Mi pregunta lo sorprendió. Frunció el ceño y desde el fondo de sus ojos negros me miró intentando descubrir algún vecino o pariente suyo.
Lo reconocí de inmediato, a pesar del overol azul que reemplazaba al poncho pampa y el destornillador que hoy blandía en lugar del inservible talero que lo acompañaba en sus recorridas artísticas.
Al advertir mi ajenidad a su restringido ámbito doméstico, se relajó y comprendió que debía ser uno de sus pacientes espectadores.
Recuperado por el alimento a su ego, trocó su rol de mecánico de barrio por el de afamado artista, y con aire condescendiente me dijo:
- Si, por qué?
El sitio del diálogo es la indescifrable frontera que divide Ramos de Haedo, sobre la Avda. Gaona. Un universo de chales y casitas bajas, pacientemente construidas. De tanto en tanto, un negocio, un tallercito.
El momento, primavera de 1975.
- Tengo a la Renoleta con un problema de colisas –dije, dando por superado mi fingido ataque de cholulismo-.
Rosbel tenía un taller de colisas. Años más tarde, cuando ya no era berreta, hice una encuesta entre mis amigos, para establecer quién sabía qué era una colisa.
Sólo uno, que continuaba siendo berreta y la anécdota de Rosbel no le había causado ninguna gracia, supo contestarme exitosamente. Es que para saber qué es una colisa, hay que haber sido propietario, como yo en ese 1975, de una auténtica “batata”.

El 4L es el Renault que mas se vendió en todo el mundo.
Hoy en día los dispositivos que sellan los vidrios del automotor no son fáciles de deteriorarse. Cuando pulso el levanta vidrios “un solo toque” de mi camioneta, pienso en lo anticuado de los vidrios con manivela y correderas, irreversiblemente arruinados, de aquélla renoleta.
A esta altura del relato, Rosbel ya había constatado que podía perfectamente ser uno de sus admiradores. Eso lo hizo entrar en confianza y abocarse con decisión a las artes de su profesión diurna.
- Uy querido! Estos vidrios así no pueden correr!
Tenía un acento típicamente porteño, con las erres bien marcadas, el seseo metálico de los viejos compadritos y ese yeísmo tan nuestro. Hablaba poco y con tono autoritario y paternalista.
De ahí que, por un momento (pero sólo por un momento) alcancé a dudar si era Rosbel de los Llanos. Éste tenía un decir decididamente norteño. Esa indefinida zona donde catamarqueños, tucumanos y santiagueños hablan de modo similar. Arrastrando las erres hasta trocarlas en yes. Acentuando las palabras graves y exagerando las eses finales. Pronunciando las más obvias afirmaciones, en todo de preguntas.
Pero al escucharlo ese día, aferrado a mi renoleta descubro que Rosbel finge su provincianismo al actuar, de modo que ya no se parece a mis tíos sino que sus versos me recuerdan una sobreactuación de Rimoldi Fraga.

Roberto Rimoldi Fraga, cultor del rosismo en los 70.
- Mirá, esta colisa la vas a tener que cambiar toda. ¿Qué modelo es este 4L?
- Sesenta y cinco.
- Creo que no hay repuestos de este modelo. Vamos a tener que adaptarle los del 4S.
Diez años tenía la Renoleta. Era un modelo de tres velocidades, costosamente reconstruido de un choque pretérito por los gitanos que me la vendieron a metros de la Av. Juan B. Justo, en plena calle. Recuerdo de aquella desventajosa transacción era el óxido que la lata de supermóvil le había tatuado en su techo, en forma irreversible.
A pesar de su década, la Renoleta había sufrido algunas mutaciones que tornaban incierta su edad, producto de las sucesivas adaptaciones similares a las que proponía Rosbel. Tenía la parrilla del 4S, con sus dos faros incorporados, butacas delanteras compradas en Warnes, obviamente, con distinto tapizado del sillón trasero, plásticos posteriores de un modelo más moderno del 4L, carburador de Fiat 1500, otras llantas, etc.
Sin esperar mi consentimiento, Rosbel pegó un alarido hacia un lugar indefinido del taller.
- Indio! Andáte hasta la IKA de Ramos y traéte un juego de colisas de 4L. Si no hay traé las de 4S!
Una genuina insigna de la IKA de Ramos.
Practicado el diagnóstico y ordenada la cura, sin preguntarme sobre las alternativas del presupuesto, Rosbel me abandonó a mi suerte, dirigiéndose a un desvencijado DKW cuyas colisas revelaban aun mas serias urgencias que las mías. Así, incorporado irreversiblemente a la liturgia de la espera en el taller, me armé de paciencia, encendí la radio sin FM marca “De Luxe” y sintonicé radio Nacional con la ilusión de escuchar algún concierto mientras me indignaba con las noticias del Diario Popular.
Allí, aburrido, comencé a familiarizarme con el taller, sus obvios posters de mujeres desnudas exhibiendo auto partes y, sobre la única pared limpia, un afiche amarillo con letras catástrofe que reza: HOY ROSBEL DE LOS LLANOS, “El Chancho Rengo”, Fasola 325, Haedo Norte. Era hora de recordar el día que sufrí la actuación de Rosbel.
Había sido en el club El Trébol de Haedo, una noche fría de sábado, durante una comida. Si tuviera que describir al Trébol, debería referirme a un edificio alto, que hace esquina en Fasola e Igualdad, luego llamada Actis, un general de la dictadura asesinado en circunstancias sospechosas, dado que pretendía hacer austeramente el Mundial 78. Era obvio que el crimen se lo adjudicaron a la guerrilla y que sin solución de continuidad, como sucedía con estos contemporáneos “mártires” se le adjudicaría una calle. Lo paradójico del caso es que para sepultarla en el olvido, estos personajes escogieron la calle Igualdad. También fue obvio que al asumir el Intendente Sabatella de Morón, el bello nombre de “Igualdad” volviera a denominar la querida arteria haedense.
Pero volviendo al Club, la construcción faraónica de tres plantas se encontraba inconclusa y la actividad social, tan útil en esa populosa barriada, se limitaba a los consabidos torneos de baby y, durante la noche, las mesas de póquer y pase inglés, regadas con ginebras y demás combustibles autóctonos. Eso sí, para financiar los gastos de la institución, además de la insignificante cuota social, trabajosamente recaudada, se organizaba mensualmente una cena los primeros sábados de mes, a la que el vecindario concurría con fruición reemplazando esta salida económica a otro programa mas costoso como podría ser cenar en Pizza Pop de Ramos, “El Encuentro” de Gaona y Grl. Paz o aventurarse a Flores o el Centro.

