domingo, 8 de julio de 2012

Cuentos de la casa de la Tía Aída.

La leyenda popular indicaba que la calle Remedios Escalada de San Martín era la única de tierra en todo Haedo Sur porque al lindar con las vías del ferrocarril poseía la mitad de propietarios frentistas que una arteria común, y por ello no se disponía de suficiente presupuesto para asfaltarla.

Hoy se llama a esto un “mito urbano” como lo fue, en su momento, la falta de pavimento en la Avda. Don Bosco –el histórico camino de Burgos- que por dividir los Partidos de Matanza y Morón constituían un conflicto. La disputa jurisdiccional le restaba a uno y otro Municipio la iniciativa para emprender una obra fundamental que recién completó la Provincia en los años noventa.

Nadie puede afirmar que esas razones fueran las que privaron del progreso a ese puñado de haedenses. Lo cierto es que en esa calle de tierra, en el número 605 de su altura, se encontraba el chalecito de mis Tíos Alberto y Aída. Se trataba de una construcción blanca, mixturada con ladrillos a la vista, techo a dos aguas de tejas californianas, amplios ventanales, porche y pasillo lateral que conectaba un coqueto jardín al frente con su garaje, también tejado, con un espacioso fondo dotado de quincho, churrasquera, pérgola de flores y, junto a una añosa araucaria, la consabida “cachivachera”. La casa, moderna para la época, contaba con un espacioso living-comedor, dos dormitorios a la vera de un pasillo que, al fondo, conectaba un baño y la cocina donde se desayunaba, almorzaba y cenaba. Por la parte trasera, desde la cocina y luego de dejar atrás un amplio lavadero, también se accedía al parque prologado por un deck de lajas marplatenses.

La casa se distinguía en el barrio, además de sus bellas líneas, inmejorable orientación al sol y perfecto estado de conservación, por un cartel en hierro forjado que la bautizaba con el nombre de mi tía más querida, la hermana que nunca tuvo y la vida le obsequió a Mamá, cartel cuya simetría puse en peligro una tarde al impactarlo con la número cinco de mis primos y en una volea que solía imitarle al
Toti Veglio.

Ese era el lugar de mis mejores aventuras de la infancia, en un entonces lejano Haedo al que desde Almagro viajábamos en un par de colectivos –el 196 hasta Ramos y de allí el 136 o el 5 hasta Lacarra y Rivadavia para luego tomar, frente al cine Gran Rivadavia, el 182, por ejemplo- hasta que en 1970 Papá le compró al Tarta Damilano el NSU, vehículo berreta por antonomasia en ese momento.

“Ir a Haedo” o “a la casa de la Tía Aída” significaba para mi urbana y gris existencia el mejor premio a una semana de doble escolaridad y encierro en el departamentito de Almagro. Allí vivían mis dos primos. Claudio, de mi misma edad y Albertito, dos años más pequeño, con los que compartía todos los juegos de la época, de los que el fútbol se llevaba mi mayor atención, aunque lo que tornaba excitante aquella excursión era precisamente esa “calle de tierra” con zanja y ferrocarril de pasajeros y cargas que enlazaba la Estación Haedo con Temperley y, mas allá, La Plata.

El Tren a Temperley.


A mediados de la década del sesenta y como si se tratara de la adaptación a nuestras vidas de la hermosa historia de Belén, un lluvioso día que impedía entrar en auto por la calle embarrada, Tía Aída trajo envueltita en una frazada del sanatorio donde había nacido a mi amada prima Gildita.

El ritual se repetía sin que por ello implicare para mí monotonía. Bajábamos del 182 (¡ojo!, que no dijera “Ramal Emaús”) en Rivadavia y Chacabuco. En la esquina había una panadería donde Papá compraba media tonelada de facturas para la tarde y luego de una pequeña caminata por Chacabuco, bordeando la placita de Haedo donde está la Comisaría y la Escuela 8, el molinete para cruzar la vía y, allí, ante nuestra vista, el polvoriento o barroso paisaje –dependiendo ello del clima- de la calle Remedios Escalada de San Martín.

