto desembocaba en el Arroyo Maldonado cuyo entubamiento concluye en Ciudadela, aunque según se sabe sus fuentes originarias nos llevarían hasta más allá de Casanova en Matanza. Es una probabilidad bastante factible que ese sumidero conectara con algún afluente del Maldonado. De ese modo, también llegó a decir que por allí se podía llegar caminando al Río de la Plata. Por eso, cierta vez y equipados con botas de lluvia y la Eveready del Tío nos aprestamos para iniciar esa descabellada excursión, pero a los 150 o 200 metros, cuando ya se hacía dificultoso respirar por el olor nauseabundo que exudaban las aguas y el miedo de encontrarnos atrapados por una imprevista e imaginaria avalancha de agua, volvimos al comienzo de la travesía y gracias a esa sabia decisión (junto con otras propias y de terceros que desconozco), es que ahora estoy aquí, con vida, para contarlo.

El puente del trencito a Ingeniero Brian.


El caso es que estaba por declararse la tardecita, muy otoñal ella, y nosotros en el puente, cuando cayeron otros pibes que venían del lado de Ingeniero Brian, de nuestra edad y cara de pocos amigos. Al verme a mi, ridículamente vestido con esa chomba planchadita y los zapatos acordonados sobre medias ¾ blancas, fue totalmente lógico y comprensible que estallara una guerra verbal cuyo detonante inicial fue la palabra “maricón”. Nuestra respuesta no se hizo esperar entablándose una mutua lluvia de piedras que, a granel, las teníamos a mano precisamente por estar en el terraplén. En esta lid, nosotros llevábamos la de ganar porque Claudio disponía de su arma mortal, una gomera armada con horqueta del olivo de su casa por el mismísimo Tío Alberto, siguiendo una técnica ancestral que aprendiera en sus años mozos del Barrio Cafferata.

El "arma mortal" de todo niño bonaerense.


Puestos en fuga nuestros enemigos revisamos los propios daños. Albertito, con un fuerte piedrazo en el hombro y yo, indemne, pero con la peor de las injurias. Buscando un mejor ángulo de tiro que en definitiva me permitió acertar un fuerte piedrazo en la cabeza de quien me había llamado maricón, metí ambas patas en el agua podrida hasta las rodillas. Al verme, la mutua reflexión de mis primos, pronunciada coincidentemente sílaba por sílaba acrecentó mi angustia:

-¡Tu-Pa-pá-te-ma-ta! –bramaron con razón-.

Los zapatos poco importaban. Eran negros como el barro del puente y por estar saturados de pomada Cobra no se veían tan desastrosos. El problema eran las medias. Así fue que descalzado, con la manguera de Torraca pude quitarme el barro de las piernas. Pero era necesario devolverle a las medias su originaria blancura, alterada por el verdín, barro y demás sustancias de incierta etiología que componían el contenido del arroyo de nuestros juegos.

El plan consistía en entrar subrepticiamente por el pasillo lateral de la casa, llegar al fondo, entrar al lavadero; de allí a la cocina y luego al baño, único lugar “privado” para lavar las medias con el jabón de tocador. En el operativo contaba con el apoyo de mis primos que ingresaban a cada recinto como un grupo SWAT –esos que van gritando ¡clear!- me franqueaba el paso hacia la siguiente instancia y hasta llegar al objetivo. Ya en el baño no podía usar el agua caliente, porque el ruido del calefón denotaría la existencia de un movimiento extraño. Por razones que desconocíamos, los niños teníamos prohibido el uso del agua caliente, salvo para bañarnos y con el propósito de no gastar, dado que –ahora colijo- hasta bien entrado los noventa Haedo no tenía gas natural y ese vital fluido era provisto en tubos muy racionados por Gas del Estado.

Los tubos de gas. Cuando te quedabas sin gas en plena ducha te querías matar.


Así, con auxilio “del jabón de las estrellas” logré luego de gran esfuerzo remover el color pantanoso de mis medias. Pero a pesar de retorcerlas una y otra vez no podía quitarle su saturación de humedad. De tal modo que decidí ponérmelas así, mojadas, para no despertar sospechas ya que llevaba varios minutos en el único baño de una casa repleta de personas mayores.

Olvidé decirles que ese día hacía un frío terrible y que la humedad de Buenos Aires lo hacía aún más intenso. Sorteé con éxito esa noche la reprimenda de Papá. Pero sólo temporáneamente. Luego de la gélida caminata en búsqueda de sendas paradas, la del 182 en Haedo y del 5 en Floresta, al día siguiente amanecí con resfrío y afiebrado. Mamá no tardó en descubrir el motivo de mi dolencia: los pies inexplicablemente mojados. El silogismo terminó de conformarlo Papá cuando a las medias mojadas agregó el descubrimiento de la marca de un impacto de piedra que ostentaba en la espalda mi ridícula chomba y que ninguno de nosotros alcanzó a advertir en su momento.

Como las ausencias a clase obedecieron a una enfermedad motivada por mi propia responsabilidad, además de merecer un duro castigo, nunca mas mis primos o la Tía pudieron librarme de un interdicto pronunciado por Papá. Solo pudo consolarme de esas penurias la violenta forma en que salvé mi virilidad puesta en duda esa tarde por el ignoto matancero que, supongo, aun llevará, casi medio siglo después de burlarse de mis pantaloncitos y esa chomba berreta, una cicatriz en el rostro que conmutó tamaña afrenta.

Mis tres tías: Gilda, Aída y Luz junto a Mamá. Abajo, mi hijo Juan Martín.



VOLVER AL INDICE GENERAL.