Fachada actual del querido Club El Trebol de Haedo.
Era lógico, entonces, que asistiéramos a las comidas del Trébol. Por una suma irrisoria, el menú de tipo “canilla abierta” era reiterativo con los platos de entrada (fiambre con rusa) y postre (almendrado), variando sin imaginación en el segundo (asado, tallarines, etc.), todo regado con ignotos vinos servidos en un ejército de “pingüinos”, gaseosas o, en el mejor de los casos, Quilmes Cristal de litro.
El salón principal se ordenaba con tres mesas montadas sobre tablones y caballetes, en forma de U. El espacio interior hacía las veces de pista de baile y en la cabecera atacaban los previsibles manjares la comisión directiva, sus familiares y algún vecino destacado.
Una noche de sábado, después del asado y el almendrado, y de las rifas que incluía el valor de la entrada, en un improvisado micrófono que no paraba de acoplarse, el locutor de siempre, con tono solemne pronunció inolvidables palabras:
- Se encuentra entre nosotros Rosbel de los Llanos.
- Cagamos”! –gruñé ante la mirada censora de mi Tío, entusiasta de las cenas y aficionado a esa conjunción de expresiones exaltadas que se ha dado en llamar “el gauchismo” (Félix Luna)-.
En la mesa estábamos tres primos, mis viejos, tíos y yo.
Hoy me cuesta explicar por qué concurría a las cenas del Trébol. Si bien es cierto que luego nos escapábamos a los boliches de Ramos, a jugar al Billar al Odeón de Liniers o ver otra vez Woodstock en el legendario cine Ritz, sábados a la una de la mañana, esas cenas ejercían sobre nosotros una fuerte fascinación, producto de las bromas que hacíamos sobre sus asistentes y algunos chistes pesados que armábamos con total impunidad.

