jueves, 12 de julio de 2012

El misterio de Gilda.

En aquellos años la nuestra era la patria de la candidez. Éramos inocentes en el más puro sentido del concepto. Nuestros mayores se cuidaban mucho de pronunciar malas palabras frente a los chicos, y si alguno en un momento de rabia no podía evitarlo, acompañaban ese irrefrenable sentir con alguna interjección alterada como “me cache en dié”, “carancho” o “merda”.

La primera mala palabra que aprendí, obviamente fue en la cancha. Quiero aclararles que Papá me llevó a ver a San Lorenzo cuando di mis primeros pasos. Por eso, es casi seguro que el cantito que una tarde se me pegó y repetí en presencia de Mamá al llegar a casa, fue antes de ir a la escuela.

- ¡Huracán, Huracán, por el culo te la dan!

Mamá se enojó tanto que me pegó. Fue una de las dos o tres veces que perdió sus casillas conmigo. Pero me dispersé, como cuando siempre viene a mi mente San Lorenzo. Quería decirles que nuestra inocencia abarcaba distintas aristas, tan desopilantes para los chicos de hoy, hasta el punto que muchas veces tengo la sensación de que no me creen cuando les cuento ciertas cosas. Voy a dar algunos ejemplos.

La creencia en los Reyes Magos hasta bien entrado el primario. Los relatos sobre “ánimas y aparecidos” que solía hacernos Tío Gerardo en la oscuridad de la noche en la vereda de Juan Agustín García 3151. La leyenda del “avión negro” que traería al país a Perón de labios de Tía Aída con unos ojos iluminados por esa esperanza nunca perdida. La mística religiosa del Tata, con sus leyendas catamarqueñas de la Pacha Mama y la Salamanca. Los platos voladores que Tío Poro había avistado en sus maravillosos viajes de camionero por el Norte. Una tortuga grande como una casa que había visto Tío Agui embarcado en el caribe venezolano. La última “información” del boletín de Ariel Delgado por Radio Colonia antes de la medianoche ¿Alguno se acuerda de esas desopilantes historias que cerraban el informativo?

La leyenda del Avión Negro que traería al Grl. Perón a la Patria.

En otros aspectos menos fantasiosos de la vida, esa puerilidad seguramente se encontraba potenciada por las limitaciones con que contaban nuestros padres para trasmitirnos algunos interrogantes que fueron tomando cuerpo a medida que crecíamos. Pasaron muchos años desde aquél cantito censurado para que pudiera responder afirmativamente la pregunta más trillada de la primaria:

- Che ¿vos estás avivado?

A nosotros nos “avivaban” otros chicos, en el colegio. O, como me pasó a mi, mis primos, especialmente Randolfo quien con una paciencia suprema una tarde se tomó el trabajo de explicarme con pelos y señales cómo algún día tan lejano como inexistente podría yo concretar de una forma insospechada, lo que sentía por Ana María, una prima rubiecita de la vecina de al lado.

Pero esto que les voy a contar fue antes. Mucho antes de esa crucial revelación.

Una tarde, después del colegio, Papá volvió temprano a casa. Era raro, ya que solía salir del trabajo a las nueve de la noche. También me resultó extraño que Mamá no me haya pedido que me cambiara. La pobre sabía qué íbamos a hacer cuando Papá llegara, pero nada me había dicho.

- Bueno vamos que Agui y Elia nos están esperando con el coche –sonó imperativo Papá-.
- ¿Dónde vamos Mami? –atiné a preguntar. Los chicos no decidíamos nada; sencillamente seguíamos a nuestros padres como suelen hacerlo las crías en la naturaleza-.
- A lo de la Tía Aída. Vamos a conocer a tu nueva primita –dijo, poniendo Mamá fin a tanto misterio -.

El Tío tenía un De Soto 36 color negro con volante a la derecha y tres filas de asientos, ya que tras el delantero contaba con dos butacas rebatibles donde viajábamos “los chicos”, es decir mi prima Mabel y yo, porque Norberto por su personalidad arrolladora y aspecto varonil ya entraba con sus doce años, en la categoría de adolescente.

En los años sesenta circulaban muchos autos viejos. El De Soto 1936 de mi Tío Agui era uno de ellos.

El viaje fue largo y aburrido. Interminable porque tomamos una Juan B. Justo mitad empedrada mitad asfaltada, ya que nuestro punto de partida era Villa Santa Rita. Y aburrido ya que desde el asiento anexo al ras del piso, no podía ver el paisaje por la ventana. Sólo el avinagrado rostro de la Tía Otilia, esa especie de “plus” que mi Tío tuvo que soportar como anexo a su matrimonio.

Algo de intriga y recogimiento me invadió aquella lluviosa tarde de principios de agosto. Yo presentía que nos dirigíamos a un acontecimiento familiar importante. El auto estacionado en la esquina donde concluía el asfalto por el previsible barro que impediría su tránsito por la Remedios E. de San Martín de Haedo. Claudio y Alberto, mis eternos compañeros de fechorías que ese día, además de sus características remeras a rayas horizontales (roja-blanca y azul-blanca, respectivamente) lucían esta vez sendas caritas de ángeles que en modo alguno hubieran desentonado en un fresco renacentista representándolos.

El ambiente tenía olor y color a bondad. Para que me entiendan. Si vieron El Bebe de Rosemary, parecía la escena final, pero bien, con gente buena y en un clima de plena felicidad. Yo me sentía extraño, no solo porque había muchas personas que no conocía, sino porque Claudio y Albertito permanecían sentados sin que nada indicara que fuéramos a jugar como era automático al vernos.

Todavía no había entrado en el Colegio de curas. Mi evangelización era precaria. Pero no pude evitar pensar al participar de esa escena, en el cuento más maravilloso que nos han contado, el relato de la Familia Buena. Los pastores de ese Belén haedense eran los grandes, los amigos de mis Tíos Alberto y Aída, sus cuñados y hermanos, los sobrinos como yo, todos guiados por una estrella que se ponía en el oeste del conurbano bonaerense. Habíamos llegado a duras penas en un De Soto 36 trasigado por varios titulares que se perdían en el tiempo y de andar calamitoso. El lugar sagrado, el mítico pesebre, era la habitación de la Tía. En lugar de la vaca y el burrito que abrigaban con su aliento al Niño Dios, una estufa de velas eléctrica, esas que hacían girar el medidor de la luz como un disco de 78 rpm. ya que el lugar donde estaba emplazado el moisés poseía un alto techo que hacía sentir el rigor del frío invernal.

Yo no sabía cómo venían los niños al mundo. Tampoco supe que mi Tía estaba embarazada. Solamente tomé noción esa tarde maravillosa, aunque sin juegos ni fútbol, que había entrado en mi vida para siempre una hermosa beba de risos dorados y ojos negros plácidamente recostada entre mohines rosados.

- Esta es Gilda –me dijeron, pero con ye, yilda no con ge como la tía aclaró Claudio-.

Y quedé embelesado, viéndola, sin comprender en su dimensión el milagro de su presencia, que era el milagro de la vida. Su repentino ingreso en nuestra existencia, como un misterio no aclarado, sobreentendido para los chicos. Pero poco importaba eso para mí en ese momento. Lo realmente maravilloso era que nuestra vida ya nunca volvería a ser igual, porque a partir de ese enigmático viaje y para siempre, nuestros brutos juegos de niños suburbanos, encontrarían un resuello y una pausa para ella, para Gilda.


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