lunes, 5 de noviembre de 2007

Navidad de 1968.

¿Qué es el espíritu navideño? En algún lugar, una película o revista leí que algo así denominado era lo que invadía a una población los días de fiesta brindándole virtudes que en el resto del año se guardan como el árbol de navidad.

Espíritu navideño es, según pregona la incierta fuente, un hálito de bondad que por obra y gracia de vaya a saber quien, lleva a saludar al otro deseándole “felices fiestas”, “buen año”, etc., incluso a seres que odiamos entrañablemente o sabemos que nos envidian.

Allá por 1968 las cosas eran menos complicadas, por lo menos para mí, que esperaba estos días con alegría, ya que comería pollo al horno y junto con mis primos iríamos por esas calles de Villa Santa Rita tocando timbres, pateando tachos y arrojando papeles quemados a los buzones. Además, estaban los cohetes…

Las fiestas eran el ámbito de reunión de la familia. Cuñadas y concuñadas que disimulaban sus internas aversiones, en una especie de tregua las suspendían, para que los hermanos pudieran, en armonía, pasar una “Noche de Paz, Noche de Amor”

En esa conjunción ritual, aglutinante y hegemónica, los Segura, mi abuelo (el Tata) y Doña Carlota, actuaban como un polo de atracción más poderoso, desplazando a familias de yernos y nueras.

De hecho, la Nochebuena era la fiesta de los Segura, igual que la llamada “Noche Vieja” o 31 a la noche. El resto de los abuelos, tíos o hermanos eran homenajeados el 25 y el 1º. Incluso, en algún caso, alguien “de la otra familia” como mi Tío Cacho, podía estar una Nochebuena “nuestra”. Pero siempre, el que se sentaba en la cabecera de la mesa familiar era el Tata, como patriarca indiscutible de la familia.

El Tata era un personaje casi intocable para el resto de los mortales. Siempre ubicable en dos lugares, junto al mueble de la radio sentado, casi acodado y fumando sus deliciosos Particulares Gran Clase –sin filtro-, algunas chalas genuinas o mascando coca, el gran remedio para todos los males.

El otro lugar del Tata era la puerta de entrada. Dos pilares altos y una reja verde cuya pintura dataría de los cuarenta, también cigarrillo en mano, observaba un inexistente tráfico por la calle Juan A. García.

Desde 1951, cuando había obtenido su jubilación en Agua y Energía Eléctrica, vio pasar desde un privilegiado sitio, todos los acontecimientos que conmovieron al País y el mundo. Junto a la radio-mueble-tocadiscos (combinado) escuchó la muerte de Evita, el bombardeo a Plaza de Mayo, los fusilamientos de José L. Suárez, Frondizi, Laica o Libre, azules contra colorados, Illía presidente, el “avión negro” que traería a Perón, etc. También, al viejo le apasionaban los misterios, como el caso “Penjerek”, con sus implicancias políticas y machacante sordidez.

Recuerdo que fue el Tata, en el primer día global (Mc Luhan) el que vino de adentro con la noticia del asesinato de John F. Kennedy. Así puedo recordar como la inmensa mayoría de los que vivimos aquél 22 de Noviembre de 1963 qué estaba haciendo cuando supe de la noticia. Jugando en la vereda al fútbol, obviamente.

El Tata y su combinado eran el nexo entre la placidez de García y Cuenca con el resto del planeta.

Mis tías en la vereda de J.A.García circa 1950:


En ese 1968 tenía 73 años, pero su pelo cano, los bigotes también nevados, sus facciones aindiadas –aunque de tez profundamente blanca- muy arrugado, le daban aspecto de un hombre muy mayor. Catamarqueño de Belén se ufanaba, muy racista él, que sus comprovincianos eran los únicos del Norte que tenían piel blanca. En realidad, ese aserto se cumplía estrictamente en sus seis hijos, aun cuando sus genes estuvieran mezclados con la sangre “africana” de mi abuela napolitana. También los “primos” que venían de Catamarca a la obligada pensión en casa del Tata, no eran “cabecitas negra”.

Lo que el Tata sostenía era una Ley, verdad revelada. Años después, cuando tuve el placer de estudiar Derecho Romano, encontré en la figura del paterfamilias algo similar a lo que significaba para todos el Tata.

De pibe, mi carácter díscolo y revolucionario me llevó a contradecirlo en dos oportunidades. La primera, cuando en la mesa me animé a desmentirlo sobre que la Coca Cola generaba adicción por tener cocaína. Era un disparate, aun para un “imberbe” como yo, que defendía su derecho a tomar esa bebida en las comidas.