Escuela Nº 8 "Bernardino Rivadavia". Allí fueron mis 3 primos.


Recuerdo perfectamente a esa entrañable cuadra delimitada por Intendente Carrere y Alegría hacia Villa Luzuriaga. Cada una de las casas encierra una historia, una anécdota.

Casi llegando a Alegría vivía un pibe que se llamaba Julio, medio marginal, que se ahogó –pobrecito- en el Río Luján. De él recuerdo un cumpleaños, el cumpleaños de Julio. Vereda de por medio estaban “los tres chiflados”, tres hermanos que más o menos tenían nuestra edad. Sergio, el más grande la de Claudio y yo; Alejandro, el menor, la de mi primo Alberto y entre ambos, uno intermedio que se llamaba Gerardo, como nuestro Tío. Ese Alejandro era famoso en el barrio porque había trabajado como extra en Jacinta Pichimauida o posado para la propaganda de guardapolvos 12 de Octubre. Con estos tres chiflados nos vivíamos peleando, aunque una vez emprendimos un proyecto futbolístico en común formando un equipo que sin ninguna imaginación bautizamos “El Imperio del Oeste”. A mitad de cuadra y frente al molinete, vivían “los Mejuto”. Tenían una historia que hoy llamaríamos “complicada”, con ribetes lindantes con el delito, tal es así que el único pibe de esa casa, llamado Cacho, de lunes a viernes vivía en un reformatorio. Un par de casas después un viejo cuyo apellido era Torraca, muy cabrero siempre contra los picados que hacíamos en la calle, una vez le dejaron un maleficio –el maleficio de Torraca-; luego “La Chicha” –la mejor amiga de mi tía- que tuvo una experiencia muy triste con su única hija. Justo al lado de lo de mis tíos vivía Guillermo, que había enviudado durante unas navidades y por eso no podíamos gritar, con su hijo Guillermito –un verdadero orate-. Los padres de este Guillermo supieron ser los dueños de unos cuantos lotes de la cuadra. Por eso, su chalé era el más grande y suntuoso de todos e, incluso, en ese entonces todavía conservaba la titularidad de la llamada “casa vieja”, sobre la que me referiré más adelante.

En primer plano, sobre la derecha, Alejandro de los Tres Chiflados.


Del otro lado y hacia el centro de Haedo había un baldío que, para nosotros era como la selva ecuatorial. Pocos años después se edificó y vino a vivir un gallego también llamado Julio que a veces se prendía con nosotros en un “metegol-entra”, le pegaba al fútbol con un caño y encima de buen tipo era hincha de San Lorenzo. Después seguía otro chalé de un matrimonio viejo con un hijo que tenía fama de genio y que después se fue a vivir a EE.UU. No me acuerdo sus nombres porque mi tío sólo lo llamaba “Gómez”.

Finalmente, “la casa vieja”. Un lugar soñado para todas las aventuras posibles, ya que estaba deshabitada, con el pasto crecido, sin luz eléctrica, llena de moras, frambuesas y nísperos. Tenía el pozo de un aljibe cuyo brocal el tiempo se encargó de desvanecer. Los tres, Claudio, Albertito y yo espiábamos ese agujero interminable, pese a la recomendación de la tía (“no se asomen al pozo de la casa vieja”), para saber qué tan profundo era. Para ello, tirábamos una piedra que luego de expectantes segundos hacía ¡plop! Allí entonces, mi primo Claudio que era el más afecto de los tres por las ciencias naturales, medía el peso de la piedra, el tiempo trascurrido y colegía:

- ¡Debe tener unos treinta metros de profundidad!

Yo no sé si tratándose de un aljibe fuera tan profundo, pero de día asomándome asido de los pies –por las dudas- por mis dos primos jamás pude atisbar el fondo de ese pozo digno de una película japonesa de terror. Cada vez que veo Jeepers Creepers me acuerdo del pozo de la casa vieja.

