miércoles, 9 de noviembre de 2011

Gamuza.

Allí estaban. Mirándose y mirándolos embelezados. Mi aparición en escena fue solo una breve interrupción. El tiempo necesario para un hola y dos besos. Mi mejor amigo Carlitos y su novia volvieron a lo suyo.

El clima de absorción y el modo ritual con el que se iban desplegando a lo largo de la mesa del living-comedor cada una de las piezas captó mi interés o, mejor dicho, la lógica curiosidad de mi parte.

¿Qué veían ellos allí que yo no veía?

Afuera, el domingo nos regalaba una hermosa tarde otoñal. Yo no sabía que estaba Analía de visita, así que mi propuesta de corrernos al centro de Haedo donde seguramente estaría algún otro pibe de la barra y luego ir al Brisas para pescar alguna minita de voley quedó para otro momento.




El Club Brisas del Plata de Haedo. Ahí paraba la barra de Totola.


- ¿No ibas a la cancha? –fue la pregunta casi de compromiso que me dispensó Carlitos sin quitar su vista de la mesa.
- Hoy juega en Santa Fe…

Además, San Lorenzo andaba de mal en peor en ese 1977, algo que de por sí te quitaba las ganas de seguirlo de visitante.

Otro silencio.

- ¿Cómo andan Papá y Mamá? –inquirí gentil a ella.
- Bien, bien…

Pero sus ojos casi violetas, muy parecidos a los de Liz Taylor y, en realidad lo único bello que para mí tenía Analía, no se despegaban de su objeto de atención.

En una de esas aparece la Mamá de Carlitos.

- ¿Querés unos mates Alejandro?
- No, no. Gracias Adelina… ya me voy.

Casi imperceptible, su gesto cómplice me retornó a la realidad ante tanto ambiente romántico. Fue una rápida mirada a los dos novios sentados, la mesa y su contenido, las cejas levantadas junto a una breve mordida del labio inferior y el movimiento de meneo en su cabeza. Algo que, traducido en el lenguaje gestual del oeste bonaerense significaba “Pobres… están locos”.

Se habían puesto de novios el año anterior. Fue en el cumpleaños de quince de ella al que, por las razones que explicaré, nos invitó su hermano y compañero nuestro del Colegio Gustavo Muñoz.

Yo fui a esa fiesta poco menos que “de colado”. Gustavo lo apreciaba mucho a Carlitos (porque iba a entrar al Colegio Militar) y éste había quedado prendado de su hermanita a la que había visto un par de veces en su casa. Cuando se concretó lo del cumpleaños, enero del 76, Gustavo invitó a mi amigo y éste, como buen hermano que es, se las arregló para que también fuera yo, pero con la condición de que no armara quilombo (porque esa era la fama que tenía yo en el cole; de quilombero).

Esa noche, en el salón de fiestas bacán bacán de Devoto que había alquilado el padre de Gustavo y Analía, los dos vagos del Barrio Envión nos llevamos los premios mayores de la lotería. Mi amigo la homenajeada y yo su prima, por lejos, la más linda de la fiesta.

Como dije, habían pasado varios meses de aquél suceso y mientras mi amigo y su novia marchaban a su seguro compromiso, un servidor merodeaba el Brown y la Inmaculada (únicos colegios de chicas de Haedo) y se ocupaba de otros quehaceres menos románticos en Luzuriaga, cuya intriga dejo aquí planteada.

Así fue que después de rechazar los mates de Adelina, compadeciéndome de mi amigo que quedaba allí, autista frente a una mesa, decidí enfilar para el lado sur de Haedo, en busca de alguna aventura berreta que ya les contaré.

- Bueno chicos, me voy –dije y besé a la novia-.
- ¡Chau, chau, nos vemos! –respondieron al unísono mientras Carlitos alisaba prolijamente una funda de plástico y estibaba cajitas de cartón y telgopor a un costado de la mesa.

Fui para la cocina. Me despedí de Adelina que había empezado sus mates con cascaritas de naranja. Puse proa hacia la puerta y antes de asir el picaporte que me devolvería a la libertad, nunca mejor expresada en ese momento que por los jardines de Envión, no pude con mi genio y aún sabiéndolo, pregunté:

- Ché. ¿Qué son esos cubiertos?
- Son los Gamuza que compramos para cuando nos casemos.

Y sin contestar huí despavorido.



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