La segunda, cuando nos llevaron a un baile en el “Pial”, un centro tradicionalista de Avellaneda y Cucha Cucha. Lo organizaba el “Centro de Residentes Belenistas en Buenos Aires”, del cual el Tata era uno de sus prohombres.

Mesas y sillas de metal, cervezas y ginebras al por mayor. Empanadas de carne cortada a cuchillo, papas y huevos, muy jugosas, que los chicos descontrolábamos jugando a quien comía mas (17 fue mi record absoluto). Zamba, gato y chacarera.

En ese momento, pese a mi extremada inmadurez y en un momento de silencio, sin la mediación de Papá (los nietos nos dirigíamos al Tata a través de nuestros padres) interrogué imperativamente al patriarca:

- Tata… ¿no era que los catamarqueños son todos blancos? ¡Acá los únicos carapálidas somos nosotros!

Era cierto. Entonados con unos vinos, una multitud de tez trigueña animaba un intolerable pasodobles. Ojos aindiados, pestañas rectas como la de los caballos, pelo ennegrecido en los hombres y una destacable proliferación de tinturas que transformaban las cabezas de las bailarinas en carrocería de taxis (amarillo arriba, negro abajo) tornaban a Caballito, centro geográfico de la ciudad, en una imaginaria Bolivia.

- ¡Son todos infiltrados! Santiagueños, tucumanos, salteños… acá no hay ningún catamarqueño.

Años después, en aquella aciaga tarde del 1º de mayo de 1974, al escuchar el irreflexivo “estúpidos e imberbes” de Perón, volví a tener la misma sensación. ¡Qué analogía tan lograda!

Pero volvamos a esa Navidad de 1968. Los preparativos de la fiesta estaban siempre a cargo de mi Tío Agui, el verdadero delfín del rey. Los pollos, la bebida, los helados…

Nosotros, como chicos que éramos, estábamos ausentes de toda esa movida. Pero teníamos nuestros propios preparativos. En esa “sub fiesta” los caciques eran mis dos primos Norberto y Randolfo, líderes natos de la barra de Helguera y El Peregrino. Así, el 24 después del almuerzo cayó a la barra un pibe que lo llamaba “Oli” por su sorprendente parecido con el dibujo animado del “Gordo y el Flaco”. En realidad, Stan Laurel –el Flaco- y Oliver Hardy –el Gordo-, fueron, junto a Charles Chaplin y Buster Keaton, quienes hicieron reír a las generaciones de las primeras seis décadas del siglo XX. El Gordo, vivo y aprovechador; el Flaco, ingenuo y de pocas luces… Los tiempos modernos llevaron a Hanna Barbera a recrear en dibujos animados el histórico dúo.

No era lo mismo, pero igual nos reíamos. El Flaco, siempre en problemas, pedía el auxilio de su inseparable compañero –muchas veces instigador de sus desventuras- gritando Oliiiii Oliiii…. El pibe ese, cuyo nombre nunca supe, fue para siempre Oli.

En realidad, digámoslo con todas las letras, mis primos le permitían parar en la barra por una única razón: estaba motorizado. No tenía un Rámbler, Valiant o Falcon, ni siquiera un Dauphine, Peugeot 403 o Fiat 600… Como el padre tenía un reparto de no se qué cosa, le pedía prestado una “Utilitario”, versión cerrada de la Estanciera, toda destartalada y ruidosa. Viajábamos apiñados en la caja con las puertas abiertas que estallaban cerrándose ante la menor frenada o cuneta. Además, como tenía un motor “Continental” de cuatro litros, gastaba nafta por un valor superior a cualquier desplazamiento en taxi.

Según contaban mis primos, la Utilitario de Oli tenía un atractivo especial. Cerrada atrás y provista con un modesto colchón de goma espuma, era un “mueble ambulante”, ideal para llevar a cualquiera de las pibas de Lascano o alguna de las putitas del comercial Vieytes a Villa Cariño donde –como ellos decían muy gráficamente- se podía “enterrar la batata”.

Así era el Utilitario de Oli:


Esos favores que podía dispensar Oli con solo prestar las llaves de su Utilitario lo ponían en un lugar expectante en la barra, pese a que un imberbe como yo lo gastaba con cualquier interjección o charada, para el regocijo de todos.

- ¡Vamos a Versailles a comprar los cohetes que hay una fábrica clandestina con buenos precios!