La película de nuestra vida en los setenta.
Nuestra actitud era fingidamente complaciente, nos dirigíamos a las autoridades del Club con devoción, hablándoles en un tono grandilocuente con el objeto de despertar delirios de grandeza, ocultados pacientemente por nuestros interlocutores que se prodigaban en maniobras compuestas por abuso de términos elegantes mal construidos que sinceramente alentaban la represión de nuestras carcajadas.
- Sr. Presidente, que buena está la fiesta!
- Si m´hijo, es el producto de la acción decidida y coordinada de un grupo de vecinos que... (bla, bla)
Recuerdo la noche que en plano baile, en el hueco de las mesas, con un ejército de cuarentones disfrutando los acordes de un pasodoble se cortó imprevistamente la luz. Sin acuerdo previo, mis primos y yo comenzamos a arrojar panes a diestra y siniestra entre los gritos de pánico de las mujeres y algún insulto ahogado de nuestros anónimos y desprevenidos blancos. El día del apagón fue una verdadera fiesta para nuestros instintos criminales reprimidos.
Rosbel se acercó al escenario demorando su llegada para gozar aún más de lo racional los aplausos que inconscientemente le prodigábamos. Lucía su melena entrecana peinada con devoción, el poncho pampa que presagiábamos, le producía una intolerante sensación de sofocación, el talero ridículo y su barba cuidadamente pareja.
Tomó el micrófono y con un gesto de viril agradecimiento, interrumpido por un nuevo e inevitable acople, dijo con tono gauchesco:
- Muchas gracias, estimada concurrencia.
Mi mirada se detuvo en el talero. ¿Dónde lo había dejado mientras atacaba los chinchulines chamuscados?
- En un lugar de la Pampa –comenzó y lo recordé a Cervantes-.
El poema era un melodrama gauchesco atemporal propio de los peores momentos de “Chispazo de Tradición”, programa que tuve la ocasión de escuchar en los frecuentes intervalos que se producían en mi esencial telemanía, cuando alguna válvula –siempre la mas cara- del Hallycrafter pedía tregua.
El rancho-tapera habitado por el viejo paisano y su nieto. Un perro. La desgracia de una vida resignada y miserable. Un discurso del tipo “Donde van, no los veis galopando, los últimos gauchos, para dónde irán...”
Era indudable que Rosbel asumía el rol de uno de esos últimos gauchos. Y no tuvo mejor idea que “ir” para Haedo... La canción continúa: “Van boleando al aire sus negras melenas, rotas las espuelas, roto el chiripá...”
- Con razón –pensé- Rosbel tiene bajo el poncho un jeans comprado en “Eduardo Sport” segunda selección y las botitas símil gamuza –espuelas y chiripás rotos-.
Pero el talero...
En un momento del poema, creo que cuando se muere el perro o el viejo le miente al niego sobre su salud terminal, evitando la mirada de mis primos, para que no se produzcan tentaciones incómodas, me pongo a analizar una a Numa las caras de los más cercanos comensales. Ojos enrojecidos que delataban la inminencia del llanto, caras de atención que sublimaban la pertenencia al publicitado “Ser Nacional”, algún parroquiano inquieto por el pingüino nuevamente vacío...
Rosbel entraba pacientemente al clímax. Los versos repicaban sobre el auditorio y el silencio se había vuelto intenso. Hasta el acople ensordecedor se había rendido ante la solemnidad de la desgracia que con morbosidad se nos comunicaba.
Con el rostro crispado y agrietado por las arrugas, el recitador concluía su labor. Fue allí donde para cerrar una frase, conjugada entre alaridos y golpecitos sobre el micrófono que denotaban un descontrol de saliva al pronunciar las “ges”, hizo una pequeña pausa para captar la emoción del público que mi primita interpretó era el ansiado fin. Así, con la vehemencia de quien espera algo muy preciado para sencillamente continuar con lo que realmente le importa, mi prima comenzó a aplaudir cuando todavía no era hora. Fue una sola palmada fuerte y seca, que hizo añicos la atención del auditorio y turbó a Rosbel, quien esperaba coronar una actuación brillante.
Lo ridículo del “sapo” gatilló nuestra carcajada tan inevitable como reprimida. Todo se arruinó. Rosbel clavó su mirada con fobia asesina sobre mi, que había lanzado un gritito histérico apenas un segundo luego de la palmada y descontrolado mi carcajada con una desinhibición difícil de explicar. Mis primos me secundaron.
Muchas cabezas giraron para identificar a los díscolos. Muchas fantasías asociaron nuestra reacción con las desgracias del Viejo. Éramos la “antipatria”, los que queríamos lo foráneo, los “nuevaoleros” que enterraron el folclor y el tango.
Alguna mente trasnochada creyó que simpatizábamos con la guerrilla, que atentábamos contra la celeste y blanca, etc.
Pero afortunadamente el auditorio se reprimió y Rosbel concluyó su poema entre frenéticos aplausos, vivas, abrazos y, obviamente brindis.
Mi Tío, ceremonioso como siempre, se acercó al improvisado escenario y ofreció una copa del intomable vino al recitador, ya eufórico. Hugo otras presencias en esa y otras noches del Trébol. Pero sólo recuerdo a Rosbel.
Y ahí me encontraba yo. En la “querencia” de uno de los “últimos gauchos” que probablemente haya tenido algún encuentro con Fernando Ochoa –don Bildigerno- o el criollísimo payador “Pachequito” cuyo nada autóctono nombre –Cayetano Daglio- lo acercaba más a Nápoles que a la llanura pampeana.

Así hubiera querido ser realmente Rosbel de los Llanos.
Rosbel hizo un trabajo perfecto con mi Renault, delatando que los suyo era el destornillador, mas que el talero.
No volvimos sobre el tema Rosbel de los Llanos que ambos dimos por superado por inconducente. Teníamos ambos, nuestro propio “ser nacional” en ese momento. El suyo, los muchos pesos que me costó el arreglo. El mío, seguir reparando ese auto arruinado.
De pronto, al salir del taller, recordé como terminó aquella noche de Rosbel. Al salir del Club, comenzó a llover copiosamente. En el tumulto estaba el gaucho todavía talero en mano, pero no había “flete” a la vista, solamente un Rastrojero destartalado que costó hacer arrancar.
Me dirigí, empapado a la Renoleta acercándola hacia donde estaban los míos. La lluvia no cesaba y un verdadero río se filtraba por los vidrios empañados. Todos estaban enojados conmigo por la falta de respeto al artista. Por eso, para romper el hielo, no tuve otra alternativa que decir, buscando la compasión de los presentes:
- Este auto tiene un problema de colisas.
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