En el fondo del pozo, un monstruo como Jeepers Creepers.


Pero lo más lindo de esa cuadra era la vía del trencito a La Plata. En aquéllos años, donde el servicio ferroviario no era tan desastroso como hoy, corría un tren Fiat hasta Temperley, por lo menos uno por hora. También, en determinados momentos del día pasaba un carguero de veinte o treinta vagones, de distinta clase: playos, tanques, tolvas de cereales o piedras, cerrados, con ganado, etc. Jugábamos a ver cuántos vagones traía. El último de todos, pintado de naranja, donde viajaba el guarda, lo llamábamos “el alcahuete”, ya que ese operario velaba para que ningún polizonte o linyera subiera al tres cosa que muchas veces no lograba ya que nosotros mismos en varias ocasiones nos colábamos como una vez, que la evocaré como “Una excursión a Ingeniero Brian”.

Ahora memoro que la relación de los pibes y las vías de un tren posee un significado universal. No sólo en la literatura donde Dickens o Zolá tienen un papel destacado. Lo aprecio mucho en el cine. A nosotros, por ser chicos en los sesenta nos impactó Melody. El final soñado, donde el ganso del protagonista Daniel Latimer (Mark Lester) se escapa con la chica –nuestra amada Melody- hacia una vida de amor y felicidad, se van en una zorra por una vía de tren mientras suena un tema que, curiosamente, no era de los Bee Gees sino de Crosby, Still, Nash & Young –¡sí los de Woodstook!-, “Teach your children”.

Todos nos enamoramos perdidamente de Melody. Y de las melodías de los Bee Gees.


En otros filmes, que el lector recordará, veremos a Olmo acostado en la vía de un tren que pasaba sobre él en Novecento de Bertolucci, Pink y sus amigos poniendo balas en un tunel en The Wall. Los menos nostálgicos podrán ver hoy mismo esta relación en la hermosa obra de Scorcese donde Hugo vive nada menos que en la Gare de Montmarre.

Solamente la casa de mi Tía Aída me dio la oportunidad de apoyar mi oreja en un riel para constatar que viene un convoy a varias cuadras de distancia. O colocar, perfilada, una piedra que como un mortal proyectil salía disparada al paso de un tren. Aplastar una moneda de un peso, esas grandes que dejaron de emitirse porque servían de munición cuando se descubría “un tongo” en el Luna Park o algún empleado del Sarmiento se negaba a entregar el certificado cuando el tren llegaba 20 minutos tarde a Once. Quedaban finitas como alas figuritas de chapa que también eran de esa época. O la vez que, sin querer azuzados por una incierta anécdota de Tío Alberto, que afirmaba que los guapos de su época se fabricaban sus facas con un trozo de acero aplastado por el paso de un tren, casi hicimos descarrillar a una máquina diesel que venía sola y se topó con un tremendo fierro que pusimos para hacernos la espada más temible de la cuadra.

Las figuritas de chapa servían como letales proyectiles en clase.


Larga, y espero no haya sido tediosa, ha sido la introducción a estos cuentos que iré desgranando según las vivencias afloren en mi memoria.

Permítanme antes de concluir volver a esa vía. Hoy no es así, pero el terraplén concluía, a cada vera, con una profunda zanja a la que no podía accederse desde la calle porque todo el recorrido se encontraba cercado por postes enlazados con tres alambres, el central, de púas. Cuando jugábamos al fútbol y la pelota “se iba a la vía”, había que atravesar con mucho cuidado ese cerco. Por ser el “más civilizado” del grupo, siempre me llevaba un raspón producto de esos rescates que inexorablemente se sucedían al abrigo de la frenética disposición al juego que todos poníamos.