¡Qué gran emoción! Yo había juntado unos cien pesos. Era plata para la época si partimos de la base que un paquete de figuritas valía cinco. Los aporté bajo la tácita condición de participar activamente de la fiesta de cohetes.

Se compró un verdadero arsenal: triángulos, cañitas voladoras, petardos, rompeportones (alguno arrojamos para “entrar en calor” desde la Utilitario), buscapiés, fósforos, etc.

El vendedor, al ver nuestra interesante disponibilidad de fondos y demostrando una criminalidad sin parangón, ofreció por módicos ciento cincuenta pesos algo que calificó como “el caño”. Tiempo después supuse que ese apelativo homenajeaba a los artefactos que utilizaba la Resistencia Peronista:

Si si señores, soy Peronista,
Si si señores, de corazón,
Pongo el caño,
Enciendo la mecha,
Salgo corriendo,
Y escucho la explosión.

El caño era un petardo descomunal de unos diez centímetros de largo con un diámetro de casi una pulgada. Era como los cartuchos de dinamita que usaba el Sargento Sanders en Combate para volar los puentes nazis.

- Pibe, tengan cuidado -fue la obvia recomendación del vendedor-.

De solo ver el “caño” cualquier tonto, hasta Oli, se daba cuenta que al momento de estallar había que situarse a no menos de cincuenta metros de la detonación para permanecer indemne.

Desde que el “caño” y el resto de la pirotecnia estuvo en poder de Norberto en su condición de líder de la barra, toda la Nochebuena se transformó para mi en el momento mágico en que explotaría esa bomba. Hasta el entusiasmo por el pollo al horno –bien jugoso y con papas- se me había pasado.

Para la barra, la cuestión pasó a ser la hora, el lugar y quién encendería la mecha.

Tenía que ser antes de las doce, ya que a esa hora todo el mundo detonaría sus cohetes y la explosión quedaría inadvertida.

El lugar, al principio, estaba en duda. Debería estar cerca de la parada de la barra, para demostrar que el bombazo era nuestro, pero al mismo tiempo, como no se conocían los efectos de la explosión, había cierto resquemor de causar algún daño descontrolado. Por ejemplo, lastimar un perro o asustar algún vecino querido como Doña Enriqueta, que francesa ella, había estado en la guerra y temía a la pirotecnia.

Se optó, creo que con tino, por la casa del ruso Abraham. Era una persona muy odiada por todos, ya que si por mala ventura la pelota caía en su patio, nunca la devolvía e incluso, el muy turro una vez la pinchó en nuestra cara advirtiendo que lo volvería a hacer hasta que dejáramos de jugar en su vereda.

Se había ido de vacaciones a Miramar todo diciembre (porque era más barato) por lo que su casa estaba vacía. Además -agregué yo católico y nacionalista- era judío, lo que significaba una represalia por lo que le habían hecho a Jesús, justo el día de su nacimiento. Un delirio, que Randolfo festejó y apoyó.

Nos acercamos al lugar estudiando el punto donde ubicar el caño. Una de las ventajas era, sin dudas, que la casa estaba justo en la esquina, por lo que la onda expansiva y el ruido viajaría potente por Helguera y García. Recordándolo fotográficamente, lo que hicimos fue una locura. Además, en ningún momento medimos las consecuencias de lo que seguramente sucedería, ya que, de lo contrario, no hubiéramos estado casi toda la tarde en la esquina. Ello nos vincularía directamente con el hecho, una vez que hubieran comenzado las pesquisas policiales…

Norberto tuvo una idea que en ese momento se vivenció como genial, pero luego y por lo que se verá, se transformó en la directa causa para que en todo el barrio se recuerde aquélla explosión y esa Navidad de 1968…

Por aquél entonces, la iluminación de la ciudad no estaba automatizada. Creo que ni siquiera en el centro existían las células fotoeléctricas. Un empleado de la compañía de electricidad recorría su zona encendiendo y apagando las luces existentes en todas las esquinas y a mitad de cuadra. El interruptor se encontraba en una caja metálica y esta, a su vez, en su correspondiente pilar.

El empleado de nuestra zona era un vago bárbaro. Para ahorrarse su trabajo le encomendaba a algunos vecinos confiables que cumplan con su trabajo, en la lógica inteligencia que cada uno se iba a preocupar de mantener iluminada la cuadra, ya que era el propio interés el que estaba en juego.

Como nosotros vivíamos en Juan A. García 3151 justo donde estaba la luz, no podía ser otro que el Tata el encargado de esa función pública irresponsablemente delegada. Para cumplir su cometido poseía una llave, de esas de metal redonditas que terminan en forma de cuadrado. Ya estaba elegido el lugar ideal, el pilar del ruso Abraham…


La fachada actual de García 3151. El barrio se modernizó totalmente:


Bastaba sacarle la llave al Tata y abrir el compartimiento. Eso fue sencillo. Estaba en un lugar mas que obvio (el combinado), y solamente tuve que esperar que fuera a tomar aire al umbral de la puerta, para distraérsela unos minutos. Los suficientes para abrir la caja de la esquina y dejarla “arrimadita” con unos papeles doblados hasta la hora del operativo.

Faltaba una última cuestión. Quién encendería la mecha. Oli no podía ser. Tampoco Mamerto, que rivalizaba con Oli en su mezquindad de luces. Osvaldito, que años después se reveló como un estafador de renombre, era el vecino contiguo a la casa de Don Abraham y sus padres le tenían mucha bronca al viejo. Si alguien lo veía, sospecharían directamente.

Norberto y Randolfo –a su vez- eran los que naturalmente debían asumir la conducción del golpe. Sin embargo, como mi experiencia política me lo enseñó años después, el comandante siempre debe estar lejos del teatro de operaciones; es una regla de conducción. No se si ellos tenían conciencia de este detalle. Posiblemente sí Randolfo, que hacía sus primeras armas en la gloriosa JP y algo de esto sabría. Pero creo que la decisión de enviarme a mí a encender la mecha fue algo más intuitivo que estratégico.

Me dio un poco de miedo pero tomé la orden con la misma convicción que años después asumí como “soldado de una causa superior”. Es la segunda analogía “bien lograda” en mi relato.

Los acontecimientos entraron en su fase final. Del mismo modo que nosotros teníamos todo arreglado para el bombazo, los preparativos para la Mesa de Nochebuena estaban listos. Se hacía en la casa de Tio Agui, en el pasaje El Peregrino 3115, a menos de veinte metros de la deflagración. Éramos un montón de personas. Todos mis tíos con sus mujeres y los ocho primos. Hasta habían logrado que el Tata, quien difícilmente dejaba su casa, se desplazara allí para encabezar la larga mesa. Todo estaba decorado con pulcritud. Poco a poco los invitados iban llegando. La hora convenida era a las nueve de la noche, para primero comer un vermucito e ir calentando la garganta con cervezas y vino. El cierre, berreta como se impone, era un brindis con Sidra La Victoria Etiqueta Negra. Un selecto grupo optaría con champagne Duc de Saint Remi.

Nosotros fijamos como hora hache las 22. La luz de la esquina ya estaba prendida y el petardo en su lugar. Yo, como ejecutor del atentado me acercaría sigilosamente y encendería un fósforo Ranchera acercándolo a la mecha. La barra se había desplegado estratégicamente la zona. Randolfo y Norberto en la vereda del almacén de Castilla. Richard y otro pibe cuyo nombre no recuerdo sentados en el umbral de su casa, por la Calle Helguera. Mamerto en su ventana (como siempre, con la regla T del colegio que yo, en un alarde de viveza, sostuve era su inicial –tonto- bajo la protección de mis primos). Osvaldito con Oli. Nuni con el ruso de la vuelta (uno que se fue a Israel y no volvió mas), por las inmediaciones.

Yo saldría caminando normalmente desde mi casa por Juan A.García, doblaría indiferente por Helguera para llegar a la casa de mis tíos y como quien va a encender un cigarrillo saco los fósforos, bajo la tapa de luz y prendo la bomba. Nada de perder la calma. Caminar como si no pasara nada y, al cruzar el pasaje El Pelegrino, rajar fuerte hacia Jonte. En el momento de la explosión estaría lejos del lugar y totalmente desvinculado de cualquier atribución de responsabilidad.

Como suele suceder, siempre pasan imponderables. Eran ya las diez y el Tata todavía estaba en su casa. Sin la abuela, que en el lugar de la celebración, no se sabe si colaboraba con la cocina o intrigaba entre las nueras e hijas.