Cierta vez, en un cumpleaños de algún mayor que se festejaba en la casa, nos tocó ir un día de semana. Yo siempre llevaba la ropa de fútbol (Papá la llamaba “ropa para chivatear”) porque después de un día de juego terminaba sucio. Luego de una “lavadita” me cambiaban para volver a casa medianamente presentable. Pero ese día iba a ser una “reunión de grandes”, sin lugar para los juegos. Mamá me había vestido para la ocasión, con una chomba de colores claros, pantalones cortos, medias blancas y los zapatos del colegio, los únicos que tenía. Como llegamos temprano, nos sentamos en el living donde de desgranaba una conversación de mayores. Mis dos primos, que recién llegaban del colegio, al verme allí sentado como un recluso, le empezaron a pedir a Papá que me dejara ir con ellos.

- ¡Dale Tío, dejálo a Ale que venga a jugar con nosotros!
- No puede. Se va a ensuciar.
- Pero si vamos afuera nomás.
- No. No. Van a querer jugar al fútbol. Y se va a ensuciar y romper los zapatos.
- No Tío! Te damos la pelota para que veas que no…

Mientras tanto yo ensayaba mi mejor cara de víctima para que la Tía Aída y Mamá intercedieran por mi excarcelación.

- Que lo deje, que lo deje! –sonaba el coro de mis primos-.

Y la voz de la Tía, hermana mayor y de gran ascendencia sobre Papá, que obró como mi mejor abogada:

- ¡Dale Gene, dejáte de embromar! Que sólo van a estar por ahí. ¿Sin correr, no es cierto?
- ¡Siiiiiiiiii!

Y así, con la recomendación de no correr, no jugar al fútbol, no ir a la casa vieja, ni estar trepándose a ningún árbol, “me largaron”.

Estación Ingeniero Brian, en Villa Luzuriaga. ¡Cuántos recuerdos!


Sin la pelota, que era lo más importante de nuestras vidas, nos dirigimos a la vía. Empezamos a caminar como yendo para Ingeniero Brian, jugando a hacer equilibrio en el riel, cuando sin querer llegamos al túnel. Era el lugar perfecto para cualquier jeugo, ya que bajo el tendido de las vías se erigía un túnel en el que desembocaban las aguas pluviales de todo Haedo Sur y Luzuriaga. Al fondo, ese gran charco de agua podrida derivaba a un caño más alto que nosotros –dos metros por lo menos- cuya extensión era desconocida. Claudio afirmaba que ese conducto desembocaba en el Arroyo Maldonado cuyo entubamiento concluye en Ciudadela, aunque según se sabe sus fuentes originarias nos llevarían hasta más allá de Casanova en Matanza. Es una probabilidad bastante factible que ese sumidero conectara con algún afluente del Maldonado. De ese modo, también llegó a decir que por allí se podía llegar caminando al Río de la Plata. Por eso, cierta vez y equipados con botas de lluvia y la Eveready del Tío nos aprestamos para iniciar esa descabellada excursión, pero a los 150 o 200 metros, cuando ya se hacía dificultoso respirar por el olor nauseabundo que exudaban las aguas y el miedo de encontrarnos atrapados por una imprevista e imaginaria avalancha de agua, volvimos al comienzo de la travesía y gracias a esa sabia decisión (junto con otras propias y de terceros que desconozco), es que ahora estoy aquí, con vida, para contarlo.

El puente del trencito a Ingeniero Brian.


El caso es que estaba por declararse la tardecita, muy otoñal ella, y nosotros en el puente, cuando cayeron otros pibes que venían del lado de Ingeniero Brian, de nuestra edad y cara de pocos amigos. Al verme a mi, ridículamente vestido con esa chomba planchadita y los zapatos acordonados sobre medias ¾ blancas, fue totalmente lógico y comprensible que estallara una guerra verbal cuyo detonante inicial fue la palabra “maricón”. Nuestra respuesta no se hizo esperar entablándose una mutua lluvia de piedras que, a granel, las teníamos a mano precisamente por estar en el terraplén. En esta lid, nosotros llevábamos la de ganar porque Claudio disponía de su arma mortal, una gomera armada con horqueta del olivo de su casa por el mismísimo Tío Alberto, siguiendo una técnica ancestral que aprendiera en sus años mozos del Barrio Cafferata.

El "arma mortal" de todo niño bonaerense.


Puestos en fuga nuestros enemigos revisamos los propios daños. Albertito, con un fuerte piedrazo en el hombro y yo, indemne, pero con la peor de las injurias. Buscando un mejor ángulo de tiro que en definitiva me permitió acertar un fuerte piedrazo en la cabeza de quien me había llamado maricón, metí ambas patas en el agua podrida hasta las rodillas. Al verme, la mutua reflexión de mis primos, pronunciada coincidentemente sílaba por sílaba acrecentó mi angustia:

-¡Tu-Pa-pá-te-ma-ta! –bramaron con razón-.

Los zapatos poco importaban. Eran negros como el barro del puente y por estar saturados de pomada Cobra no se veían tan desastrosos. El problema eran las medias. Así fue que descalzado, con la manguera de Torraca pude quitarme el barro de las piernas. Pero era necesario devolverle a las medias su originaria blancura, alterada por el verdín, barro y demás sustancias de incierta etiología que componían el contenido del arroyo de nuestros juegos.

El plan consistía en entrar subrepticiamente por el pasillo lateral de la casa, llegar al fondo, entrar al lavadero; de allí a la cocina y luego al baño, único lugar “privado” para lavar las medias con el jabón de tocador. En el operativo contaba con el apoyo de mis primos que ingresaban a cada recinto como un grupo SWAT –esos que van gritando ¡clear!- me franqueaba el paso hacia la siguiente instancia y hasta llegar al objetivo. Ya en el baño no podía usar el agua caliente, porque el ruido del calefón denotaría la existencia de un movimiento extraño. Por razones que desconocíamos, los niños teníamos prohibido el uso del agua caliente, salvo para bañarnos y con el propósito de no gastar, dado que –ahora colijo- hasta bien entrado los noventa Haedo no tenía gas natural y ese vital fluido era provisto en tubos muy racionados por Gas del Estado.

Los tubos de gas. Cuando te quedabas sin gas en plena ducha te querías matar.


Así, con auxilio “del jabón de las estrellas” logré luego de gran esfuerzo remover el color pantanoso de mis medias. Pero a pesar de retorcerlas una y otra vez no podía quitarle su saturación de humedad. De tal modo que decidí ponérmelas así, mojadas, para no despertar sospechas ya que llevaba varios minutos en el único baño de una casa repleta de personas mayores.

Olvidé decirles que ese día hacía un frío terrible y que la humedad de Buenos Aires lo hacía aún más intenso. Sorteé con éxito esa noche la reprimenda de Papá. Pero sólo temporáneamente. Luego de la gélida caminata en búsqueda de sendas paradas, la del 182 en Haedo y del 5 en Floresta, al día siguiente amanecí con resfrío y afiebrado. Mamá no tardó en descubrir el motivo de mi dolencia: los pies inexplicablemente mojados. El silogismo terminó de conformarlo Papá cuando a las medias mojadas agregó el descubrimiento de la marca de un impacto de piedra que ostentaba en la espalda mi ridícula chomba y que ninguno de nosotros alcanzó a advertir en su momento.

Como las ausencias a clase obedecieron a una enfermedad motivada por mi propia responsabilidad, además de merecer un duro castigo, nunca mas mis primos o la Tía pudieron librarme de un interdicto pronunciado por Papá. Solo pudo consolarme de esas penurias la violenta forma en que salvé mi virilidad puesta en duda esa tarde por el ignoto matancero que, supongo, aun llevará, casi medio siglo después de burlarse de mis pantaloncitos y esa chomba berreta, una cicatriz en el rostro que conmutó tamaña afrenta.

Mis tres tías: Gilda, Aída y Luz junto a Mamá. Abajo, mi hijo Juan Martín.



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