Lo que sucedería tanto fuera como si alguien de El Peregrino viniera a buscarlo, como que el Tata se dirigiera para allá con su andar cancino, conspiraba con los planes trazados. El punto quedaba en el recorrido a utilizar por el viejo o, por Papá seguramente encargado de recordar al Tata que la mesa estaba servida. Uno de los dos me vería prender la mecha… Toda demora, además, era contraproducente. Los pibes de la barra iban a ser llamados por sus respectivos padres para ir a comer…

Tuvo que tomarse una decisión rápida, y como la barra era una “orga” en ciernes, todos esperábamos directivas de Norberto o Randolfo. Fue este último quien abandonando el “comando” salió para casa a retenerlo al Tata e indicarme la orden de partida.

En El Peregrino todos estaban echando de menos al patriarca y como era inútil llamarlo por teléfono (el Tata nunca lo atendía) alguien iba a salir a buscarlo. Papá se aprestaba para ello. Tía Elia y Mamá estaban sacando los pollos del horno. Tío Agui, con una tijera especial al efecto los trozaría. Pero como el primer plato a servirse debía ser el del Tata, era imposible comenzar la celebración. Todos entraron en un estado de ansiedad que percutía sobre los nervios de Papá, que salió en búsqueda del paterfamilias.

Cuando traspuso el umbral yo estaba acercando el fósforo a la mecha y al emprender mi carrera alocada, vi a Papá cruzar El Peregrino. Afortunadamente no me vio, de lo contrario creo que él mismo me habría denunciado a la Comisaría.

Lo que vino después fue un pandemonium. Una explosión seca y fuerte cuyo ruido reverberó por las ochavas de los pasajes y, lo peor, el corte del suministro de luz en toda la zona… Seguí corriendo sin parar, frente a los gritos de los vecinos, esos gritos como de decepción, bronca, incredulidad. Algunos salían a la calle a ver qué pasó. Todavía no era la época brava, de las bombas guerrilleras o de las criminales patotas parapoliciales. Por eso la sorpresa fue mayor. Nadie estaba acostumbrado. Además, como las calles y las casas estaban a oscuras, no se reparó en mi corrida autoincriminatoria.

Inmediatamente pensé en el Tata. ¿Y si justo venía tras de mi y le alcanzó la explosión? Pero mi miedo era tan grande que no atinaba a volver al lugar desmintiendo aquella máxima de que siempre se vuelve a la escena del crimen.

Hubo un momento de calma, previo a un segundo ataque de pánico social. Las personas, mis vecinos, conocidos y desconocidos estaban sin luz. Las heladeras detenidas. Los árboles de navidad a oscuras. Las mesas con sus manjares a expensas de niños golosos que no esperarían la orden paterna para empezar a comer. Varios perros ladraban y otros, espantados, rivalizaban con mis cien metros en diez segundos… ¿Cuándo volvería la luz si mañana era feriado?

Todo estaba oscuro. Los pasajes con sus casas. Recién se veía luz más allá de Jonte. El daño había sido notable y en una segunda reflexión, luego de la del Tata, pensé en mi mismo, con pánico. Alguien iba a investigar qué pasó y me iban a meter preso.

Por eso, seguí corriendo. Más allá de Jonte, paré recién en la placita de Villa del Parque. ¡Cuenca y Nogoya! Había luz y todo el mundo estaba tranquilo, sin saber qué había pasado pocas cuadras atrás.

La placita de Villa del Parque. Hasta allí llegó mi huída la noche de la "bomba":


Allí esbocé una tercera y última reflexión –tal vez la mas acertada, en esos momentos-. Pensé en mi Mamá. Seguramente estaría preocupada por mí. Asustada. En medio de aquél desastre se preguntaría donde estaba. Por eso, decidí volver y hacerme cargo, en el caso de que alguien me hubiera visto, de lo que había hecho. De última, era un pibe y no tenía por qué saber que con un cohete de mierda iba a dejar si luz a medio Villa Santa Rita.

Así, como si bajara de un plato volador, volví a la casa de Tío Agui. El Tata, sentado en la cabecera parecía, con el reflejo que la vela le provocaba desde abajo a su rostro, un tenebroso espectro.

- ¡Donde estabas! ¿No habrás tenido algo que ver con el desastre que hicieron en lo de Abraham? -me espetó inquisitivo mi Tío-.

Mis primos ya estaban comiendo.

- Si yo llego a saber quien fue el desgraciado lo mato con mis propias manos –agregó Papá, en un alarde de violencia.

Fue una injusticia, pero Norberto y Randolfo me miraron con resquemor, suponiendo absurdamente que los iba a delatar…

La demora para mi fue fatal. Solamente me tocó un ala fría con dos papas…





VOLVER AL INDICE GENERAL.

No hay comentarios: